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"La peste escarlata" no recibió en su época toda la atención que merecía. Hasta finales de los años 90 del siglo XX la obra adquiriría un sentido por completo realista, próximo y vívido, en la medida en que el fin del siglo y el milenio sobrevenían

Imagen: www.bostonglobe.com

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La humanidad, tan numerosa durante mi infancia y primera juventud, ha desaparecido. Yo soy el último de los que vivieron en los días de la peste y que conoce las maravillas de aquellos lejanos tiempos. Nosotros, que dominamos el planeta (la tierra, los mares y el aire) y que éramos semejantes a los dioses, vivimos ahora en un estado de salvajismo primitivo a lo largo de los ríos, en esta región de California.

Jack London, La peste escarlata

 

1. The Scarlet Plague

El anciano tiene más de 90 años de edad. Si su memoria no le fallase tanto debido a los estragos de la senilidad y de la vida tan dura que debió sobrellevar después que todo terminara, se daría cuenta de que en realidad bordea prácticamente los 100 años.

Antiguo profesor de literatura e historia de la Universidad de Berkeley, John Smith se debate con sus nietos y bisnietos en torno a una hoguera, en las costas de un  San Francisco desolado y en ruinas:

“Aquí vacacionábamos cientos de personas, en esta misma playa, fuimos miles de seres humanos”….

Sentencia a su progenie, tratando de ilustrar sus primitivas e incultas mentes y de interesarlos en la historia, no sólo de su vida, sino de la humanidad entera, casi extinta.

Pero los muchachos, niños y preadolescentes se ríen del viejo. Acostumbrados a sus disertaciones y charlas repetitivas, aburridos de tanto oírlas, tienden a tildarlo de loco y oxidado.

La voz del profesor es débil y se pierde en su garganta agotada de nonagenario. Smith cesa de intentar comunicarse con ellos y centra su atención en las suculentas ostras y cangrejos que sus nietos le llevan tras asarlos en las brasas de su fogata:

“¿Alguien tiene un cangrejo… un cangrejo….?”, suplica el anciano.

“No hay, abuelo”, le responden burlones, pero no es cierto.

Por fin, su más leal y querido nieto, su fiel escudero y aprendiz: Hare-Lip, quien siempre lo defiende y ve por él, se compadece y le entrega un enorme crustáceo ahumado, con la concha abierta previamente, cuya carne color salmón se deshace igual a mantequilla en la boca desdentada del patriarca. Entonces nos percatamos de que Smith se encuentra casi totalmente ciego, razón por la cual los nietos aprovechan la menor oportunidad para burlarse de él.

“¡En mis tiempo no tratábamos así a nuestros mayores….!”, es lo único que alcanza a decir el abuelo, y su bocado de carne rosada se desliza hacia su garganta en un sollozo, acallando sus palabras y algunas lágrimas, mismas que no se sabe si son producto de su estado de ánimo nostálgico o de lo calientes y quemantes que se encuentran los bocadillos recién cocinados que engulle.

Todos visten raídas pieles de cabra y oso en bastante mal estado. Sus cabelleras largas y pegajosas, sus rostros con costras y añejas manchas de lodo, mugre y restos de comida, nos remontan hacia un tiempo prehistórico y lejano, cuando los primeros hombres vivieron en cavernas y descubrieron el fuego. Pero no es así; tristemente, no es ninguna escena de ningún pasado remoto; se trata del futuro de la humanidad.

Todos poseen extraños nombres: Hare-Lip, Hoo-Hoo, Cross-Eyes, Edwyn, mezcla de rasgos icónicos de su habla cotidiana y vestigios de un idioma inglés corrompido que otrora hablaron sus antecesores en California. Todo ello nos hace pensar en unas mentalidades tribales y en la degeneración del lenguaje humano, el cual perdió en los últimos 100 años sus cualidades abstractas y conceptuales, sustituyéndolas por rasgos concretos y situacionales, del mismo modo que los antiguos pueblos nómadas que poblaran Norteamérica muchos siglos antes y nombraran a sus hijos con calificativos según sus cualidades guerreras o espirituales: Caballo Loco, Nube Gris, Alce Viejo, Ojo de Humo, Águila Vieja, Toro Sentado.

De pronto, su comida es interrumpida por una manada de lobos que bordea la playa, tratando de acercarse a su rebaño de cabras, el cual debe ser una de sus mayores posesiones. Cuatro perros mitad pastores ingleses y mitad pastores alemanes se precipitan hacia los depredadores, custodiando las cabras y ovejas, listos para iniciar la contienda contra los ladrones. Los chicos retoman sus arcos y hondas y comienzan a arrojarles proyectiles. Hare-Lip demuestra que además de ser el más paciente y amoroso de entre sus hermanos y primos con su abuelo, es el mejor tirador. Las fieras son espantadas, los perros reciben su premio de pescado y crustáceos, y los chicos se reagrupan en la hoguera, en torno a John Smith. El viejo piensa por un momento que Hare-Lip posee todas las cualidades, tanto físicas como espirituales, de un futuro y justo patriarca para su clan.

Tras finalizar su almuerzo, los muchachos clavan sus dedos en la arena del mar, descubren y desentierran los esqueletos de tres personas: dos adultos y un niño.

“Debió tratarse de una familia… Lo más probable es que intentaban huir de San Francisco, pero la peste no los dejó llegar muy lejos…”, sentencia Smith mientras culmina el último bocado de su cangrejo gigante ahumado.

Por fin los muchachos se interesan en sus palabras y le piden al abuelo que les narre de nueva cuenta la historia de la peste escarlata, la cual arraso con millones de vidas, casi exterminando a la humanidad y a su cultura, retrotrayéndola en poco tiempo hasta la época de las cavernas.

Mientras John Smith comienza a deshilvanar su relato sobre la peste escarlata y el fin de la humanidad, sus nietos despojan de sus dientes a las osamentas humanas, insertándolos luego en hilos de cáñamo para conformar llamativos y siniestros collares para adornar sus cuellos y pechos. Interrumpen al viejo en continuas ocasiones, quien en vano trata de reprenderlos por faltar al respeto a los restos óseos de aquella familia, pero nuevamente es ignorado. Pronto se entabla un cerrado debate entre él y sus descendientes en torno al significado de la palabra “escarlata”. Los más jóvenes prefieren utilizar el término “rojo”: “la peste roja”. ¿Para qué usar otra palabra más complicada y rara para sus reducidos léxicos: “escarlata”…?, se preguntan los chicos, dudando y cuestionando todo lo que comparte con ellos Smith.

 

2. La estética del canibalismo postapocalíptico

ilondoj001p1Publicada en 1912, tras años de fallidos intentos de un joven Jack London por dar a su conocer su obra durante sus primeros tiempos como escritor, La peste escarlata (1912) no recibió en su época toda la atención que merecía al aparecer en una revista literaria de San Francisco.

A pesar del transcurso de los años y de que posteriormente London se volvió un autor demasiado exitoso, sobre todo tras la aparición de las joyas que lo inmortalizaran: Colmillo blanco, El llamado de la selva, Lobo de mar, etc., La peste escarlata no sería valorada sino hasta mucho después de su aparición, incluso luego de la muerte de London, volviéndose cada vez más entrañable, más real.

Adelantada en demasía a su época, publicada durante el reinado de la máquina de vapor, el evolucionismo darwiniano y el apogeo de la filosofía positivista y científica. Un tiempo ya extraviado y también lejano, cuando la inmensa mayoría de los hombres se consideraban a sí mismos como los mayores triunfos de la evolución en el universo, dueños absolutos de la naturaleza, del planeta Tierra, de sus cielos, sus mares, animales y bosques, con una fe fanática en la ciencia y la razón. Es muy comprensible que, con tanta ilusión hacia la historia de la humanidad y la evolución de su raciocinio, a nadie le llamase demasiado la atención el adentrarse en un escenario postapocalíptico y desgarrador.

En ese sentido Jack London era más bien un autor demasiado raro, por completo ajeno a su época.

Hasta finales de los años 90 del siglo XX La peste escarlata adquiriría un sentido por completo realista, próximo y vívido, en la medida en que el fin del siglo y el milenio sobrevenían.

En la manera desgarradora con que London nos describe la caída de los seres humanos: hogueras gigantescas y humeantes, cánticos desquiciados, matanzas, decapitaciones de la gente enloquecida tras la caída de los gobiernos y la policía, producto del contagio de la peste escarlata, la breve pero genial novela del escritor californiano nos recuerda al relato de otro autor norteamericano: Cormac McCarthy, quien en su espléndida pero brutal obra The Road nos describe escenarios análogos, casi calcados de la obra de London: cráneos humanos empalados sobre la nieve, gente comiéndose una a otra, enormes incendios que hacían parecer la noche un eterno y quemante día, cánticos delirantes surgidos de una humanidad bestializada y despojada de sus valores.

No por nada, en algunos medios, tanto La peste escarlata como The Road han sido catalogadas como relatos de horror.

La obra de McCarthy y la de London coinciden en mostrarnos un escenario escalofriante tras el fin del mundo, animalizado y en su mayoría poco alentador. Ambos autores no son nada entusiastas de un renacimiento humano luego del Apocalipsis; contrariamente, son despiadados con la vida humana grupal. No poseen demasiada fe en la humanidad en tanto colectividad, sino que más bien parecen creyentes en la fuerza y el triunfo de la sobrevivencia de algunos pocos hombres, a la vez fuertes y poseedores de profundos valores universales.

A diferencia de innumerables obras de moda y de la actualidad televisivas y cinematográficas como The Walking Dead, Resident  Evil, etc., las cuales, hasta ingenuas, manifiestan una estética del fin del mundo cuidada y sofisticada: hermosas amazonas y fieros guerreros de las carreteras postapocalípticas, armados con sables, ballestas, escopetas, kalashnikovs, etc., montados en motocicletas y vehículos todoterreno, con un vestuario que los muestra a la vez atractivos, bellos y fascinantes, haciendo anhelar, a muchos de los televidentes y espectadores, recorrer aquellos parajes postapocalípticos junto con ellos.

En la misma tónica tendríamos por ejemplo The Day (Canadá, 2011), un filme independiente producido en Norteamérica que muestra las andanzas de cinco jóvenes, dos hermosas amazonas y tres valerosos caballeros, en un escenario tras el fin del mundo, plagado de clanes caníbales de los cuales deben, por sobre todas las cosas, evadirse. En esta película incluso se alude al Valhalla de los vikingos, tratando de brindarle una tónica espiritual a las aventuras de estos héroes del Apocalipsis.

Sin embargo, tras releer La peste escarlata y The Road, surge en nosotros el cuestionamiento de si acaso el escenario posterior al fin del mundo resultaría de una estética tan sofisticada y cuidada con la que todas las obras actuales nos quieren seducir. Si de verdad el fin de la cultura humana daría lugar a bellos héroes y escenarios salvajes pero atrayentes. O si por su parte, tras el fin del mundo, el ambiente no resultaría acaso escalofriante e insoportable, como estos dos autores norteamericanos adelantan.

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Es curioso que Jack London desde 100 años atrás sugiriera al año 2012 como el del inicio de la peste escarlata, el mismo que los mayas vaticinaban como el del fin de una era.

Repentinamente, en su novela, los rostros de los enfermos comienzan a cubrirse de un tono rojo sanguinolento, escarlata, precisamente. La temperatura de los contagiados sube hasta hacerles estallar el cerebro y los pacientes mueren tan sólo 20 minutos después de resultar enfermos. La lógica narrativa es sencilla: la peste escarlata surgió debido al aumento poblacional y a la saturación de los espacios urbanos de hombres que viven como ratas en hacinamiento.

John Smith es de los pocos sobrevivientes. Por alguna razón desconocida, él es inmune. A pesar de que la humanidad llega al punto de la extinción debido a la epidemia, el profesor jamás se enferma.

Orillado a huir de las ciudades, donde ocurren la mayor cantidad de matanzas y actos vandálicos, se retira hacia el campo con sólo un caballo y tres perros pastores, los cuales serían los abuelos de aquellos canes que ayudarían a sus nietos a cuidar los rebaños de cabras en la playa de la primera escena.

Tras permanecer algunos años aislado en la montaña, sin tener contacto con ningún hombre, Smith regresaría a la Costa de California, donde se encontraría con algunas pocas personas sobrevivientes. Se casaría con una sencilla mujer, elegida en un diezmado campamento y lentamente comenzaría junto con ellos a tratar de repoblar la Tierra.

 

3. El resurgimiento de la magia y el fanatismo

Lo que más le duele y horroriza al centenario abuelo es el fanatismo de sus nietos, quienes parecen profesar una fe ciega en Cross-Eyes, un brujo embaucador que se dice capaz de curar todas las enfermedades e invocar a los espíritus. Le molesta que los chicos le crean de una manera que trastoca la locura, que incluso señalen querer ser como él cuando sean grandes.

Para él, este fanatismo desquiciado es resultado de la muerte de la cultura humana. Pasarían muchísimo siglos antes que los hombres redescubrieran la ciencia y la cultura pensante, sugiere London.

De pronto, Smith les recuerda a sus nietos que en una cueva cercana dejó enterrado un cajón con todos sus libros. Los chicos no parecen demasiado interesados en los libros ni en la lectura, tanto como en los hechizos de Cross-Eyes y en cazar, pescar y cuidar a sus cabras y perros.

Se ponen todos de pie; Hare-Lip, como siempre, ayuda a que el abuelo pueda desplazarse, lo toma de la mano y lo guía como el mejor lazarillo. Los jóvenes, el anciano y los animales se pierden hacia la montaña, de regreso a su refugio.

 

Twitter del autor: @adandeabajo