Hace tiempo, en septiembre de 2009, fui con un par de amigos al Foro Sol para ver jugar a los Diablos. Recuerdo la fecha con tanta precisión, entre otras razones, porque pocas semanas antes se había celebrado el Mundial de Béisbol en ese mismo parque, torneo en el que el equipo mexicano tuvo un desempeño más bien mediocre a pesar de dos o tres condiciones que parecían, de inicio, favorables para superar al menos la primera ronda de clasificación.
En aquel partido contra los Sultanes, en alguna de esas entradas intermedias del béisbol mexicano en que la emoción por lo que hacen o dejan de hacer los jugadores disminuye un poco, pedí a uno de mis amigos, el de afición deportiva más sólida, su opinión sobre el entonces reciente fracaso nacional. México no avanzó, me dijo, porque nadie quería batear sencillos, todos se creían capaces de grandes batazos, de home-runs que dieran la vuelta al marcador, el que bateaba quería convertirse en el héroe que salvara de último minuto la inminente derrota del equipo.
Traigo a cuento esta anécdota por la marcha a la que convocó Javier Sicilia hace unos días y que se efectuó ayer seis de abril y, en especial, por las opiniones escépticas o francamente contrarias que pude leer y escuchar sobre la misma. Opiniones que bien pueden resumirse en una pregunta que admite variaciones: ¿Para qué hacerlo?
Supongo que el rechazo de estas personas se basa en la certeza de que gestos y manifestaciones de este tipo son rotundamente inútiles, que si estos actos generan algún impacto éste es ínfimo y prácticamente imperceptible. Y la verdad es que no se equivocan. No se necesitaron los dones del profeta o del visionario para afirmar que antes de la marcha la situación del país sería más o menos la misma que después de la marcha. Del mismo modo, bastó asistir a la de la Ciudad de México —una marcha discreta, desangelada, inferior en varios aspectos a lo esperado o lo deseado— para darse cuenta de que sus asistentes no seríamos testigos de un momento crucial de la historia patria, de que esa noche ningún régimen caería ni ningún rey sería capturado como un ladrón que huye amparado por las sombras y el caos y que después es llevado por la muchedumbre al pie de la guillotina.
Si todavía resulta admisible hablar del “carácter nacional”, de ciertos rasgos compartidos que unifican algunas actitudes del mexicano en situaciones muy específicas, quizá pueda señalarse la tajante radicalidad con que juzga una opinión o un suceso que contradice sus creencias más personales. Para muchos no existe otro marco de comprensión más allá del folclórico volado: águila o sol, todo o nada. Así, una marcha como la de ayer debe resolverlo todo en esa ocasión única; si no es así, mejor no hacer nada. Lo mismo para las personas que encarnan dichos eventos: es común escuchar que se exija de los manifestantes una actitud recta en todos los ámbitos de su vida, una congruencia férrea entre la prédica y las acciones; cual santos en camino a la perfección, se les presume observantes de todas las leyes existentes, las escritas y las no escritas, y ay de ellos si se atreven a comprar un disco pirata o a sonar el claxon indiscriminadamente, a beber una coca-cola o comprarse unos converse, porque entonces todas sus proclamas se vuelven polvo y su reputación queda reducida a la nada.
Tal vez la marcha de ayer haya sido una buena oportunidad para empezar a comprender que los cambios que duran no son cosa de un día, de un batazo, de una rebelión que levanta en su violencia a los pocos que se retrasan en la superficie. Tal vez esta marcha nos permita entrever las posibilidades del esfuerzo colectivo realizado entre iguales, entre personas, débiles y temerosas y desconfiadas, las diferencias positivas de esa hipotética comunión frente a la estéril esperanza en la renovación repentina, milagrosa, arrostrada por un solo hombre, que tanto caracteriza nuestro comportamiento político.
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