¿Por qué ha sido tan difícil dejar de hacer reuniones y fiestas en pandemia?
Sociedad
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 04/15/2021
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 04/15/2021
Como es sabido, desde que la pandemia de covid-19 fue declarada, la mayoría de las autoridades de salud en todo el mundo, tanto de gobiernos nacionales como de instituciones internacionales (como la OMS), recomendaron como una de la principales medidas preventivas para evitar contagios la “distancia social”, que en otros ámbitos fue después llamada “distancia física”.
En términos generales, el elemento fundamental de esta medida es conservar una distancia de al menos 1.5 metros con respecto a otra persona. Lo cual, según la literatura científica al respecto, es suficiente para evitar un contagio de coronavirus (y, de hecho, de otros agentes patógenos que se transmiten por vía aérea y desde los aerosoles que se pueden emitir por boca y nariz).
Sin embargo, dado que nuestras sociedades están construidas evidentemente sobre la interacción con otros (la cual es en muy buena medida física), dicho principio tuvo derivaciones importantes en prácticamente todos los ámbitos de acción humana. La restricción del tráfico en la vía pública, el cierre de negocios considerados no esenciales o la reducción en el aforo permitido en determinados lugares (restaurantes, supermercados, etc.) son, por ejemplo, algunas medidas pensadas para garantizar que la “sana distancia” entre las personas se conserve.
Todo esto por lo que respecta al espacio público donde, en efecto, todos somos sujetos de una regulación común que, al menos en teoría, estamos obligados a observar.
En el ámbito privado, sin embargo, la historia ha sido completamente diferente. Si bien hay personas que han transcurrido toda la pandemia intentando reducir al mínimo su contacto con otros, en muchos casos lo común ha sido más bien lo opuesto. En todos los países del mundo se han presentado casos que van desde fiestas multitudinarias (y obviamente clandestinas) celebradas lo mismo en bares “cerrados” que en casas opulentas, hasta esas reuniones más modestas, quizá de menos de una decena de asistentes, las cuales sin duda cualquiera de nosotros ha notado al menos una vez en los últimos meses. Además, la pandemia tampoco ha estado exenta de celebraciones de bodas, cumpleaños, graduaciones y otros eventos similares, en esos casos también con la concentración de invitados que van de “unos pocos” a una fiesta en toda forma.
Aunque por supuesto hay diferencias importantes entre una reunión de cien o más personas concentradas en un bar cerrado y, digamos, una cena de cinco o seis amigos que no se han visto en meses, en cualquier caso el fenómeno plantea la pregunta sobre la dificultad del ser humano para reducir o de plano evitar la interacción física con otros, incluso en una situación como la actual o, para decirlo con otras palabras, incluso cuando el peligro latente de un contagio de covid-19 se cierne, literalmente, en el aire.
Entre otras motivaciones que explican dicho problema se encuentra sin duda el hecho simple de que, como se ha dicho desde Aristóteles, somos “animales sociales”, esto es, seres que históricamente hemos vivido en comunidad, desde siempre.
Esto es importante porque aunque pueda parecer obvio, tiene implicaciones significativas en prácticamente todos los ámbitos de nuestra vida. Si lo pensamos un poco, casi no hay nada que no hagamos con otros, desde la cuna hasta la sepultura, para decirlo coloquialmente.
Sin embargo, un rasgo singular de la pandemia de covid-19 ha sido que alzas importantes en el número de contagios han ocurrido un par de semanas después de festejos socialmente importantes como la Navidad, el Día de Gracias (en Estados Unidos), la celebración del Año Nuevo en China, entre otros.
Esta circunstancia es significativa porque a la afirmación elemental de que somos “seres sociales” habría que añadir un matiz sumamente elocuente: a juzgar por el tipo de celebraciones referidas, es posible decir también que somos “seres de rituales”. Es decir, seres que cultural y socialmente estamos habituados a realizar prácticas asociadas con algún tipo de periodicidad, que congregan y que además están asociadas a significantes que al mismo tiempo nos trascienden y tienen también una dimensión muy íntima, vinculada casi siempre a la historia de vida y la formación subjetiva de una persona.
De ahí que sea tan intolerable para algunos perderse la cena de Navidad, por ejemplo, o no salir de vacaciones en Semana Santa. Cuando se trata de eventos con los cuales asociamos emociones placenteras, recuerdos entrañables y expectativas positivas, es casi imposible frenar el impulso humano por hacer eso que desea y que alguna vez se disfrutó, aun cuando, en circunstancias presentes, ello implique ir en contra de medidas restrictivas como la de evitar reuniones con otras personas.
La intención de esta explicación no es justificar dichas prácticas, sino sólo arrojar luz sobre un fenómeno que a primera vista puede parecer contradictorio y hasta incomprensible. No basta con pensar que las personas que hacen reuniones son ignorantes o actúan por dolo. Como vemos, se trata de un comportamiento más complejo en donde se cruzan factores sociales, históricos, culturales y subjetivos. Para entenderlo es necesario considerar esas variables. De otro modo, sólo estaremos repitiendo un prejuicio.
Imagen de portada: Fiesta callejera en Nørrebro, Copenhague, con la policía (en el centro) diciendo a la gente que se vaya debido a las restricciones. FunkMonk, CC BY-SA 4.0