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Aunque la ideología contemporánea nos presenta el imperativo de ir en búsqueda de lo mejor, es muy posible que nuestras necesidades se satisfagan con algo menor
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Imagen: Jonathan McIntosh (Wikimedia Commons)

Desde hace varias décadas, una de las vetas más presentes en la ideología dominante es aquella que tiene en la existencia y búsqueda de “lo mejor” la guía de su imperativo discursivo. Aunque de orígenes eminentemente económicos ―ámbito en donde una mercancía está obligada a presentarse como mejor que otra, siempre, en una espiral infinita de competencia, esta forma incentivar el consumo es ya un componente del horizonte de posibilidades para experimentar la realidad. Acaso el ejemplo más evidente sea el de la retórica de la superación personal, la cual dicta que debemos ser los mejores en todo, lo que sea que esto signifique.

Como algunos otros aspectos del capitalismo, en este también hay una trampa y un costo implícito en ir siempre en búsqueda de lo mejor. La trampa es que es muy posible que “lo mejor” no exista como tal, y la nuestra sea una persecución estéril que ni siquiera en el proceso nos permitió construir algo, pues el objetivo es tan poderoso que nos deja ciegos ante todo aquello que no sea su consecución. El costo, por otro lado, es la insatisfacción que esto conlleva, pues si “lo mejor“ no existe o es inalcanzable, la consecuencia emocional de reconocerlo así no puede ser otra más que la frustración u otra muy cercana.

En este sentido, hace algunos años el psicólogo Barry Schwartz publicó un libro, The Paradox of Choice: Why More Is Less, en el que defendía la hipótesis de que la aparente diversidad de alternativas del mundo moderno, la posibilidad de elegir entre cuantiosas opciones, tenía un efecto negativo sobre la percepción de nuestra propia felicidad, pues nos hacía elevar nuestras propias expectativas sobre algo (un producto, nuestra propia capacidad de compra, nuestras limitaciones, etc.), que al final, cuando nos dábamos cuenta de que no habíamos elegido bien o no podíamos elegir lo que creíamos que queríamos, lo considerábamos un error por el cual nos culpábamos a nosotros mismos.

Aunque no es tan reciente, esta idea ha circulado de diversas formas, en el mejor de los casos como un catalizador de debates respecto a lo que sucede con el arbitrio humano en tiempos de la modernidad digital, hiperreal y de una sociedad de consumo. Jean Baudrillard, en una sentencia famosa, aseguró alguna vez que nuestra libertad estaba limitada a poder elegir entre Coca-Cola y Pepsi y, con todo, se nos hacía creer que era un gran marco de elección.

En el caso de Schwartz y de la frustración que acompaña la paradoja de tener muchas opciones pero sentirnos obligados a elegir únicamente “la mejor”, su antídoto es sencillo: inclinarnos por aquello que es suficientemente bueno (good enough) para nuestras necesidades, nuestro deseo y nuestras posibilidades.

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Imagen: Niabot (Wikimedia Commons)

Para explicar mejor este contexto, el psicólogo estableció la diferencia entre dos tipos de personalidad: los satisfactores y los maximizadores. En general, los primeros se mueven con mayor felicidad por la vida porque desarrollan la habilidad de elegir la mejor opción, es decir, la opción más conveniente para ellos. Los maximizadores, por el contrario, se sienten impelidos a buscar la mejor alternativa, lo cual parece estar relacionados con un trabajo mejor pagado pero menos agradable que, por consecuencia, los vuelve personas depresivas. Escribe Schwartz (en colaboración con Andrew Ward):

Conforme las personas tienen contacto con objetos de mayor calidad, comienzan a sufrir la “maldición del discernimiento”. La baja calidad de los objetos que solían ser perfectamente aceptables ya es suficiente. El punto cero del hedonismo comienza a elevarse, y las expectativas y las aspiraciones crecen al paralelo. Como resultado, la calidad creciente de las experiencias se encuentra con las expectativas, y la persona está fuera de lugar. Mientras las expectativas se mantienen al ritmo de los logros, la gente tal vez viva mejor, pero no se sentirá mejor con respecto a cómo vive.

A esta postura, Schwartz opuso la idea de contentarse con lo mínimo suficiente para satisfacer nuestras necesidades. En vez de perdernos en el laberinto de las supuestas alternativas que nos ofrece el capitalismo, nos aconseja acudir con ese amigo que se distingue por ser un “maximizador” y preguntarle qué laptop compró: seguramente no será la que siempre soñamos, pero con toda probabilidad nos servirá para lo que queremos hacer, que a fin de cuentas es lo que buscamos.

Como dice Olga Khazan en The Atlantic, en una época como la nuestra en que “lo mejor” se nos presenta como una imposición, lo “suficientemente bueno” no solo es bueno, sino perfecto, cuando se trata de cultivar nuestra felicidad.

 

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