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En los murales de Palacio Nacional en la Ciudad de México, Diego Rivera pintó a un rey sacerdote que instruye a los habitantes toltecas de Tula. ¿Quién era 'Ce Ácatl Topiltzin', la encarnación de Quetzalcoatl?

Los cultos del Altiplano Central, la zona de la Mixteca y la Costa del Golfo de México siguieron un movimiento de contraste entre lo que hay arriba y lo que hay abajo. Destellos de ideas sobre el orden y el cambio, escamas de un ser que repta con los colores del mundo que aparece, zigzagueo de aire y pensamientos, la serpiente emplumada “Quetzalcoatl”, unión de las palabras nahuas “coatl”, serpiente, “quetzalli, el ave, la elegancia y la elevación arquetípicas, las largas rectrices del quetzal macho. Una figura trascendental en las religiones mesoamericanas que se remonta al Preclásico, todavía muy presente durante la conquista española. Deidad que verdea y saca coloridos de la luz como pájaros o inquietudes de la consciencia, los murales del conjunto de “Techinantitla” en Teotihuacán lo imaginaron chorreando agua fertilizante. Quetzalcoatl culebrea el cielo al inicio de las lluvias y su vuelo trae vida.

Antes de las incursiones desde la Península Ibérica, este hibrido divino terminó asociado al poder de los reyes de carne y hueso del Posclásico, sometidos a ritos para ser hombres-dioses. Uno de estos reyes sacerdotes fue también una figura escato-soteriológica, “Ce Ácatl Topiltzin”, autoridad legendaria de “Tollan-Xicocotitlan” o la ciudad tolteca de Tula. En esta urbe preponderante durante el siglo X de la era común, precursora de Tenochtitlan y la cultura mexica, habría actuado como un maestro benefactor de sus súbditos, similar a Osiris entre los egipcios o a Prometeo entre los griegos, enseñando la orfebrería, la agricultura, la escritura, la astronomía y el cultivo del maíz. Pero también fungió como un reformador, sustituyendo los sacrificios humanos por ofrendas de mariposas y serpientes, un rol en un cambio de paradigma admisible solo para una manifestación de la deidad protectora del orden cósmico, un hombre especial que debería estar sometido a una conducta ejemplar y célibe. Sin embargo, no toda su gente vio con buenos ojos las características de su instrucción.

La deidad conocida como “Tezcatlipoca”, cuyos adoradores mostraban gran antipatía hacia Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcoatl, 1 caña, nuestro príncipe serpiente de plumas preciosas, le mostró algo horrible en su rostro delante de un espejo, provocándolo a dejar crecer su barba y a esconderse detrás de una máscara. Este dios fue conocido como un espejo negro que humea, las palabras nahuas “tezcatl”, espejo, y “poctli”, humo. Omnipotente, omnipresente, omnisciente y eternamente joven, pero también la voz de la naturaleza más conflictiva, compleja, caprichosa y voluble, lo contrario a lo providente, la cara invisible u oscura detrás de la creación, los aspectos más sombrías de la existencia dueños de una señoría sobre todas las cosas a través de lo imprevisible, algo por lo que era temido y reverenciado como dador de beneficios y males, a veces también sembrador de discordias e instigador bélico. Quetzalcóatl es su dualidad, equilibra su noche como un haz de sabiduría y paz. Por eso también recibía el nombre de “Ehécatlla”, esencia del viento, soplador de la dinámica universal, revelador de las cosas ocultas, ordenadas solo temporalmente por su conocimiento pródigo y pedagógico, vinculado a la influencia de la estrella del amanecer “Citlalit”, el planeta Venus.

Una dualidad entre el cambio impersonal, sin reglas definitivas, la vida y la muerte del organismo que es el cosmos, y el cambio histórico, providencial, del mundo de las personalidades emergido del mundo como matriz caótica. La conciencia como energía o la consciencia como individualidad. Siguiendo a su señor, los adoradores de Tezcatlipoca embriagaron con engaños al rey que fue Quetzalcoatl para que fallara a su castidad. Ce Ácatl Topiltzin abdicó eligiendo el exilio junto a sus discípulos y discípulas, no sin antes prometer regresar. Las tradiciones varían sobre su despedida y retorno, pero una de las más extendidas narra un recorrido del hombre-dios por el Altiplano Central hasta “Coatepec”, el cerro de las culebras. Desde su cima, mirando a lo lejos el cerro de su estrella o “Citlaltépetl”, se despidió de sus acompañantes y les dio una señal provocando con ademanes mágicos la erupción de ese cerro vecino. Subió al cielo y se unió a su propia naturaleza, su planeta que restalla luz inteligente. Otra tradición da cuenta de una huida hacia el este, al lugar de lo negro y de lo rojo o “Tlillan-Tlapallan”. Sobre todo entre investigadores especializados en las reacciones de los locales de México a las incursiones españolas, sigue un debate no resuelto sobre si, en algún momento, los mexicas identificaron al rey sacerdote de Tula y a esta región mítica con la figura de Hernán Cortés y con el lugar de procedencia de sus hombres.