*

El colibrí, pájaro picaflor de pequeño tamaño y férreo coraje, fue asociado por los habitantes de Mesoamérica, como mexicas y mayas, a sus deidades principales y a conceptos como el movimiento, la energía sexual y la transmigración.

Las aves en el mundo prehispánico tenían sus propias connotaciones y asociaciones culturales. Eran reflejos de la diversidad y complejidad de las creencias y tradiciones en la región. Para la práctica de la ornamentación en Mesoamérica, la materia y la sensación de los plumajes eran la quintaesencia de su mimesis naturalista y del refinamiento estilístico. Sinónimo de lo precioso por su colorido y delicadeza, las plumas embellecieron desde escudos y telas, hasta objetos de lo más cotidianos. Eran en sí mismas una conexión con las deidades y un tránsito religioso más inexacto, quizá por el doble sentido de esto como relacionalidad de los símbolos y escrúpulo de lo ordinario a lo maravilloso, la cofiguración de un estatus especial de la artesanía con sus códigos culturales y de los elementos biológicos, ADN del artesano y de las aves.

Entre esta biodiversidad, el plumaje multicolor y el vuelo rápido del colibrí fueron características que despertaron poderosamente la atención de las distintas culturas prehispánicas de México y Centroamérica. Este animal picaflor de pequeño tamaño y rara anatomía es propio del continente. El hábitat de las trescientas cincuenta especies de colibríes abarca desde Alaska, hasta la Patagonia, siendo el colibrí cola hendida o “Doricha eliza” su arquetipo clave para los habitantes mayas del Golfo de México y nahuas del Altiplano Central. Lamentablemente, esta especie se encuentra bajo una inflexible presión por el crecimiento urbanístico que se opone a sus conductas de alimentación y anidación, una situación crítica por la que, de cada cien de sus nidos puestos, solo lleguen a sobrevivir treinta en promedio.

Los templos de la enigmática Teotihuacan fueron dibujados con esta ave y, siglos más tarde, los mexicas la vincularon a su dios tutelar “Huitzilopochtli”. Su nombre se compone de la palabra nahua "hutzilin", colibrí. Una creencia en la transmigración de los guerreros caídos en batalla aseguraba que acompañarían al sol desde el amanecer hasta el mediodía, un regreso terrenal en la forma de estos pequeños pájaros que se endulzan con el néctar de las flores. Los colibríes macho manifiestan conductas agresivas para defender a sus hebras, coraje que creía reconocerse en Huitzilopochtli, el dios marcial y de la también pequeña semilla de amaranto. Los colibríes eran el terremoto solar de su “Panquetzaliztli” o el movimiento de su gran fiesta de sacrificios humanos, esculturas de miel de maguey y maíz tostado.

Entre los matorrales de la duna costera y los manglares del Yucatán maya, los colibríes fueron vistos como pensamientos de los dioses y de los seres humanos. Existe un juego de palabras entre su verbo “tz’un”, comenzar, y el sustantivo “tz’unun”, colibrí, las aves como la primera actividad, un verbo que se ve no como una acción, sino como un significado. Este sería pintado en los códices del dios “Ch” o “Yax Balam”, la deidad de la cacería, y del dios “D” o “Itzamna”, el señor supremo del panteón maya, la serpiente pájaro, el monstruo híbrido que llena todos los mundos. El colibrí también encarnaba la energía sexual que irradia el sol. Su pico podía ser un recuerdo fálico y del morbo que mantiene a la vida en actividad.

No olvidemos ni al colibrí imaginario ni al colibrí real. El primero es un órgano más de nuestro cuerpo híbrido que se extiende por todo México. El segundo se ha visto amenazado en el último medio siglo junto a la duna costera yucateca, la cual ha perdido media parte de su distribución natural. Los manglares se ven afectados por la contaminación y los asentamientos humanos, y esa naturaleza nuestra más antigua necesita la responsabilidad colectiva, nuestra segunda naturaleza cultural para volver a cofigurarse en distintas maneras de sentir. Biodiversidad en el sentido más amplio, las variaciones de la vida. En palabras de la poeta Miriam Cairo:

El cerebro es un colibrí.

El cerebro es un receptor cuántico.

El cerebro es un pez de aguas profundas,

forzado a vivir en la llanura,

deseoso de volar.

El cerebro es un pájaro que quiere amor,

amor compartido y cuando ya no sabe cómo alimentar su deseo,

con el pico desgarra su propia carne nacarada,

se la da de comer a las crías hambrientas de su imaginación.

El cerebro late como un corazón cuántico.

Todo comienza cuando el cerebro sale,

por primera vez,

como la viajera de un solo viaje.

El cerebro festeja bajo la curva de un paréntesis y mira el interior del mundo.

Espía por la cerradura.

Encuentra insectos luminosos.

Encuentra un mundo adentro de otro mundo.

Lo que siente lo deja estremecido.

Si al cerrar los ojos no viera ese placer,

se aterraría.

Con los pies en el suelo,

señala más allá.

Señala el trópico.

Señala el iris blanco.

El cerebro toma el timón y queda el mundo boca arriba.

Naufraga Newton en su arca de Noé por los mares de la luna.

El corazón del átomo y el ensueño de las partículas son invisibles a los ojos.

El comportamiento.

En el mundo de los átomos y de la poesía siempre existe,

una incertidumbre que no puede ser superada.

El cerebro se pone la mano en el corazón.

Siente que está en celo.

El perfume del aire es cada vez más urgente.

Los humanos del mundo fornican como perros.

Hay un vaivén de juncos,

de barcos,

de cometas.

El cerebro entra y sale del mundo como un visitador indeciso.

Los fornicadores,

como visitadores indecisos,

indecisos,

fuertemente indecisos,

cada vez más indecisos,

hasta que entran por fin,

definitivamente,

y se quedan allí dentro,

fláccidos,

rendidos.

Es una enfermedad del cerebro.

Los visitadores usan como termómetros los dedos.

El mundo es un asno que se alimenta de gramilla celeste.

El cerebro mete el dedo, sin dolor, en el ojo ulterior del universo.

Revuelve el cosmos.

La luna le acerca el pezón.

El cerebro es una cría que mama con devoción sin dejar de revolver el orificio del celeste.

El cosmos se pone en cuatro patas.

La luna no tiene miedo.

Al mundo no le importa nada.

El asno corcovea.

La luna sentada sobre el arpón del cerebro parece una estrella.

Newton saca la caña de pescar.

Newton tiene miedo.

El cerebro es un semental.

La luna da a luz pequeños niños errantes que llevan en cada mano una flor,

un durazno estelar,

un verbo nuevo.

El cerebro es un pescador cuántico.

Mallarmé lanza los dados.

La bomba atómica nunca abolirá el azar.

Entra el cerebro como odalisca en el harem del tiempo.

La más mínima partícula del universo comprende que sería una torpeza no romper el velo,

dejar que se derrame el polvo desnudo de la estrella desnuda.

El cerebro es un trapecista apto para saltar desde un átomo hasta el espejismo,

desde una molécula hasta la esperanza.

El cerebro está harto del cliché de la dopamina.

Para los fotones es un hecho que los seres no están firmemente ligados a la realidad.

Los fotones necesitan de una poética cuántica.

El cerebro caracol desata el pensamiento,

pica con su aguijón,

magnifica el desorden.

El caracol cuántico se excita ante todas las excepciones de la imaginación:

le hace cuco a la metralleta lógica del uno más uno,

dos más dos,

y la metralleta lógica,

muerta de miedo,

dispara a mansalva,

mata las mariposas,

mata los caracoles,

mata los poetas,

para que no prospere el signo de interrogación.

El cerebro caracol es sensible a los estragos y a los besos.

El cerebro caracol se hace fuerte con los estragos y con los besos.

La metralleta lógica fumiga la gramilla celeste para que crezca la soja de la razón.

Pa, pa, pa, pa,

salen los proyectiles mata—gramilla—celeste.

Y el cerebro, que es un saltimbanqui cuántico,

al ritmo de las balas inventa la danza del colibrí.

Mallarmé bate palmas.

Newton asa sus sardinas.

Noé reza.

La poesía canta.

 

Imagen: Devianart / Ilhuicamina