¿Qué dice el teorema de Pitágoras? ¿Cuántas maneras hay de demostrar el teorema de Pitágoras? ¿Cómo demostrarías el teorema de Pitágoras?
La más frecuente de estas preguntas en la escuela es la primera: ¿Qué dice el teorema de Pitágoras? Como si su conclusión fuera su valor. Una pregunta que se satisface con la respuesta: la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa.
Es la pregunta más frecuente porque es la más escolar de las tres preguntas. Es escolar porque pregunta por una información. Es escolar porque conoce de antemano la respuesta. Es escolar porque no abre nada ni dispara ningún proceso constructivo. Tampoco abre debate. Es una pregunta de respuesta constatable, como le gusta a la escuela.
Pero es una pregunta inútil. No sirve. Las preguntas escolares no sirven.
Lo útil del teorema de Pitágoras en una escuela de hoy, 2014, es el proceso de razonamiento y de construcción que él podría proponer.
Ya sería un paso trabajar con la segunda pregunta: ¿Cuántas maneras hay de demostrar el teorema de Pitágoras? No lo sería si la respuesta fuera “una”; lo es porque la respuesta es que hay varias decenas de maneras de demostrar que la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Esa pregunta es útil porque nos muestra que demostrar el teorema no es un ejercicio de repetición, sino de construcción y de modelos de construcción.
Pero definitivamente la tercera pregunta es la más productiva de todas; la menos escolar y la más fértil de las tres. Nos manda a proponer, a construir, a pensar, a reapropiarnos del fascinante proceso de invención.
Si nuestra construcción es original o si ya fue realizada, tal vez hace miles de años, no importa; lo que importa es que sea genuina, que surja del entusiasmo y de la emoción de reconocer la capacidad de hacer. Ese proceso enseña, de ese proceso se aprende. Eso es lo que la escuela debe enseñar. Esa es una escuela formativa. Eso es lo que sirve.
Pensemos en los poliedros regulares. Aquellos que fascinaron a Platón y a Leonardo, quien los dibujó y los construyó con perfección y con deleite. La escuela debería lograr que los alumnos entendieran por qué esos poliedros podrían fascinar. Ese debería ser el punto de partida: poner en evidencia su capacidad de fascinar. Platón y Leonardo pasmados ante los poliedros regulares debería ser nuestra puerta de entrada a la geometría; el por qué de esa fascinación.
A los poliedros no hay que simplemente mirarlos, hay que “leerlos”, es decir hay que entender sus distintos modos de interpretación, que son también modos de construcción; sólo así hacen sentido; sólo así nos ingresan en el conocimiento; sólo así se hacen imborrables; sólo así se muestra su radical polisemia.
Pero la escuela no lo hace. Ni sabe que no lo hace.
La escuela no entiende para qué sirve la geometría y se vuelve, entonces, inservible ella. La escuela no entró en la geometría. Como el periodismo, sólo da cuenta de ella, desde fuera. La informa, pero no la experimenta. La transmite, pero no la produce. La divulga, muerta. Hace algo así como historia o crónica de la geometría. No hay geometría en las escuelas. Hay –y mala en general-- apenas información de geometría.
No dejemos de decir también que ese espíritu “geométrico” recalifica, por añadidura, las prácticas del dibujo, reconociéndolas como integración y como deslinde entre la consistencia lógica y el vuelo poético. El dibujo también está ausente de la escuela. La escuela no comprende el valor constitutivo del dibujo, no como práctica artística específica, sino como práctica básica de apropiación y construcción del mundo. Así como hablar y escribir son básicos, también mirar y dibujar. Pero la escuela no alfabetiza en dibujo. Pierde la oportunidad de reclasificar el estatus constitutivo del dibujo en la formación de sus alumnos.
El dibujo, en la escuela, es obra, realización artística, fin en sí mismo. O es recreo, relax. Pero nunca es ejercicio de aproximación; estudio; modelo de apropiación; análisis.
Nos debatimos encendidamente y creemos haber llegado a una gran conclusión cuando nos dijimos que la geometría debía entrar en la escuela por la experiencia, de la mano de ejemplos de la vida real. El cuadrado –entonces-- se volvió ventana; el círculo, la fuente; el óvalo la carpeta del comedor y el cono, un helado. Y nos creímos que estábamos dando un gran paso didáctico; que ahora sí la geometría entraba en la vida del niño y se volvía útil para él. Como el álgebra cuando ayuda a calcular el vuelto en la panadería…
Nos olvidamos que la geometría es una ciencia abstracta y vale por eso. Que el triángulo no es una evidencia fáctica, sino consecuencia de los axiomas de la geometría. Negamos, a cuenta de ese realismo pedante que gobierna el mundo pedagógico, el origen y el sentido del saber abstracto de la matemática.
La escuela no enseña los axiomas. Pero mucho más, no sabe convivir con el concepto de axioma. Axioma no es evidencia, es premisa. “Lo que parece justo”, que no es lo mismo que evidente y constatable. El triángulo no es constatable. Lo importante de los axiomas son dos cosas: no son demostrables ni constatables y deben ser fecundos, es decir, posibilitar el desarrollo de teoremas, o sea, múltiples consecuencias de esas premisas.
Pero la escuela no entiende cómo es eso de que se parte de lo que no se constata. Ella es fáctica, fenomenológica, además de positiva. Ella no sabe de saberes abstractos; se lleva mal con las premisas. Quiere evidencias, y por eso no sale de sus gastados círculos concéntricos.
Twitter del autor: @dobertipablo