La conexión entre el ojo, el Sol y Dios: de Platón a Goethe
AlterCultura
Por: Alejandro Martínez Gallardo - 03/05/2019
Por: Alejandro Martínez Gallardo - 03/05/2019
La percepción es deidad.
Thinley Norbu Rinpoche
Una de las frases más citadas de Goethe, la cual relumbra como un cristal en el Sol, es esta:
Si el ojo no fuera como el Sol, cómo percibiríamos la luz.
Una muestra de la ciencia poética del maestro del "empiricismo delicado", que basó su método en la intuición, en esperar a que el fenómeno se manifieste y, con él, aquello que lo subyace, el Urphänomen, la luz detrás de la luz que aparece, el arquetipo que se revela en la naturaleza. La frase, dice Goethe en la introducción a su Teoría del color, en realidad es de un viejo místico. Rudolf Steiner la vincula con una frase de Jakob Böhme, pero esto no parece muy preciso. Si se trata de un místico alemán, me recuerda una frase del padre de los místicos alemanes, Meister Eckhart: "El ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el cual Dios me ve". Una frase que tiene mucho que decirnos en relación a la cita de Goethe (pero más sobre eso después). En realidad la cita de Goethe es seguramente una adaptación de Plotino, otro príncipe de los místicos, quizás el más influyente en la tradición filosófica de Occidente. En una de las Enéadas (1.6.9) que recopiló su discípulo Porfirio leemos:
Ningún ojo jamás vio el Sol sin volverse solar, ni puede un alma ver la belleza sin volverse bella. Debes parecerte primero a lo divino y hacerte todo bello si quieres ver a Dios y a la belleza.
Que la frase de Goethe viene de Plotino es evidente cuando uno cita los versos completos de su introducción (ahora usando otra traducción):
¿Si el ojo no fuera como el Sol,
cómo veríamos el Sol?
¿Si no se encontrara en nosotros el mismo poder de Dios,
cómo podría lo divino deleitarse en nosotros?
El mismo Goethe leyó a Plotino cuando preparaba su Teoría del color, así que es evidente que su fuente es el filósofo neoplatónico egipcio. La misma idea fue expuesta de otra forma en las conversaciones que registró Eckermann con Goethe:
El alma [o espíritu] es como el Sol, que se ausenta del ojo mortal, pero que en realidad nunca desaparece, sino que incesantemente ilumina en su curso... La luz está sobre nosotros y el color nos rodea; pero si no tenemos luz y color en nuestros ojos, no podremos percibirlos en el exterior. Lo bello es un fenómeno que nunca es aparente en sí mismo, sino que es refractado en las miles de obras del creador.
Quizá Goethe difería de Plotino en considerar que la naturaleza era una fuente fidedigna de conocimiento, no una mera sombra de formas trascendentes, sino el mismo esplendor de lo divino que se manifestaba en el mundo y quizá en ninguna otra parte que en el mundo natural, pero ciertamente suscribía la noción antigua de la visión activa, no como mera receptividad del fenómeno, sino como una coparticipación. Pues el ojo para ver la luz debía ser luz también y nuestra capacidad de conocer y revelar el mundo en la conciencia era prueba de una semejanza divina, pues la divinidad era inteligencia pura y el cosmos, en su belleza y orden, era un reflejo de esta inteligencia. Para muchos filósofos antiguos el hecho de que el mundo fuera inteligible era evidencia de una inteligencia creativa divina -de la misma manera que una obra de arte apunta hacia un artista- y si el hombre era capaz de conocer la realidad, esto debía ser porque participaba en esa inteligencia: tenía una "chispa divina". ¿Si la divinidad es inteligencia o conciencia pura, no es la cognición prueba de la presencia de Dios en el hombre? Como dijo San Agustín "superior summo meo" pero también "interior intimo meo".
Para seguir trazando el origen de esta fascinante idea hay que remontarnos lógicamente al maestro de Plotino y al verdadero padre de la metafísica occidental, a Platón. En uno de los pasajes más famosos de La república, Sócrates le explica al hermano de Platón la idea del Bien en analogía al Sol (de aquí el famoso concepto del Sol del Bien, ¿código para el Dios de Platón?). Sócrates sugiere que existe una relación analógica entre el Sol, la visión y el ojo y, respectivamente, el Bien, la razón y el alma. De la misma manera que las cosas pueden apreciarse mejor cuando están iluminadas por el Sol (en lugar de por otras fuentes de luz en la noche), el alma posee razón (logos) cuando es iluminada por la verdad, por lo que es realmente, lo inmutable. Esto es lo que podemos llamar el alma solar, mientras que el alma nocturna o lunar es el alma que no alcanza el conocimiento y se basa en la mera opinión. Y de la misma manera que el Sol es la causa de la visión, el Bien es la causa del conocimiento. "Como el bien es en la región inteligible con respecto a la inteligencia y lo que es inteligido, así es el Sol en la región de lo visible con respecto a la visión y lo que es visto". Y más adelante, Platón dice: "de la misma manera que en la otra región es correcto ver a la luz y a la visión como similares al Sol, pero creer que son el Sol es incorrecto; así también, aquí sostener que estos dos [la verdad y el conocimiento] son como el Bien es correcto, pero creer que son el Bien no es correcto". Y sigue la analogía, pues "al igual que el Sol no sólo provee a las cosas el poder de ser vistas, sino también su generación, crecimiento y nutrición, sin ser en sí mismo generación", igualmente el Bien no sólo permite que las cosas puedan ser conocidas, sino que "su propia existencia y ser son resultado del Bien, aunque el Bien no es el ser, sino que está más allá del ser".
El profesor Hans Boersma comenta este pasaje en su libro The Beatific Vision: "No es coincidencia que Platón elija al Sol como objeto de contemplación para explicar la naturaleza del Bien. El conocimiento para Platón es el resultado de la iluminación; es participación en la 'luz' del Bien". El ojo participa en el Sol, en su naturaleza luminosa, para ver. El alma en el Bien, para saber. No es ciertamente Platón el primero en comparar la luz con el conocimiento, dicha relación parece perderse en el tiempo y aparecer en las más diversas tradiciones. Pero es ciertamente aquí que toma fuerza y se vuelve la metáfora preferida en nuestra cultura. Aunque quizá ni siquiera sea una metáfora (sino una presentación simbólica de la cosa en sí misma), pues tal vez de una manera profunda el ojo realmente sí sea como el Sol, guardando una identidad y una correspondencia, si bien no una misma esencia, una analogia entis, de la misma manera que se ha dicho que el ser humano es "una imagen de Dios". Y quizá, más aún, la conciencia y la luz sean secretamente una misma actividad, una misma energía divina. El término sánscrito prakāśa captura como ningún otro esto, significa tanto "luz" o "brillo" como "manifestación" o "fenómeno" (de la misma manera que fenómeno tiene una raíz que significa "luz" o "brillo"), pero el tantrismo shaiva, con su visión no-dual, entiende que todo lo que se manifiesta es conciencia y esa conciencia es la luz de la divinidad que es la propia expansión en la cual se produce el universo. Por eso prakāśa en esta tradición significa la "luz de la conciencia", o luminosidad-conciencia. Algo similar ocurre con la llamada "luz clara" del budismo tibetano. Este entendimiento, sin embargo, no será único de estas tradiciones, pues también en Occidente tenemos filosofías que enseñan la más alta unión mística y por lo tanto son no-duales. La unión del que conoce (el amante) con el objeto de conocimiento (el amado) es necesariamente no-dual y por lo tanto supone que la luz o el fenómeno en sí no será diferente a la mente o conciencia. ¿Acaso el Evangelio de Juan no nos habla también de una identidad entre un principio mental o racional y la luz? Pues "En el principio era el Verbo" (Juan 1.1) y "En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Juan 1.4)." El evangelio de Juan, quien bebió de fuentes helénicas, debe leerse también como indicando que el Verbo encarnado, Cristo, es también el Logos, el principio racional o la inteligencia divina que ordena y sustenta el cosmos. Cristo es entendido en el cristianismo, particularmente por los Padres de la Iglesia, como la sabiduría de Dios y como la "luz del mundo", que permanece en la Tierra en la difusión del Espíritu Santo, que desciende en "lenguas de fuego" y que ilumina la mente de los santos con la gnosis divina.
Podríamos seguir rastreando esta idea, y algunos creen que el fragmento 109 de Empédocles es relevante. Pues el filósofo presocrático, a quien le debemos la teoría de los cuatro elementos, nos dice: "Es con la tierra que vemos la Tierra, y el Agua con el agua; y con el aire vemos el Aire brillante, y con el fuego el Fuego destructor. Con el amor vemos Amor y con Odio el desdichado Odio". Lo cual nos regresa a Plotino, pues había que hacerse como Dios para ver a Dios y hacerse bello para poder ver la belleza eterna, la idea misma de lo bello. Y entonces podemos cerrar con Eckhart, que parece aquí trascender la diferencia y la distancia entre el sujeto y el objeto, y entre Dios y la criatura: "El ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el cual Dios me ve". ¿Qué queda entonces, sino la pura luz conociéndose a sí misma? O como dijo un poeta contemporáneo, quizá también tocado por la luz, eso que somos no es más que el sonido que hace la luz del Sol cuando pasa través de sí misma. Luz de luz... Un sonido que es, por supuesto, sólo silencio.
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Blog del autor: Alejandro Martínez Gallardo –La epifanía de los tejidos
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