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El filósofo danés explica lo que pasa cuándo te comparas con otros

El ser humano tiende a compararse y actualmente esto es cada vez más pronunciado con las redes sociales, que son una especie de aparadores donde las personas exponen una versión editada de sus vidas y donde cada persona, cada imagen y cada frase están siendo medidas. Y hay pocas cosas que hagan tan amarga la vida y contraigan tanto el espíritu como compararse y sentir envidia o menosprecio por sí mismo.

Los vanos tormentos de la comparación han sido notados por numerosos pensadores. Recientemente, el monje budista Matthieu Ricard notó que "la comparación es la asesina la felicidad" y consideró que mucho de nuestro sufrimiento cotidiano puede adjudicarse al hábito de compararse continuamente. Esta actitud comparativa es además absurda pues, al menos desde la perspectiva del budismo, estamos comparando una entidad que no existe -el yo sólido, separado e independiente- con entidades que son solamente espectros en nuestra mente, o en otras palabras, nos comparamos y nos medimos con ideas y elucubraciones de lo que son los demás y no con realidades objetivas. Así, seguramente nos condenamos a una agónica fantasía.

Quizá lo más lúcido que se ha escrito sobre la tendencia a estarse comparando fue escrito por Soren Kierkegaard:

La preocupación mundana siempre busca llevar al ser humano hacia la intranquilidad mezquina de las comparaciones, alejándolo de la calma altiva de los pensamientos simples. Estar vestido, entonces, significa ser un ser humano y por ello estar bien vestido. La preocupación mundana se inquieta por la ropa y la diferencia de ropa. Deberíamos aceptar la invitación de aprender de los lirios... Esos grandes, inspiradores y simples pensamientos, los primeros que vienen a la mente, pero que son olvidados, incluso totalmente olvidados en el trajín cotidiano de las comparaciones. Un ser humano se compara a sí mismo con otros, la otra generación se compara con la otra, y así se va apilando el fardo de comparaciones y abruma a la persona. Mientras tanto se incrementa la ingenuidad y el ajetreo, y en cada generación hay más personas que trabajan como esclavos toda su vida en la zona subterránea de las comparaciones. Así como los mineros nunca ven la luz del día, estas personas nunca nunca ven la luz: esos primeros pensamientos, sencillos y alegres sobre cuán glorioso es ser un ser humano. Y en las altas regiones de la comparación, la vanidad sonriente juega su juego falso y engaña a los felices de tal forma que no reciben ninguna impresión de esos primeros pensamiento altivos, simples.

Cientos de generaciones de personas que dedican su vida a satisfacer lo que su noción de los otros les dicta que deben hacer, para al final salir bien librados de la comparación. La más absurda de las existencias. Kierkegaard sugiere que estar comparándonos es una forma de preocupación, es decir, que nos impide existir en el presente y ser espontáneos, ser quienes realmente somos, con toda frescura y naturalidad. El monje estadounidense Thomas Merton coincide:

La humildad es la más grande libertad. Mientras tengas que defender un yo imaginario que crees que es importante, pierdes la paz de tu corazón. Mientras comparas esa sombra con las sombras de otras personas, pierdes toda alegría, porque has empezado a traficar irrealidades, y no hay alegría en cosas que no existen.

 

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