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El contenido y las acciones de los "creadores de contenido" de TikTok e Instagram pueden ser considerados formas de "soft porn" y quizá deberían ser prohibidos en los lugares más sagrados y hermosos del mundo

En tiempos recientes en algunos lugares de la India, Nepal y otros países asiáticos se pueden ver letreros que dicen expresamente: "TikTok está prohibido". Desde hace mucho tiempo en los lugares más sagrados, al interior de los templos, donde se produce el darshan, no se permite tomar fotos ni, mucho menos, videos de TikTok. Pero ahora empieza a prohibirse también hacer videos de TikTok o tomarse elaboradas selfies alrededor de los templos, pues es visto como una falta de respeto. Sin embargo, sólo en algunos sitios esto está prohibido. En otros suelen verse grupos de jóvenes grabándose, haciendo movimientos de baile, fingiendo cantar, tomando posiciones graciosas o más bien ridículas -viviendo en una burbuja, sin ser conscientes de las demás personas y del espacio en el que están-. 

Quienes hacen esto -y son muchos- usualmente están extremadamente preocupados por su propia apariencia, visten de manera espectacular o sexualmente atrevida y hacen movimientos que pueden resultar obscenos o provocativos. Hay que recordar que en muchos templos, en países como Tailandia, la India o Myanmar, entre otros, no se permite entrar con vestidos cortos ni con escotes, y a veces ni siquiera con pantalones cortos. Los escuadrones de influencers, sin embargo, por todas partes buscan violar estas normas para tomarse esa foto increíble en el lugar prohibido (en algunas ocasiones entran ilegalmente a los lugares sagrados e incluso hay quien ha tenido sexo para subir las imágenes a las redes sociales, no en búsqueda de una experiencia numinosa sino de más likes). Consideran que las normas son anticuadas, propias de sociedades retrógradas que no tenían una tecnología tan increíble como TikTok. Se asumen como "creadores de contenido", los artistas de nuestra época. Aunque les queda una pizca de admiración estética por la belleza que sólo se encuentra en sitios así (pues la sociedad teconcientífica no tiene la dedicación para crear algo similar), al estar dislocados de la atención y reverencia necesarias para crear y reconocer cabalmente esa belleza, son intrusos que perturban estos espacios. Son una ola de vulgaridad que choca con los valores tradicionales e introduce una especie de ruido que dificulta la preservación estética de los lugares, relacionada siempre con formas canónicas, solemnes y sancionadas por un núcleo de artistas, sacerdotes o élite intelectual.

Hace un par de años un fotógrafo danés subió imágenes a las redes sociales en las que aparecía teniendo (o simulando tener) sexo sobre una pirámide en Egipto.

Esto no sólo ocurre en templos sino también en playas, cascadas, montañas, parques nacionales, miradores, museos y demás. Las personas que van a tener una experiencia no mediada, que sólo quieren disfrutar del espacio en sí mismo, suelen tener que esperar a que los que se están tomando una selfie o haciendo un video dejen de acaparar el espacio y de bloquear el paso. El mundo entero parece haberse convertido en un campo cuya máxima finalidad es proveer un buen fondo para una selfie o un baile gracioso o sexy.  

No se toman fotos (al menos en muchos casos) porque se quiera recordar el lugar o se tenga una genuina apreciación por su belleza, sino para presumir a los demás que se estuvo allí. Y ciertas imágenes, si son hábilmente usadas, pueden hacer que los perfiles de las redes sociales otorguen beneficios económicos, de estatus o de coeficiente sexual. 

Esta es una situación digna de alarma para las sociedades tradicionales, en las que aún se tiene el cuidado y el amor requeridos para considerar que ciertos sitios son especiales pues encierran fuerzas numinosas y son medios no para crecer en las redes sociales sino experiencialmente, a través de la purificación y el encuentro con lo que Rudolf Otto llamó el mysterium tremendum. Puede llegar a ser escandaloso, aunque no infrecuente, ver en estos espacios a una persona devota, rezando, haciendo una ofrenda, conmocionada en su fe y en un estado de oración, teniendo que competir por el espacio con un turista o un grupo de adolescentes desarraigados, absortos en sus pantallas y distraídos del mundo que los rodea, ocupando el espacio y destruyendo la solemnidad y el silencio de manera egoísta. Sus actitudes son las de un mercenario en relación al lugar: lo explotan, extraen la riqueza que tiene y lo abandonan sin ofrecer nada a cambio (que no sea el costo de un boleto), sin reconocerlo y sin entrar en diálogo. ¿Acaso lo que hacen no puede considerarse una especie de contaminación ambiental, o una forma de soft porn tanto literal como simbólicamente (una prostitución o profanación del espacio)?

La única razón por la cual estos comportamientos y estos contenidos no son considerados obscenos es porque no se tiene respeto por la belleza de la naturaleza y por los espacios religiosos y artísticos como algo con un valor contemplativo absoluto, que merece cuidarse y es sagrado. Estos sitios son catalizadores de lo mejor del espíritu humano y, por lo tanto, deben mantenerse puros: libres de elementos que alteren su armonía estética y libres de actitudes que demuestran un orden "profano", utilitario, irreverente. Que actualmente se permita que todas las actividades sociales estén permeadas por las redes sociales y la tecnología en general es un síntoma indudable de una forma de nihilismo. Es el nihilismo propio de la secularidad materialista y utilitaria, que no reconoce nada más allá de su propia naturaleza desencantada. Como dice la famosa frase: "nada es sagrado; todo está permitido". 

El contraste de estas actividades con los actos de orden sagrado es aún mayor porque las redes sociales -y no sólo Instagram y TikTok- se alimentan de producir estados mentales y emocionales groseros, o lo que en el budismo se conoce como kleshas. Estas redes fomentan la lujuria, el apego, la envidia, la ira y la ignorancia (en sus diversos modos: la desinformación, la distracción, la confusión, etc.). Tales aflicciones son la linfa vital que las mueve aunque se disfrazan de placer, aspiración, autosuperación y aprobación. 

Por todo lo anterior, debe considerarse la posibilidad de prohibir grabar videos de TikTok y tomarse selfies en templos y en atracciones turísticas y lugares sagrados. Algunos sitios ya lo hacen; así ganan autoridad y demuestran su autenticidad y compromiso con valores distintos a los de la sociedad secular capitalista. Por supuesto, para los sitios que viven de los turistas esto puede ser difícil al menos al principio, pues muchos turistas ya sólo van a estos lugares para tomarse fotos de Instagram o cosas por el estilo. Sin la posibilidad de la operación fotográfica, el lugar pierde encanto. Pero esto habla del profundo desencantamiento -o mal-encantamiento- que padece el individuo moderno, que ya no vive para experimentar la realidad en todo su posible esplendor inmediato sino para su reproducción o simulación, buscando satisfacer los reclamos de la sociedad -lo que Platón llamaba la Gran Bestia- a la cual quiere mimar produciendo más imágenes de sí mismo, iteraciones que complacen al "rebaño" para conseguir el santo grial secular: la notoriedad; la pueril necesidad de la mirada que aprueba: ser para ser vistos.


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Imagen de portada: The Post and Courier