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El arte del hosting: curaduría de sensaciones, generosidad y exquisitez

Buena Vida

Por: Jimena O. - 09/08/2018

El arte de ser un gran host requiere de exquisitez y generosidad que no suelen ser apreciadas

El arte -y es que realmente es un arte- de ser host o anfitrión es uno de los menos apreciados, y por ello también, uno de los más generosos. A diferencia de otros "artistas", el host no produce obras duraderas, que puedan ser revisitadas y analizadas a posteriori; trafica en el arte de los instantes y las sensaciones, en el calor y el placer del momento.

Algunos podrían desestimar el hosting como algo efímero y superfluo, pues aparentemente no se ocupa de los grandes temas y las profundidades artísticas. Pero esto sería un error de apreciación, pues el host es el artista que permite que el arte suceda: el arte de la vida, que es siempre una especie de ágape o banquete. El host trabaja al servicio de la belleza y del placer; de los momentos memorables en los que se estrechan los lazos entre las personas y se logran las grandes epifanías, esos clics del espíritu. Pues, como contestó el gran etnobotánico Terence McKenna cuando le preguntaron cuál era el sentido de la evolución humana, "crear una buena fiesta" es la cumbre de la existencia terrenal. Una buena fiesta debe incorporar todos los ámbitos y aspectos de la existencia, todas las bellas artes, tanto lo apolíneo como lo dionisíaco (el orden y el caos energéticos), tanto el drama como la comedia de la vida y, en ocasiones, por lo menos permitir la posibilidad de lo trágico -la tragedia que logra encontrar cierta catarsis o, al menos, alguna poesía crepuscular-.

El buen host es un curador de sensaciones, de momentos, de atmósferas, de happenings. Se trata de que una cierta experiencia colectiva, de que algo que fue imaginado -pero que no se puede realizar más que en la conjunción y confluencia de innumerables factores contingentes- suceda. Y debe suceder como gratuitamente, con desenfado, como si nada. Ese es el arte de la elegancia: ante el más extremo apremio y presión, la ligereza. Para lograr todo esto, el host debe ser a la vez invisible y omnipresente. Debe crear el espacio para que los otros puedan ser y a la vez siempre estar disponible, listo para reconducir el evento o mantener el delicado equilibrio de la obra a flote.

El buen host debe tener sensibilidad estética y tacto humano; debe haber leído, pero sobre todo, saber leer a las personas. Más que saber hacer cócteles, debe saber cómo se mezclan ciertas personas, debe entender de reacciones químicas humanas. Debe haber cultivado el gusto, tanto de su paladar como de su mirada. Un buen host debe pensar en la obra como conjunto, en la realización de la idea general, y a la vez tener la más minuciosa atención al detalle. Debe tener una filosofía de la buena vida, una alegría, un amor a la abundancia, a la infinita circulación de la vida. Más que evitar el dolor, debe de afirmar el placer; no es estoico, es epicúreo. Debe creer en que todo se puede hacer en el nombre del deleite (de hecho, su religión es el deleite). Y debe ser magnánimo, capaz de donar su tiempo y su atención -a veces invirtiendo horas, e incluso días, para que sea posible un único momento-. Como los monjes budistas que construyen elaborados mandalas de arena durante días, sólo para luego contemplarlos y destruirlos, el buen host debe apreciar la belleza de lo impermanente, la poesía de lo inasible.  

Especialmente, el buen host debe ser generoso, pues esta es la esencia de la hospitalidad. Un host es quien abre un lugar, y para realmente abrirlo, debe abrir también su corazón. Que los que disfrutan de un buen anfitrión se regocijen y agradezcan. 

 

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