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La pregunta surgió entre cada uno de los generales: ¿Quién se atrevería a diagnosticar a Hitler como un enfermo mental? Sus ojos se dirigieron directamente hacia Carl G. Jung

Para mitades de 1942, el Führer se había vuelto loco. Tanto los oficiales alemanes como la fuerza inteligente del país estaban preocupados por el futuro de su demagogia. Era un año maldito para los germanos, pues no sólo su líder estaba cada vez más disperso, también 3 millones de soldados alemanes perdían una batalla en el invernal Moscú convirtiendo en desastre sus planes de conquista. Se trataba de un momento clave en que, para salvar el poderío, debían exiliar a la persona que los había llevado hasta el éxito: reducirlo a tan sólo un enfermo mental sin capacidades mentales para tomar decisiones políticas. 

 

La pregunta surgió entre cada uno de los generales: ¿Quién se atrevería a diagnosticar a Hitler como un enfermo mental? Sus ojos se dirigieron directamente hacia Carl G. Jung. Las razones eran obvias. Durante años, Jung, el antiguo heredero del psicoanálisis, se había revelado en contra de su mentor, Sigmund Freud. Era el adecuado. En su momento, en 1938, mencionó que Hitler “era la voz que magnificaba los susurros inaudibles del alma alemana”. Además, a diferencia del “judío Freud, obsesionado con los roles del sexo en la psique”, Jung era ario, estaba enfocado en los elementos culturales, simbólicos y místicos, y permitió que muchos alemanes creyeran que él era antisemita y escéptico de los estadounidenses –aunque ayudó a sus colegas judíos a escapar del Holocausto. 

 

Para los alemanes era la salvación de los arios; para el reportero de The New York Times, Robert Boynton, un personaje que “jugaba en todos los equipos”. De cualquier manera, los oficiales nazis lo necesitaban para que Hitler regresara en sí. Fue así que marcaron por teléfono a Jung pidiéndole que viajara desde Suiza hasta Berchtesgaden, la casa de retiro del Führer. La idea era que lo observara discretamente y proveer un análisis –neutral– de su condición para persuadir a otros oficiales de que era el momento de que el líder del Tercer Reich se despidiera del mundo público y político. En aquel instante, Jung rechazó la propuesta: él ya tenía 67 años y tendría dificultad para cruzar las fronteras –y supuso que los alemanes, con Hitler, estarían recibiendo lo que merecían–…

 

Entonces, por noviembre del mismo año, Allen Dulles, abogado del Wall Street y antiguo diplomático, llegó a Suiza, una pequeña isla a mitad de una Europa en fuego. Hizo su camino hasta la operación de inteligencia de EEUU, la Oficina de Servicios Estratégicos; luego hasta la Agencia de Inteligencia Central, en donde se tomaron decisiones para enviar tropas a Irán y Guatemala, y la fallida invasión de Bahía de Cochinos en Cuba. Ahí, Dulles promovió el espionaje y la intriga para llegar al Führer. 

 

Entre sus reclutas más recientes se encontraba la estadounidense Mary Bancroft, quien vivía con su segundo esposo francosuizo, en Zurich. Ella era, para su época, irreverente: su matrimonio era una relación abierta, sin tener vergüenza sobre sus amoríos. Para jugar en ambos bandos, hablaba pésimo alemán, y peor, alemán-suizo; además que no era un buen candidato para ser una espía. Pero Bancroft, amiga muy cercana de Jung, era enérgica a sus 39 años de edad y alguien a quien recordarías años después. 

 

La relación de Mary Bancroft y el doctor Jung era única. Ella pertenecía al grupo Psychological Club, que siempre se encontraba cerca del doctor. Pese a que muchos miembros del club la despreciaban, Jung –y específicamente su segunda esposa, Toni Wolff– se sentían en confianza con ella. Fue así que Dulles, llegando a los 50 años, llevó a Bancroft con el oficial alemán Hans-Bernd Gisevius, quien estaba a cargo de gran parte de la información sobre la Abwehr, la inteligencia militar alemana, y varios planes para matar a Hitler. 

 

Bancroft primero le contaba todo a Jung; después, durante el ritual del cigarro pos-sexo, a Dulles. Los tres, en un trío peculiar, confiaban entre sí: Dulles había investigado todo el trabajo de Jung, incluyendo una entrevista en 1938 en donde Jung predijo exactamente lo que estaba sucediendo en ese año en curso: la destrucción de Alemania y la demisión de Hitler. Fue así que Jung transmitía su conocimiento a Bancroft y ella regresaba con fidelidad lo que veía y escuchaba. 

 

Jung veía a Hitler como un místico, un “hombre medicinal” que era capaz de canalizar los deseos inconscientes y conscientes del pueblo alemán. Era un personaje que se asemejaba a algunos de sus pacientes que oían voces dando órdenes: 

 

Él es como un hombre que escucha atentamente al flujo de sugerencias que los susurros en su mente dicen, y luego actúa en función de ellas. En nuestro caso, aun si ocasionalmente nuestro inconsciente nos alcanza a través de sueños, tenemos mucho raciocinio, mucho cerebro para obedecerle… Pero Hitler escucha y obedece. Él es la voz que magnifica los susurros inaudibles del alma alemana hasta que puedan ser escuchados por el oído inconsciente de Alemania. Él es el primer hombre en decirle a cada alemán qué es lo que ha pensado y sentido desde el inconsciente sobre su destino alemán. […] ¿Sabes que si escogemos a 100 de las personas más inteligentes del mundo y los ponemos juntos serían un grupo estúpido? 10 mil de ellos juntos serían un colectivo inteligente de un cocodrilo... En una masa, las cualidades de cada uno se convierte en un tumulto con características dominantes. No todo el mundo tiene virtudes, pero todos tienen instintos bajos, primitivos, de salvajismo.

 

Fue así que Jung prescribió una manera de lidiar con Hitler, con este chamán que escuchaba sólo sus voces internas, ignorando a sus consejeros y críticos: “Que deje de prestar atención a Occidente. Dejen que vaya a Rusia. Esta es una cura lógica para Hitler…”. Lo que pasaría con Alemania sería responsabilidad de los alemanes: “Nuestro interés es sólo salvar a Occidente. Nadie ha entrado a Rusia sin arrepentirse”.

 

Dulles le dio a Jung el nombre en código de Agent 488, y envió un telegrama a David Bruce de la OSS en Londres, sugiriendo que prestara especial atención tanto a la información como al análisis de Jung. Este espionaje que resurgía de perfiles psicológicos podía ser el arma final para aniquilar al Tercer Reich y a Hitler. Inclusive, en sus reportes, Jung predijo que Hitler se suicidaría una vez que el fin se acercara. 

 

Pese a que la OSS en Londres se negaba a creer en la información de Jung, el mítico doctor estaba tranquilo: sabía que Hitler estaba ya en un búnker al este de Prusia, que todos los que iban a visitarlo debían entrar desarmados y pasar por rayos X, quedarse en silencio mientras él hacía toda la charla y todos estaban al borde del precipicio; creía que los líderes de la armada estaban desorganizados para prestarle atención a Bancroft, quien había empezado un affair con Gisevius, y todo sería cuestión de tiempo.