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El texto poético puede parecer, por momentos, consciente de sí, pero sólo por un espejismo de la autorreferencia; ¿no pasa lo mismo con la existencia humana?

Miréme, y lucir vi un sol en mi frente.

Góngora, "Fábula de Polifemo y Galatea"

Por estos días he escuchado mucho, también con mucho deleite, las grabaciones de un curso que dio Eduardo Casar hace cosa de 1 año a propósito de "Muerte sin fin", el poema de José Gorostiza, y "Piedra de sol", de Octavio Paz. La característica común de ambas composiciones es su extensión, que en literatura merece un lugar especial en la medida en que un “poema de largo aliento” casi siempre requiere de un esfuerzo poético notable, de capacidad, talento y conocimiento de la tradición poética, requisitos que se cumplieron a cabalidad tanto en Gorostiza como en Paz.

Entre los varios comentarios que hace Casar a las estrofas de "Muerte de sin fin", hay uno en particular que hoy llamó más mi atención y sobre el cual quise escribir. Hacia la mitad de su curso, cuando arriba a la estrofa del poema (VIII) que contiene estos versos:

espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose

Casar comienza a hablar de la recurrencia que tuvo la figura de Narciso dentro del grupo de poetas conocido como “los Contemporáneos”, entre los cuales se encontraban el propio Gorostiza, Jorge Cuesta, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia y otros. Dice Casar que “los Contemporáneos tenían la idea de Narciso como un sinónimo de poesía porque el poema refiere constantemente a sí mismo por la manera en que está escrito”. Esa autorreferencia propia de un poema, continúa el profesor universitario, se debe a su forma, a que casi siempre, cuando como lectores nos acercamos a uno, lo primero que observamos es cómo está escrito

Casar, es cierto, no desarrolla del todo la idea, pero en mi caso esta sugerencia me llevó a pensar que, en efecto, el poema bien puede considerarse como una especie de objeto “consciente de sí” o que de alguna manera genera esa ilusión de conciencia. Mi idea es que ese espejismo surge porque como lectores nunca podemos perder de vista que estamos frente a un artefacto del lenguaje, un artificio, un objeto entre los objetos que tiene cualidades por las que se distingue mucho más que los demás entre los demás. Podemos ver una película o leer una novela y por un momento, un instante único de debilidad de la conciencia, sentir que vivimos esa realidad que se proyecta en la pantalla o en las páginas de un libro –como sucede, por poner dos ejemplos en los que este recurso se utiliza con evidencia, en La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985) y en La mano de la buena fortuna (Goran Petrovic).

No así con la poesía, en cuyo texto siempre nos sentimos si no en incomodidad, sí al menos en extrañeza, en una zona del idioma que creíamos nuestro, conocido, familiar, y que no obstante, al leerlo o escucharlo, nos deja con la sensación de que sin dejar de ser nuestro, sí ha dejado de ser asequible. ¿Es el español de "Muerte sin fin" el mismo que cualquiera de nosotros habla todos los días? Sí y no. Es el español que se encuentra en el diccionario, es un código que cualquiera de nosotros, hispanohablantes, puede descifrar. Pero no es, ciertamente, el que usamos con nuestros amigos o en el trabajo, no es el que utilizamos para comprar un pan o hablar con nuestra pareja. No seriamente. No sostenidamente. ¿Quién, fuera del artificio de la ópera, habla con su amante en vibrato y recitativos? Algo equivalente sucede, me parece, con la poesía.

Es esta sensación de extrañeza persistente la que provoca dicha ilusión de conciencia. ¿Un poema puede ser consciente de sí? No, claro, pero sí puede ser autorreferente, en varios niveles. El consciente de sí es el lector, en al menos un doble sentido: consciente de su existencia y consciente de su lectura. Sin embargo, en ese juego de espejos, de pronto puede parecer que un poema “ya puede estar de pie frente a las cosas”, como el agua en cierto momento de "Muerte sin fin". El poema –en especial si es de largo aliento– genera casi natural o inevitablemente una lógica propia, cierta dinámica que en no pocos casos lleva el signo de la recurrencia, de la reflexión sobre sí (también en sentido óptico), sobre lo ya escrito, sobre lo ya leído. Escribimos y no podemos dejar de pensar en lo que ya escribimos, lo mismo si leemos. En especial el texto poético siempre nos está devolviendo sobre sí mismo. Su exigencia de concentración, su construcción a partir de referentes de la propia poesía (¿cuánto de Sor Juana hay en "Muerte sin fin", cuánto de Góngora?), su tendencia hacia lo enigmático y aun lo ininteligible, son características por las cuales es casi obligado regresar, releer, desandar el camino, volverlo a andar, encontrar una vereda antes pasada por alto. Aunque nada de esto sea verdad. Aunque todo sea invención de la mente del lector.

Y es en este punto, creo, donde cabe mencionar a la conciencia humana. Si leer poesía nos lleva a releer lo ya leído, ¿no pasa lo mismo con ese verbo tremebundo que es vivir? ¿No pasa que vivimos y también, casi inevitablemente, la vida misma nos lleva a repasar nuestros hechos, nuestras decisiones, los lugares donde estuvimos y las personas conocidas? Se dirá, quizá, que la diferencia estriba en que podemos releer un verso pero no revivir una situación. Pero esto es inexacto. Como el río de Heráclito, bien puede decirse que nadie se baña dos veces en el mismo verso, pues aun con una única, incomprensible lectura, ni yo ni el verso somos el mismo. "El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río".

En una propuesta arriesgada que combina teoría de sistemas y neurociencia, Douglas Hofstadter sostiene que la conciencia es una ilusión de la capacidad de autorreferencia que desarrolló, evolutivamente, el cerebro humano. De todas las especies que habitan este planeta, somos la única que puede mirarse al espejo diariamente y a cada momento contarse un fragmento de la historia de sí –y en ese rasgo se encuentra el misterio de la condición humana.

¿Y si nosotros también fuéramos como poemas? ¿Qué si cada uno de nosotros fuera, como "Muerte sin fin", un poema que está siendo escrito cada día, incansablemente, con el correr de los años? ¿Qué si somos artefactos de un lenguaje que nos supera y que sólo por volver sobre nuestros “pasos de un peregrino” somos capaces de contar, a nosotros mismos y a los demás, la historia de nuestra factura?

 

Twitter del autor: @juanpablocahz