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Un apunte lúcido y crítico de Saramago sobre la migración, quizá un destino inevitable para el ser humano

La historia del ser humano es indisociable de la migración. Desde nuestros orígenes como especie hasta las noticias que nos llegan esta mañana, los flujos migratorios humanos no se han detenido nunca: decenas, cientos o miles de personas salen a cada momento del lugar donde nacieron para dirigirse a otro punto, en apariencia por razones diversas pero, en el fondo, por un único motivo: la búsqueda de bienestar. 

Con todo, aunque seamos sujetos racionales e históricos, la irracionalidad también nos domina, y con respecto a la migración esto se ha traducido en un miedo injustificado hacia las personas que llegan a territorios ya ocupados. Acaso teniendo en mente el pensamiento atávico del temor a lo extraño y lo desconocido, el ser humano imputa al migrante una amenaza que al menos de inicio no es real, pero existe, y como tal, media entre ambos: entre aquel que se cree ocupante "natural" de un territorio (y de sus recursos) y el Otro que llega a ocupar y a aprovecharse, a poner en riesgo la supervivencia y el orden, pero posiblemente también a mejorarlo, a enriquecerlo, a hacerlo diferente y con ello, a hacerlo evolucionar.

En este contexto compartimos ahora un apunte de José Saramago, publicado en el blog que tuvo en los últimos años de su vida. Si bien estos textos conocieron una edición impresa algunos años después (en una compilación publicada con el título El cuaderno, en 2009), en su origen fueron concebidos como comentarios al margen, reflexiones espontáneas hechas al hilo de los acontecimientos conocidos o atestiguados por el autor. 

Citamos este fragmento in extenso, pues como señalamos al final de la nota, la reflexión que contiene toca al menos dos temas fundamentales a propósito de la migración.

HISTORIAS DE LA EMIGRACIÓN

Que tire la primera piedra quien nunca haya tenido manchas de emigración ensuciándole el árbol genealógico… Tal como en la fábula del lobo malo que acusaba al inocente corderito de enturbiarle el agua del riachuelo donde ambos bebían, si tú no emigraste, emigró tu padre, y si tu padre no necesitó mudar de sitio fue porque tu abuelo, antes que él, no tuvo otro remedio que irse, cargando la vida sobre las espaldas, en busca del pan que su tierra le negaba. Muchos portugueses murieron ahogados en el río Bidasoa cuando, noche oscura, intentaban alcanzar a nado la orilla de allá, donde se decía que el paraíso de Francia comenzaba. Centenares de miles de portugueses tuvieron que someterse, en la llamada culta y civilizada Europa de más allá de los Pirineos, a condiciones de trabajo infames y a salarios indignos. Los que consiguieron soportar las violencias de siempre y las nuevas privaciones, los sobrevivientes, desorientados en medio de sociedades que los despreciaban y humillaban, perdidos en idiomas que no podían entender, fueron a poco a poco construyendo, con renuncias y sacrificios casi heroicos, moneda a moneda, centavo a centavo, el futuro de sus descendientes. Algunos de esos hombres, algunas de esas mujeres, no perdieron ni quieren perder la memoria del tiempo en que tuvieron que padecer todos los vejámenes del trabajo mal pagado y todas las amarguras del aislamiento social. Gracias les sean dadas por haber sido capaces de preservar el respeto que debían a su pasado. Otros muchos, la mayoría, cortaron los puentes que los unían a las horas sombrías, se avergonzaron de haber sido ignorantes, pobres, a veces miserables, se comportan, en fin, como si una vida decente, para ellos, sólo hubiese comenzado verdaderamente el día felicísimo en que pudieron comprar su primer automóvil. Esos son los que estarán siempre dispuestos a tratar con idéntica crueldad e idéntico desprecio a los emigrantes que atraviesan ese otro Bidasoa, más ancho y más hondo, que es el Mediterráneo, donde los ahogados abundan y sirven de pasto a los peces, si la marea y el viento no prefieren empujarlos hasta la playa, mientras la guardia civil no aparece para levantar los cadáveres. Los sobrevivientes de los nuevos naufragios, los que pusieron pie en tierra y no fueron expulsados, tendrán a su espera el eterno calvario de la explotación, de la intolerancia, del racismo, del odio por su piel, de la sospecha, de la humillación moral. El que antes había sido explotado y perdió la memoria de haberlo sido, explotará. El que fue despreciado y finge haberlo olvidado, afinará su propia manera de despreciar. Al que ayer humillaron, humillará hoy con más rencor. Y ahí están, todos juntos, tirándoles piedras al que llega a la orilla de acá de este Bidasoa, como si nunca hubiesen emigrado ellos, o los padres, o los abuelos, como si nunca hubiesen sufrido de hambre y de desesperación, de angustia y de miedo. En verdad, en verdad os digo, hay ciertas maneras de ser feliz que son simplemente odiosas.

Como vemos, en su apunte Saramago no reflexiona únicamente sobre el hecho de que todos procedemos de alguien que en algún momento tuvo que salir de su tierra natal para buscar oportunidades en otras latitudes, sino especialmente, en la segunda mitad de su apunte, en el olvido al que se margina dicha circunstancia y los efectos que esto provoca en la manera en que se recibe a otros migrantes. El maltrato que alguna vez se recibió se repite entonces, acaso inconscientemente, sin ver que es posible romper con ese ciclo y actuar de otra manera.

 

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Imagen de portada: José Saramago en Barcelona, febrero de 1998 (Consuelo Bautista)