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El vampiro como máximo esteta, sobre 'Only Lovers Left Alive' de Jim Jarmusch

Arte

Por: pijamasurf - 03/23/2014

La versión de los vampiros de Jim Jarmusch es la de un sofisticado club de diletantes que beben sólo la mejor sangre y producen el mejor arte; en los límites de lo cool, "Only Lovers Left Alive" nos deja embelesados en una estela de placer y estilizada vacuidad.

 

Otra película de vampiros. Muchos seguramente están cansados de seguir con estas sagas de criaturas nocturnas que se alimentan de sangre y que explotan el romanticismo adolescente o que en los mejores casos se llenan del glamour de lo gótico, dotando al vampiro de una irresistible y trágica atracción (no podemos negar algunas buenas películas recientes como Let the Right One In). Historias que hemos visto miles de veces, juegos arquetípicos con leves variaciones. Estamos un poco cansados, seguramente, de estas películas, series o novelas, pero cuando Jim Jarmusch voltea para encarar este tema seguramente estaremos dispuestos a hacer una concesión: veamos otra película de vampiros.

Lo que hace relevante a la película Only Lovers Left Alive, es la forma en la que Jarmusch entiende y reimagina a los vampiros, desde una perspectiva de lujuria estética, en forma y fondo: el amor al arte y el arte del amor. Sofisticación y mistificación de la belleza que fluye del romanticismo —el de Shelley y Byron, no el remedo de Crepúsculo— y atraviesa el dandismo para llegar a Jimmy Page y Trent Reznor (el rockstar que conjuga las energías magnéticas de la noche en una brujería pop). Una veta que también fluye desde Adán y Eva a Tristán e Isolda o Romeo y Julieta. La historia del arte es una sola —un sólo hombre con diferentes nombres es el autor de toda nuestra literatura, de las grandes obras musicales y pictóricas, etc. El vampiro, en su inmortalidad, es la figura que encarna esa unidad del espíritu humano. Quizás la historia del amor es también una sola: una sola pareja de rostros y nombres caleidoscópicos, que viaja  por la noche expulsada del paraíso.

La pareja de vampiros de Only Lovers Left Alive, Adam y Eve, Tom Hiddleston y Tilda Swinton, es la máxima manifestación del dandismo y de un manierismo atemporal. No responden a modas o corrientes artísticas, ellos in-forman eras, siembran piezas y van encauzando los movimientos que hoy conocemos (la humanidad es su pet-project). Así, el misterio de la obra de Shakespeare se resuelve en la autoría de Christopher Marlowe, quien en realidad era un vampiro parte de la misma "sociedad secreta" que pudo haber escrito con numerosos otros nombres de pluma. Un poco como la idea de la teosofía de los maestros ascendidos  o como el reverso de los mensajeros angelicales —emisarios de la noche—, los vampiros son los que van guiando a los hombres —a los que llaman irónicamente zombies— con su nocturna influencia. En su caso, su enseñanza espiritual es el placer estético, la comunión del arte y del amor.

Filosóficamente la película ofrece una rica paleta de reflexiones (como esa deliciosa paleta de sangre intoxicante que se chorrea). Particularmente notable es que seres que han logrado conservar su conciencia por miles de años, que han sido expuestos a todo de tipo de conocimientos, más allá de cuitas y veleidades, no encuentran mayor sentido que pasar el tiempo tocando guitarras en la oscuridad de una habitación, leer poemas o bailar en momentos de euforia. Libres del "concepto" ilusorio de dios: no hay premio ni castigo. El placer estético y el entrelazamiento de la carne son la apoteosis. Es la idea romántica del arte por el arte. De que la vida es arte. De que existe otra persona —el amado como musa— que sublima la existencia propia. Y es que el vampiro, asociado con la muerte, en realidad es el ser más cercano a la esencia de la vida: vive de la sangre. Baudelaire había dicho que era necesario embriagarse, de lo que sea: de vino, poesía, virtud... El vampiro se intoxica de la vida misma, de ese gran río que fluye por toda la humanidad, de la sangre que lleva la información... La existencia, a fin de cuentas, más allá de la conciencia que se tenga, o quizás por esa misma conciencia, es un peso encima: lo que permite soportala, lo que nos hace realmente adictos a ella, es el amor y los ratos de contemplación estética con toda su aura espiritual.

Hay que decir que la representación de este selecto club de vampiros, secretos agentes de la historia, que han influido en las grandes mentes de la humanidad tiene por supuesto una dificultad. ¿Cómo presentar al genio melancólico que va más alla de la historia, al artista que alimenta a los artistas, al amor de amores, la épica del estilo? Los seres más sublimes y refinados, extravagantes y pálidamente iluminados, pero aún así sensibles a nuestra cultura, a canciones de amor, a bandas de dark metal, a caprichos de casados. Jarmusch lo intenta y crea personajes diletantes que se ven forzados a ser elitistas pero que son llamados a zonas liminales o marginales, como junkies; lo intenta creando un entorno musical de elevación hermética (un rock atmosférico compuesto por su propia banda, SQÜRL, o un número final en Tanger que eleva la sensualidad a lo místico). Jarmusch opta hacer de sus propias preferencias el corpus de la historia del arte. Logra por momentos transmitir esa sensación de eternidad enamorada del tiempo con esa caída perenne, esa naturaleza giratoria de la cámara, que refleja el mismo encantamiento oscilatorio del dandi y de la caída hedonista de la pareja primordial. Sin embargo, por momentos no puede rehuir a los clichés de lo que es la personalidad artística; arisca, en algunos casos, o perdidamente romántica, con momentos que rayan en lo cursi. Hay una tenue línea entre el dandismo y el hipsterismo... y la película a veces baila entre líneas. Jarmusch es el gran director hipster, aunque no por ello no es un buen director.

La película está llena de deliciosas referencias, envueltas en paquetes de coolness. Como la profecía de que Detroit, la ciudad que elige Adam para recluirse, se alzará de nuevo (Detroit, la nueva cuna underdgound del arte, la devastada ciudad-motor). O de cómo están por venir las guerras del agua —pero ellos, como si fuera sólo una brizna en la historia, no recuerdan si ya acabó la del petróleo. O como el ser humano en su estupidez insalvable ya ha contaminado su propia sangre —lo cual es un letal desaguisado culinario para los vampiros, que deben procurarse un dealer que les asegure una sustancia pura.  O como Eve que, para que Adam se sienta bien, le cuenta de una estrella que tiene un núcleo de diamante que emite un pulcro sonido de gong  y Adam acaricia esa música celestial —el perfecto paliativo de su neurótica misantropía— mientras maneja su viejo Jaguar, con su musa como copiloto.

Adam y Eve son demasiado cool para su propia piel o para el propio bien de la película, la cual no deja de ser un lánguido banquete de cine gourmet.