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¿Y si el color fuera un proceso y no un estado o una propiedad? ¿Está el color en la materia, en el cerebro o en los dos al mismo tiempo?

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Cada color vive su propio misterio.

Wassily Kandinsky

La naturaleza del color es tan fascinante como confusa. Que probablemente sea una propiedad de la luz y no de la materia, pero que a la vez actúe como uno de los principales distintivos de lo material, dota al color de una esencia casi paradójica. Por eso, ante la pregunta: ¿en verdad existe el color?, cualquier respuesta es por lo menos difícil –si no es que siempre insuficiente. 

Desde hace siglos la percepción del color ha provocado numerosos debates filosóficos y científicos sin arrojar, hasta ahora, una conclusión del todo convincente. En su recién publicado libro Outside Color, la profesora de la Universidad de Pittsburgh, M. Chirimuuta, hace un recuento histórico de estas discusiones y distingue las dos posturas que han protagonizado la porfía. De un lado tenemos la perspectiva "realista" (de acuerdo a un modelo escolástico o aristotélico), que afirma que el color es simplemente eso que podemos percibir como tal; mientras que en la esquina opuesta se defiende la noción de que el color depende de la percepción y no existe por sí mismo, o como dice Malcolm Harris en su artículo "Does Color Even Exist?", si un árbol cae en el bosque y nadie lo está observando, entonces esa escena estaría ocurriendo en blanco y negro.

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Pero si el color es algo inherente a los objetos, como afirman los escolásticos, entonces el reto está en ubicar en dónde y por qué. Y si, en cambio, el color se encuentra solo en nuestro cerebro, las preguntas son, curiosamente, las mismas. En ambos casos las respuestas no son del todo claras. En cuanto a la primera postura, a pesar de los múltiples intentos de la ciencia por reducir el color a longitudes de onda estos terminan siempre evidenciando limitantes o contradicciones. "Si fuera así de simple entonces los colores, tal como los observamos, debieran corresponder con lo que se conoce como reflectancia espectral de superficie, que se puede medir con un receptor digital", argumenta Harris. En lo que se refiere a la segunda, existen al menos un par de modelos (la tricromacia y los procesos oponentes) para intentar explicar cómo es que el color existe en nuestro cerebro. Sin embargo, también demuestran inconsistencias y carecen de suficiencia.  

"De entre todas las propiedades que los objetos parecen tener, el color flota inquietamente entre el mundo subjetivo de la sensación y el mundo objetivo del hecho", dice Chirimuuta. Y es precisamente esta dualidad la que dificulta la posibilidad de asirlo racionalmente y concluir su verdadera naturaleza. En este sentido el color es algo tan cotidiano como, potencialmente, surreal; se desliza con ligereza entre lo tangible o consensual, y lo esquivo e inabarcable.

Harris señala que en Outside Color se propone una virtual salida, casi lúdica pero viable y bien planteada, que consiste en tratar al color como un proceso y no un estado –una propiedad más adverbial y menos adjetiva. Si percibimos al color no como algo fijo, independientemente de que esté en nuestro cerebro o en la materia, sino como una acción o una propiedad en moción, entonces no lo limitamos al plano del pigmento, pues también incluimos ya variables que parcialmente lo determinan, tales como el movimiento (cuando haces girar una rueda con varios colores resulta en blanco) o la profundidad (los objetos a larga distancia tienden a azularse). "El color no es un objeto de la vista sino una forma de ver las cosas", dice Chirimuuta . 

Así que sin más ánimo de revolcarnos en premisas filosóficas o análisis técnicos, podríamos concluir, al menos por ahora, que el color es algo real pero alterable, inestable. Quizá precisamente su perpetuo cambio es lo que lo hace un espectáculo tan delicioso para nosotros. Quizá sea solo algo para disfrutarse y no explicarse, algo con lo que David Hockney parecía estar de acuerdo cuando concluía "yo prefiero vivir en color". 

Twitter del autor: @ParadoxeParadis