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El poder de Kardashian sobre su propia imagen es incluso un golpe revolucionario "a la historia de la propiedad masculina de las imágenes de la mujer"

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Existe un complemento para Chrome y Firefox que te permite eliminar de tu navegador todo lo relacionado con Kim Kardashian. Pero aunque hagamos como que no sepamos bien quién es o qué hace exactamente para ser tan famosa, lo cierto es que su millonaria imagen es una presencia incesante no sólo en internet sino en televisión también: su reality show Keeping Up with the Kardashians va por la décima temporada, y ha logrado consolidar una sólida marca de ropa, perfumería e incluso videojuegos móviles (Kim Kardashian: Hollywood ha recaudado 1.6 mil millones de dólares desde su lanzamiento).

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Un breve retrato de "Kim K": reina/inventora (según algunos) de la selfie, estrella de las redes sociales (+32 millones de followers en Twitter e Instagram) y, según otros, un ruido visual, un subproducto engorroso y culposamente deseable de la era de la información. La publicación del libro Selfish (juego gráfico-sonoro entre "selfish", egoísmo, y selfie, en una de cuyas presentaciones fue increpada por defensores de los animales), donde se exponen más de 300 fotos, sólo incrementará su influencia y sus legiones de imitadoras que copian, consciente o inconscientemente, sus poses, gestos, filtros, en fin, su duckface.

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Este fenómeno puede dar pie a interpretaciones que no carecen de interés. Según la muy entusiasta reseña de Reuven Blau, el poder de Kardashian sobre su propia imagen es incluso un golpe revolucionario "a la historia de la propiedad masculina de las imágenes de la mujer", desde la tradición de "musas" hasta la objetificación radical. Contrastado con aquello que decía Virginia Woolf sobre la imagen ("la publicidad en una mujer es detestable"), "el genuino logro de Kardashian puede ser que se ha convertido en una productora exitosa y propietaria de su propia imagen, y de su imagen nada más". Pero ha sido esa capacidad de resiliencia (de identificación con el capitalismo o de cooperación sin fronteras) la que le ha permitido capitalizar su imagen incluso en el contexto de las filtraciones de desnudos y sex tapes, otra socorrida fuente de celebridad.

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La publicación de este libro aparentemente tan ocioso nos permite pensar también en la relación entre las tecnologías y la representación de la imagen de una forma inesperada, pues las primeras imágenes que se incluyen datan de 1984 y fueron tomadas con una cámara desechable. Una subtrama que puede seguirse fácilmente en el libro es la de las cámaras fotografiándose a sí mismas, como si además de ser un recorrido por las diferentes versiones que Kim K presenta de sí misma, sus dispositivos electrónicos contaran la historia secreta del pixel, la edición rápida e incluso aspectos como el tono, iluminación y composición, que resultan después en modelos a seguir para su larga cohorte de admiradores. Su tipo de cuerpo (nuevo prototipo de Venus) y la manera de presentarlo conforman ya un nuevo tipo de mujer (que no un tipo de sujeto) al que se dirigen los esfuerzos de los publicistas y mercadólogos: identificarse con la celebridad es, en nuestros días, asumir un lugar en la cadena alimenticia del consumo.

Drew Millard de Vice escribió sobre el lugar privilegiado que tiene Kim K para generar cambios positivos en su zona de influencia (y no estamos solamente hablando de su trasero): si su tracción mediática se debe, entre otras cosas, a su éxito en redes sociales, resulta un buen signo que ella utilice su fama para atraer interés sobre temas de salud mental en la era de las redes sociales.

En una vieja historia contada por Ovidio, el cazador Acteón observa (casi) sin querer a Diana mientras esta toma un baño junto a sus ninfas. En el mismo instante, sabe que ver a los dioses desnudos constituye una tremenda insolencia, por lo que echa a correr. La diosa lo alcanza y, por haberla visto sin su autorización, lo convierte en ciervo. Los perros de Acteón, creyendo que se trata de una presa, corren tras de él y le dan muerte. La moraleja es que, en los viejos tiempos, los mortales tenían prohibida la contemplación del rostro de los dioses; durante siglos los emperadores eran figuras semiocultas y enigmáticas que se presentaban en público sólo bajo estrictas medidas de seguridad (lo que no ha cambiado mucho).

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El hecho de que la celebridad de una persona en nuestros días dependa del grado de exposición que está dispuesta a ofrecer al público sobre su vida privada, sólo indica que ya no somos sujetos que pueden hacerse cargo de la mirada que depositan en el otro: el sujeto ha desaparecido de la selfie: sólo queda la fantasmagórica imagen de los smartphones retratándose interminablemente a sí mismos. El abismo de la cámara transformada en ojo.