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El surrealista que abjuró del surrealismo, el hermano de los tarahumaras y del peyote, el artífice del Teatro de la Crueldad, el loco que terminó encerrado en su propio pensamiento: Antonin Artaud, el poeta que hoy cumple 115 años.

Ese flujo, esa náusea, esas correas, precisamente en esto comienza el Fuego.

A. A., El yunque de las fuerzas

El surrealismo fue sin duda uno de las vanguardias artísticas más importantes del siglo pasado. Ramificándose de la literatura a la pintura y el cine, los surrealistas consiguieron romper la estrecha burbuja del arte hasta comunicarse con la vida, echando una mirada entre evasiva y crítica al derruido mundo que los rodeaba. Su inclinación hacia lo inconsciente, lo invisible, lo oníricamente fantástico, las fuerzas que envuelven ese reverso de la realidad al que pocas veces y casi nunca por voluntad propia nos asomamos, fueron algunas de las actitudes y propuestas que ganaron para este movimiento cierta simpatía intelectual incluso entre personas comunes, lectores y espectadores sin pretensiones mayúsculas para quienes, sin embargo, una obra surrealista representó no solo una mirada nueva, sino una especie de puerta oculta y sorprendente a un mundo en apariencia tan lejano a su cotidianeidad pero que podía surgir al doblar la esquina. Aun hoy, al calificar algo como “surrealista”, apelamos a ese cariz absurdo de la realidad que de vez en cuando emerge con el único fin, pareciera, de perturbarnos y hacernos dudar sobre la verdadera realidad del mundo.

Aunque son muchos los nombres que recordamos al momento de hablar sobre el surrealismo (Dalí, Buñuel, Cocteau, etc.), sin duda de entre todos ellos destaca el de André Breton, a quien se considera el fundador del movimiento en especial porque tuvo el mérito de resumir un cúmulo de inquietudes —algunas heredadas, otras totalmente novedosas y por ello todavía inaprensibles para la mayoría— que se respiraban en las corrientes artísticas y de pensamiento desarrolladas en el llamado período de entreguerras. Breton, en 1924, dio unidad a estos vectores antes dispersos al redactar y publicar el Primer manifiesto surrealista, documento en el que repudiaba los cuestionables logros de «la actitud realista» y, apoyándose un tanto en las recientes ideas de Freud y otras de poetas franceses de generaciones anteriores como Apollinaire y Nerval, invocaba la pertinencia del inconsciente en la creación artística, la posibilidad de que la literatura, por ejemplo, se hiciera no por medio de la voluntad dirigida por la razón y el juicio, sino con el automatismo de quien se abandona al pensamiento en su estado más puro, más libre, más absoluto.

A este documento se sumaron otros no menos célebres que, a la postre, revelaron en Breton una estatura intelectual incuestionable que, no obstante, no basta para explicar su primacía entre los surrealistas. A la capacidad creadora de Breton, su intensa vitalidad literaria, es necesario añadir la férrea disposición política con que manejó el movimiento. Breton, cual patriarca del surrealismo, disponía lo mismo sobre el curso del movimiento como sobre el destino de sus adherentes. Son célebres sus rupturas con Louis Aragon, Paul Éluard y Salvador Dalí, su acercamiento con la dirección estalinista que tomó el comunismo en la década de los veinte. En una época en que el concepto de “revolución” lo contaminaba todo, la diferencia entre arte y política o, mejor dicho, la definición del arte verdaderamente revolucionario (transformador) resultaba un asunto no solo difícil de aclarar, sino que también se convertía en un motivo de disputa y depuraciones —como si las ideas no se pudieran distinguir de la persona que las profiere. «”Transformar el mundo”, dijo Marx; “cambiar la vida”, dijo Rimbaud: estos dos imperativos son para nosotros uno solo», escribió Breton en Posición política del surrealismo.

Uno de los conflictos más importantes en la historia del surrealismo se dio en 1927, cuando Breton y otros surrealistas prominentes (Aragon, Éluard, Benjamin Péret y Pierre Unik) decidieron ingresar al Partido Comunista, a pesar de que ya entonces comenzaban a sugerirse las prácticas totalitarias y represivas a las que Stalin, en la URSS, el polo irradiador del comunismo de Estado, daría libre curso apenas dos o tres años más tarde. Pero su decisión no la compartieron ni siguieron todos los surrealistas, entre cuyos disidentes se contó uno tan importante como Breton, con talento y genialidad semejantes pero, políticamente y quizá también en cuanto a personalidad, su inverso, la antítesis necesaria para desatar el nudo de la creación artística: Antonin Artaud.

Allí donde otros exponen su obra yo solo pretendo mostrar mi espíritu.

A. A., El ombligo de los limbos

Artaud nació en el mismo año que Breton, 1896, solo que en septiembre, el día 4. Provenía de una familia de griegos asentados en Marsella y desde muy joven sufrió una condición nerviosa que terminó por conducirlo a la reclusión clínica. Antes, sin embargo, vivió una vida ajetreada y de vaivenes, en especial luego de su llegada a París, a los 24 años, donde simultáneamente se reveló la fertilidad de su escritura y comenzó a entrar en contacto con distintos círculos artísticos y de las letras. A Breton, por ejemplo, lo conoció en octubre de 1924, poco antes de que este diera a conocer el Primer manifiesto y ya cuando Artaud había publicado varios poemas —de los que sobresale Tric trac del cielo— y dejado de trabajar en el Théâtre de l'Atelier, logros ambos que le auguraban un futuro sólido como poeta y dramaturgo. Simone Breton, esposa de André, dijo esto de Artaud en una carta a su prima Denise Lévy: «bello como una ola, simpático como una catástrofe».

Quizá por todo esto poco después de su encuentro Breton confió a Artaud el “Comité de investigaciones surrealistas”, oficina encargada de «recabar por todos los medios apropiados las comunicaciones relativas a las diversas formas susceptibles de propiciar la actividad inconsciente del espíritu». Desde esta posición Artaud se convirtió, un poco de facto, en la cabeza más visible del movimiento surrealista, en detrimento de Breton. Durante los siguientes años la inquieta vivacidad de Artaud se revelaría como rasgo inequívoco de su genio al dar a la imprenta otros poemas importantes como El ombligo de los limbos y El pesa nervios, dirigir la revista del surrealismo (La Révolution surréaliste) y fundar, junto con Roger Vitrac y Robert Aron, el Théâtre Alfred Jarry.

Por desgracia la cercanía entre Breton y Artaud no duró más allá de 1927. La ruptura se dio por la negativa de Artaud de seguir a sus compañeros en su afiliación al Partido Comunista. Estos no vacilaron entonces en denostar a Artaud, en señalar la banalidad de sus obras que eran la respuesta obvia a su nulo compromiso político. En una carta pública, suscrita por Aragon, Breton, Eluard, Péret y Unik, llamaron a Artaud «enemigo de la literatura y de las artes», para después respirar aliviados: «Hoy hemos vomitado a esa canalla».

Artaud por su parte contestó no menos visceralmente. Los suyos eran motivos más elevados que los del, aun en toda su grandeza, simple surrealismo. La vanguardia es un medio, no un fin, quiso decir en A la gran noche o el bluff surrealista:

«El surrealismo nunca fue para mí más que una nueva especie de magia. La imaginación, el sueño, toda esta intensa liberación del inconsciente que tiene por objetivo hacer aflorar a la superficie del alma lo que habitualmente tiene escondido, debe necesariamente introducir profundas transformaciones en la escala de las apariencias, en el valor de significación y en el simbolismo de lo creado. […] El más allá, lo invisible, rechazan la realidad. El mundo ya no se sostiene. Es entonces cuando uno puede comenzar a acribillar los fantasmas, a detener los falsos semblantes […].

»Que la espesa muralla de lo oculto se derrumbe de una vez por todas sobre todos estos charlatanes impotentes que consumen su vida en desaprobaciones y en vanas amenazas, sobre estos revolucionarios que no revolucionan nada».

La cultura no está en los libros ni en las pinturas ni en las estatuas ni en la danza, está en los nervios, en la fluidez de los órganos sensibles, en una especie de maná que duerme y que puede colocar al espíritu en una actitud de receptividad muy alta y de inmediata receptividad total que permite actuar en el sentido más digno, elevado y también más penetrable y fino.

A. A., en carta a Jean Paulhan (19 de julio de 1935)

A pesar del rompimiento con el grupo surrealista, Artaud no abandona su labor artística. Pero más allá de sucesos y publicaciones sin duda importantes en la historia de la literatura, el siguiente étage de verdadera trascendencia personal en el que recala es un viaje a México realizado en 1936, con la intención de descubrir una cultura que quiere virgen, ajena a las perversiones de la racionalidad europea y cartesiana, que desconozca la lógica occidental, la mecanización de la vida, la burocratización del arte, «una cultura mágica que aún es posible desentrañar del suelo indígena», pensaba

Su viaje, sin embargo, y quizá por su misma personalidad, su fragilidad nerviosa y mental, obedecía menos a impulsos materiales o circunstanciales que a un secreto deseo de renovación espiritual. Artaud viajaba, dice Luis Mario Schneider, «decidido a arreglarlo todo para cambiar de vida». Acaso como si en el país existiera una gigantesca pero invisible piedra imán que lo atrajera, una creada exclusivamente para sincronizarse con sus deseos y sus inquietudes, Artaud llegó a México y si bien dictó conferencias para la Universidad Nacional y escribió para dos o tres periódicos de renombre, terminó encaminándose, casi inevitablemente, al que llamó “el país de los tarahumaras”, el corazón de la Sierra chihuahuense.

Y aquí la historia se enturbia, no porque la información al respecto sea escasa o confusa, sino por las condiciones mismas de la travesía de Artaud, como si seguirle el paso en su traslación espiritual, por personalísima, se vuelva una empresa difícil y quizá imposible. ¿Cómo hablar de la experiencia de Artaud entre los tarahumaras si él mismo, en los escritos que dedicó al tema, trastabilla y duda, como si hubiera llegado a ese punto en el que, como quería Kafka, «ya no hay regreso posible» y en el que se revela además de la insuficiencia de las palabras, la banalidad de estas? Ese momento inefable de comunión espiritual en el que el ser se siente despojado de todas las ataduras y vicisitudes del mundo, ajeno y aislado e inesperadamente satisfecho, vuelto uno con ese hálito primero que recorre a todos los seres insuflándoles vida y sentido. «Yendo hacia Dios hallé a los tarahumaras», escribió Artaud.

Como sabemos, durante su estancia con los tarahumaras Artaud buscó y presenció diversos ritos, ansioso como estaba de atestiguar la esencia viva de una tradición distinta a la europea dominante. «No quiero colocarme en el punto de vista de lo pintoresco para relatar este viaje, sino en el de la eficacia», escribió a su amigo Jean Paulhan, con quien se carteaba a menudo. Además de una ceremonia que Artaud remonta a la Atlántida en la que se sacrifica un toro, el rito que marcó para siempre al poeta fue su contacto con el peyote, no como una ingesta cualquiera, sino enmarcado total y estrictamente en la cosmovisión de los indígenas, en la cual «el ciguri no es solo “una planta” sino un ser y que el peyote es “un principio magnético y alquímico maravilloso”».

«Tuve la impresión», dice Artaud rememorando su experiencia, «de despertar a algo con respecto a lo cual hasta entonces era yo un mal nacido y estaba mal orientado, y me sentí colmado por una luz que nunca había poseído».

Artaud mismo batalla para fijar en palabras dicho episodio. Recuerda sin embargo una temporada, aproximadamente veinte días, en la careció por completo de voluntad y casi de conciencia, como si se resistiera a abandonar ese estado de gracia que pudo conocer gracias al peyote. Recuerda, por ejemplo, que lo subían y bajaban del caballo sin que él interviniera en la acción. Hasta que un día llegó un brujo que, para pesar suyo, lo devolvió a este mundo y esta realidad. Aunque no completamente: desde entonces una parte de Artaud vivió siempre en ese otro lado, atenta u obsesionada por descifrar el suceso, por encontrar las palabras justas que expresaran y revelaran a sus semejantes el goce la comunidad, la completud, el radiante éxtasis después del cual nada vuelve a tener luz propia en este mundo de sombras y siluetas. Durante años —y las fechas mismas de sus escritos lo consignan— Artaud volvía sobre su experiencia con el peyote, sobre los pasos de este viaje que terminó, como él quería aunque quizá no de la forma que esperaba, por renovar su espíritu.

Hubo un tiempo en que el artista era un sabio, esto es, al mismo tiempo un hombre culto, un taumaturgo, mago, terapeuta y hasta gimnasiarca.

A. A. Lo que vine a hacer a México

Fue poco después de su viaje a México, ya de regreso en Francia, cuando Artaud acuñó una de las nociones dramatúrgicas más arriesgadas y la que terminaría por echar sobre su figura un velo de misterio y culto que pervive hasta nuestros días. Al idear el llamado “Teatro de la Crueldad”, Artaud intentó devolver al arte ese elemento catártico que este había perdido desde que se tornó coto exclusivo de los valores positivos de la burguesía: «Sin un elemento de crueldad en la base de todo espectáculo, el teatro no es posible. En el estado de degeneración en el que nos encontramos es por la piel por donde volverá a entrar la metafísica en nuestro espíritu».

Si bien Artaud fue un tanto ambiguo, acaso deliberadamente, al momento de establecer directrices para llevar a escena obras que persiguieran dicho fin, queda claro por lo menos que se proponía rescatar ese elemento del arte —sea bajo la forma del cine, la literatura o cualquier otra disciplina— que conmueve al espectador, que lo confunde y lo trastorna, que lo saca de su normalidad por un instante y le muestra posibilidades que antes no había contemplando, situaciones insólitas, realidades inimaginadas, de preferencia poniendo en juego algo más que la mente y los sentimientos, llevando a cuadro el cuerpo mismo, su fragilidad, sus reacciones, los humores que despide en momentos de crisis y peligro. Un poco a la manera de Kafka: «Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro».

Estabas muerto, y he aquí que, una vez más, te sientes vivo, —SOLO QUE, ESTA VEZ, ESTÁS SOLO.

A. A. El arte y la muerte

Artaud terminó sus días atormentado por el demonio de la locura y la enajenación. Después de pasar varios años entrando y saliendo de distintos manicomios, desde 1942 hasta 1946 estuvo recluido en el hospital psiquiátrico de Rodez, al sudoeste de Francia, donde, a pesar de todo, continuó escribiendo, cartas sobre todo y algún otro texto de intenciones mayores, como Van Gogh, el suicidado de la sociedad. También dibujaba y componía conjuros, además de elaborar cartas astrales (porque Artaud desde siempre creyó en la astrología, «no como un medio de baja adivinación analítica y objetiva, sino como una serie de indicaciones interiores, de los trayectos y de las modificaciones afectivas»).

Al final, como si Artaud supiera de antemano cómo transcurrirían sus últimos días y se hubiera apresurado a dejarlo por escrito mientras todavía tuviera lucidez, se cumplió lo que dejó consignado en El soñador defectuoso: «lo único que pido es una cosa, que me encierren definitivamente en mi pensamiento».