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Los límites de la juventud han cambiado

Por mucho tiempo, la especie humana no hizo una gran diferencia entre la infancia y la madurez. En sociedades tan disímiles como los nómadas primitivos o el Londres de la Revolución Industrial, es posible encontrar testimonios de niños que participaron pronto en su vida de las actividades propias de la vida adulta, particularmente el trabajo físico y aun la actividad sexual. 

Así, la juventud fue un invento que poco a poco fue formándose y extendiéndose en la cultura humana, acaso con el propósito inconsciente de hacer más dócil ese tránsito entre una y otra etapa de la vida. La idea del "adolescente incomprendido", tan popular en las últimas décadas del siglo XX pero presente también en varios otros momentos de la historia, obedece a ese carácter intermedio que tiene la juventud: el joven se siente ajeno a sí mismo porque socialmente ya no es considerado el niño a quien se debe cuidar pero, por otro lado, tampoco es el adulto que tiene un lugar asegurado en el orden social. 

A esto cabe agregar, por supuesto, el fin del período de latencia de la sexualidad, que marca el regreso de la fuerza libidinial que fue reprimida en la infancia, el desarrollo de los llamados caracteres sexuales secundarios y, en general, el redescubrimiento de las necesidades sexuales. No por casualidad a los jóvenes se les ha mirado también como dueños de una energía vasta pero desconocida y por ello mismo incontrolable.

En suma, la biología y la cultura contribuyen a hacer de la adolescencia una etapa confusa, particularmente por el hecho de no tener un lugar claro en el paso de la infancia a la edad adulta.

Mucho de esto se mantiene, sin duda, pero también está cambiando. Para nadie es un secreto que en nuestra época la juventud parece extenderse cada vez más, a límites incluso un tanto irrisorios. Apenas en la generación anterior o aun la previa a ésta, una persona de 30 años difícilmente podía ser considerada "joven" y, más bien, se le miraba como asentada ya en la madurez de la vida, probablemente en la etapa más fértil de ésta. Hoy en día, hay personas de 30 años que en ciertos aspectos no difieren mucho de un joven de 15 o de 20, pues socialmente se ha generado una zona de tolerancia hacia las conductas derivadas de la edad ganada con el tiempo.

Prueba de ello es un estudio publicado en la revista académica The Lancet Child & Adolescent Health, según el cual la adolescencia va ahora de los 10 a los 24 años de vida de una persona. Ambos extremos llaman la atención: por un lado, la juventud empieza mucho más temprano que antes y por otro, como decíamos, su fin se marca lejos de lo que estábamos habituados a considerar. El estudio en cuestión fue realizado por investigadores australianos, entre otros, Susan Sawyer, directora del Centro para la Salud Adolescente del Royal Children's Hospital de Melbourne. 

De acuerdo con esta investigación (que puede consultarse en este enlace), el inicio de la juventud parece adelantarse sobre todo en los países desarrollados, donde las mejoras en la calidad de vida y la dieta han provocado que el hipotálamo comience a liberar las hormonas asociadas con el despertar sexual en edades cada vez más tempranas, con lo cual la pubertad ahora empieza cerca de los 10 años de edad (y no a los 14, como sucedía antes). En el Reino Unido, por ejemplo, se ha notado un adelanto en la primera menstruación de las mujeres, que en promedio ocurre ahora entre los 12 y los 13 años, 4 años menos del momento en que ocurría a inicios del siglo XIX.

En cuanto a la extensión de la juventud hasta más allá de los 20 años, los investigadores argumentan esta afirmación a partir del hecho de que el cerebro no termina de desarrollarse sino hasta esa edad, lo cual a su vez podría explicar por qué los jóvenes no suelen estar adaptados para las responsabilidades de la vida adulta antes de los 25 años.

En este panorama, cabría añadir el factor social. ¿Cuántos de los "jóvenes" de nuestra época se siguen considerando tales sólo porque no poseen los medios para formarse una vida independiente, fuera del hogar familiar que los acogió en su infancia? En nuestra época, los dictados de la biología no suelen coincidir con las posibilidades sociales para su realización, y a veces, aunque un joven sepa en el fondo que debe asumir la responsabilidad de su vida, se enfrenta a limitaciones de distinto orden para conseguirlo. ¿Qué hacer en ese caso? ¿La voluntad basta y sobra para encarar la adversidad? ¿Es la adolescencia también una etapa adversa por definición? 

Más que responder a estas preguntas, cabe formularlas en el marco de nuestra propia vida. Cabría preguntarse si, más allá de la biología, la extensión de la juventud no sirve también a otros propósitos de tipo social, cultural y económico.

 

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Imagen de portada: Baby Driver (Edgar Wright, 2017)