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Compartimos la traducción íntegra del texto publicado recientemente por Michel Houellebecq a propósito del fin de la cuarentena en Francia

En Europa, la pandemia del nuevo coronavirus parece haber cedido (al menos de momento) y la mayoría de los países han dado por terminado el periodo de confinamiento en el que se instó a la población a reducir al mínimo su movilidad en el espacio público (hasta ahora esta medida, si no la más eficaz para frenar la transmisión masiva del virus, sí es al menos la más adoptada por los autoridades sanitarias en todo el mundo con dicho propósito). 

En ese contexto, el escritor francés Michel Houellebecq ha publicado un escrito en forma de carta en donde responde a las opiniones que han expresado algunos amigos y colegas escritores franceses durante este tiempo.

Con la acidez y la misantropía que caracterizan su estilo literario, el novelista da una radiografía breve y pronta de la realidad posterior a la pandemia. Su análisis –elaborado desde ese lugar que puede ser tan libre, tan preciso y también tan obligado a la responsabilidad que es la subjetividad del escritor– está dominado por un cierto tono pesimista que nace de una contradicción que Houellebecq ve en esta amenaza: aunque banal, tiene al mundo en vilo; aunque sosa, ha sido mortífera; aunque mortal, no ha hecho más que disimular aún más la muerte.

Compartimos a continuación la traducción del texto íntegro, según fue publicado el 4 de mayo pasado en el sitio de la emisora France Inter

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SÓLO UN POCO PEOR

Respuestas a algunos amigos

Hay que admitirlo: la mayoría de los correos intercambiados estas últimas semanas tenían, como primer objetivo, verificar que el interlocutor no había muerto ni estaba en proceso de morir. Pero cumplida esta verificación, se intentaba al menos decir cosas interesantes, lo cual no era fácil, pues esta epidemia ha triunfado en la proeza de ser tan angustiante como aburrida. Un virus banal, relacionado, de una manera poco prestigiosa, a oscuros virus gripales, de condiciones de supervivencia poco claras, de rasgos laxos, a veces inocuo y otras mortífero, ni siquiera sexualmente transmisible… en suma, un virus sin cualidades. Si bien esta epidemia ha provocado miles de muertes todos los días en el mundo, ha generado poco más que la curiosa impresión de ser un no-acontecimiento. Por cierto que mis estimados colegas (algunos son, después de todo, estimables) no hablaron suficientemente de ello; prefirieron tocar el problema del confinamiento; a mí me gustaría aquí sumar mi contribución a algunas de sus observaciones.

Frédéric Beigbeder (de Guéthary, en la región de los Pirineos-Atlánticos). En cualquier caso, un escritor no ve mucho mundo, vive eremita rodeado de sus libros, el confinamiento no cambia gran cosa. Totalmente de acuerdo, Frédéric: al respecto de la vida social, esta no cambia casi nada. Solamente hay un punto que olvidas considerar (sin duda porque, viviendo en el campo, eres menos víctima de la restricción): un escritor tiene necesidad de caminar.

Este confinamiento me parece la ocasión ideal de zanjar una vieja querella entre Flaubert y Nietzsche. En alguna parte (he olvidado dónde), Flaubert afirma que uno sólo piensa y escribe bien cuando se está sentado. Nietzsche protestó y se burló (también he olvidado dónde), e incluso llegó a tratar a Flaubert de nihilista (todo esto ocurre entonces en la época en que Nietzsche había comenzando ya a usar esta palabra a diestra y siniestra). Él mismo, Nietzsche, había concebido todas sus obras caminando, todo aquello que no ha sido concebido caminando no tiene ningún valor, además él había sido siempre un danzante dionisíaco, etc. Sin que se me impute una simpatía exagerada por Nietzsche, debo reconocer, a pesar de todo, que en este caso es él quien tiene razón. Intentar escribir cuando uno no tiene la posibilidad, durante el día, de dedicar varias horas a una caminata a ritmo sostenido, se desaconseja vivamente: la tensión nerviosa acumulada no logra disolverse, los pensamientos y las imágenes continúan girando penosamente en la pobre cabeza del autor, quien se irrita –incluso enloquece– muy pronto.

Lo único que cuenta verdaderamente es el ritmo mecánico, maquinal, de la caminata, la cual no tiene, como primer propósito, inspirar nuevas ideas (aun cuando eso pudiera ocurrir, en un segundo momento), sino tranquilizar los conflictos generados por el impacto de las ideas nacidas sobre la mesa de trabajo (y es ahí donde Flaubert no estaba del todo equivocado). En tanto que él, Flaubert, nos habla de sus conceptos elaborados en las pendientes rocosas de la provincia nizarda, en las praderas de la Engandina, etc., Nietzsche divaga un poco: salvo si uno escribe una guía turística, los paisajes recorridos tienen menos importancia que el paisaje interior.

Catherine Millet (parisina de ordinario, pero por azar en Estagel, Pirineos-Orientales, al momento en que la medida de inmovilidad se presentó). La situación actual le hace pensar, con fastidio, en el aspecto “anticipatorio” de uno de mis libros, La posibilidad de una isla.

Sobre eso me dije que estaba bien tener lectores (al menos). Porque yo no había pensado en hacer la relación, si bien esta es del todo nítida. Además, si lo pienso de nuevo, es exactamente lo que imaginaba entonces a propósito de la extinción de la humanidad. En modo alguno una película espectacular. Algo más bien soso. Individuos viviendo aislados en sus celdas, sin contacto físico con sus semejantes, apenas algunos intercambios por computadora, yendo cuesta abajo.

Emmanuel Carrère (Paris-Royan; parece que encontró un motivo válido para trasladarse). ¿Nacerán libros interesantes inspirados por este periodo?, se pregunta.

Yo me lo pregunto también. De verdad me he hecho la pregunta, pero en el fondo creo que no. Sobre la peste tenemos muchas cosas: con el paso de los siglos, la peste le interesó mucho a los escritores. En cuanto a esto, tengo mis dudas. De inicio, no creo ni medio segundo en las declaraciones del tipo: “ya nada será jamás como antes”. Por el contrario: todo se quedará exactamente igual. El desarrollo de esta epidemia es incluso notoriamente normal. Occidente no es, para toda la eternidad y como por derecho divino, la zona más rica y la más desarrollada del mundo: se acabó todo eso, ya desde hace un tiempo, esto no es ninguna novedad. Si se examina, incluso en el detalle, Francia salió un poco mejor librada que España e Italia, pero menos que Alemania, y esto tampoco es una gran sorpresa.

El coronavirus, por el contrario, debería tener por resultado principal acelerar ciertas mutaciones en curso. Desde hace no muchos años, el conjunto de evoluciones tecnológicas –sean menores (video sobre demanda, pago sin contacto) o mayores (el trabajo a distancia, las compras por Internet, las redes sociales)– han tenido como consecuencia principal (¿o como objetivo principal?) disminuir los contactos físicos y sobre todo el contacto humano. La epidemia de coronavirus ofrece una magnífica razón de ser a esta tendencia insoportable: una cierta obsolescencia que parece afectar las relaciones humanas. Lo cual me hace pensar en una comparación luminosa que descubrí en un texto anti-PMA* redactado por un grupo de activistas llamado “Los chimpancés del futuro” (descubrí a estas personas en Internet; nunca dije que Internet no tendría más que inconvenientes). Los cito: “Dentro de poco, hacer niños uno mismo, gratuitamente y al azar, parecerá tan insensato como hacer autostop sin mediación de una plataforma web”. Compartir auto, compartir departamento… uno tiene las utopías que merece. En fin, pasemos.

Sería también falso afirmar que hemos redescubierto lo trágico, la muerte, la finitud, etc. La tendencia, desde hace un medio siglo hasta ahora, bien descrita por Philippe Ariès, ha sido disimular la muerte, tanto como sea posible; y bueno, nunca la muerte ha sido tan discreta como en estas últimas semanas. Las personas mueren solas en los hospitales o en los asilos, se les entierra de inmediato (¿o se les incinera? La incineración está más cerca del espíritu de estos tiempos), sin participar a nadie, en secreto. Muertas sin el más mínimo testimonio, las víctimas se reducen a una unidad en las estadísticas de los fallecimientos cotidianos; y la angustia que se propaga entre la población a medida que el total aumenta, tiene algo de extrañamente abstracto.

Otra cifra ha cobrado mucha importancia en estas semanas: la edad de los enfermos. ¿Hasta qué punto conviene reanimarlos y curarlos? ¿70, 75, 80 años? Eso depende, aparentemente, de la región del mundo donde uno viva, pero nunca, en todo caso, se había expresado con un impudor tan calmo el hecho de que no todas las vidas tienen el mismo valor; que a partir de una cierta edad (¿70, 75, 80 años?), es un poco como si uno estuviera ya muerto.

Todas estas tendencias, lo he dicho, existían ya antes del coronavirus: no han hecho más que manifestarse con nueva evidencia. No despertaremos, después del confinamiento, en un mundo nuevo: será el mismo, sólo un poco peor.

Michel Houellebecq


NOTAS

*Procreación médicamente asistida, o reproducción asistida. Un procedimiento de concepción debatido con especial interés en Francia en la segunda mitad de 2019, puesto en la agenda pública por Enmanuel Macron ya desde su campaña. El 27 de septiembre de ese año, la Asamblea Nacional francesa aprobó modificaciones a la ley de bioética que permiten a todas las mujeres del país acceder a procedimientos de reproducción asistida, sin importar su estado civil o su orientación sexual (hasta entonces, la reproducción asistida estaba restringida a parejas heterosexuales). (N. del T.)

 

Texto original: https://www.franceinter.fr/emissions/lettres-d-interieur/lettres-d-interieur-04-mai-2020​


Traducción de Juan Pablo Carrillo

 

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