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¿Quienes son y a qué se dedican los graniceros o tiemperos? ¿Cuál es su conexión con la religiosidad mesoamericana en torno al dios del agua Tláloc? ¿Qué significa para ellos haber sido alcanzados por un rayo y sobrevivir?

En el Altiplano Central de México y sus regiones aledañas, por siglos se dio culto a la divinidad de las entrañas de la tierra, los vientres de agua y los cielos. Sus sacerdotes hacían ver en la dimensión cotidiana las “hierofanías” de esta vida sustentadora y a la vez agente de la destrucción cíclica que renueva a todos los seres energizados por su realidad sutil. Sus templos pintados de azul, los cerros sagrados y los altares domésticos no eran sino analogías del “Tlalocán”, el lugar, el cuerpo o el organismo de Tlaloc, el de las dos serpientes enroscadas a la altura de sus ojos y entrelazadas en su nariz, animales que recuerdan al rastro de las nubes que aparece en el cielo para que esta deidad se cuelgue y deje caer sus tormentas llenas de “tlaloques”, los niños nahuas que le fueron sacrificados para preservar el orden cósmico. Estos niños y las personas fulminadas por un rayo, ahogadas, muertas por hidropesía o lepra recibían el privilegio de habitar su paraíso, un enclave mitológico lleno de placeres suspendidos entre toda clase de árboles frutales, plantas de maíz, chía, chiles, tomates y calabazas.

Fray Bernardino de Sahagún hizo mención a este fenómeno religioso en su Historia general de las cosas de Nueva España:

Las nubes espesas, cuando se veían encima de las sierras altas, decían que ya venían los Tlaloque… Que era señal de granizos, los cuales venían a destruir las sementeras… Y para que no viniese el dicho daño en los maizales, andaban unos hechiceros que llamaba teciuhtlazque, que es casi estorbadores de granizos; los cuales decían que sabían cierta arte o encantamiento para quitar los granizos, o que no empeciesen los maizales, y para enviarlos a las partes desiertas, y no sembradas, ni cultivadas, o a los lugares donde no hay sementeras ningunas.

El culto a los cerros, los muertos, el agua, la lluvia, las cuevas y el mar consiste en agradecer la experiencia de la vida personificando los fenómenos de una naturaleza indiferente, ahora henchida de emociones humanas que quisieran cortar su también terrorífico poder. Más aún, suspender las sucedidas verdades de lo arbitrario. Este animismo universal y mesoamericano pervive dentro del México de hoy en quienes se ofrendan a Tlaloc.

En las mismas regiones del México contemporáneo, las personas que han sido “tocadas” en sueños o literalmente por un relámpago creen recibir la misma tarea divina de los antiguos sacerdotes, un designio de los bosques de aire, de lluvia y sobre los cerros al cual no pueden y no deben escapar. Conocidos con varios nombres según la región: “graniceros”, “tiemperos”, “aureros”, “misioneros del temporal”, en náhuatl ya se les denominaba desde antes de la llegada de los cristianos como “teziuhtlazque”, estorbadores del granizo, “quiauhtlazque”, arrojadores de las lluvias, o “Tlamakazki”, ofrendadores de Tláloc.

Su tarea religiosa consiste en cortar el granizo o las aguas malas para detener tempestades y controlar el temporal en favor del ciclo agrícola. Invocan los rayos de lluvia que revientan con el trueno y hacen ofrendas al dios Tlaloc, socio de Jesús y su cruz poderosa, que reúne en su ser a entidades espirituales como sus antecesores en las tareas asignadas por este Señor de los climas. Para el granicero de Alcalica, Estado de México, Moisés Vega Mendoza:

El objetivo de estas ofrendas es que vaya muy buena agua para nuestras cosechas, que haya buen alimento para nuestro pueblo. Que no exista hambruna. Se pide para todo el mundo.

Para los etnólogos que han estudiado estos casos, los graniceros llevan con ellos una institución relevante. Son un tipo de especialistas rituales de origen mesoamericano cuya sobrevivencia sorprendente, ofreciendo una clave analítica no solo para las etnociencias, sino para la observación de la naturaleza, la arqueoastronomía, la geografía de paisajes culturales y la historia del desarrollo posterior a la Conquista de las tradiciones mesoamericanas. Es difícil reconstruir la continuidad de sus prácticas y creencias respecto de la religiosidad prehispánica en torno a Tláloc. Tras la invasión española, y con la supresión de los templos y las clases dirigentes, esta ritualidad sobrevivió desarticulada, subalterna o semiclandestina ante la vigilancia del culto católico normativo. No obstante, no habría perdido un papel auxiliar para las poblaciones del Altiplano y regiones circundantes, sobre todo entre los agricultores.

El culto a Tláloc se volvió parte de una religiosidad privada y popular en manos de ritualistas de las clases inferiores y privados de educación institucional. Pudieron desaparecer los sacerdotes de un culto oficial a las deidades paganas, pero no los magos y los curanderos del pueblo. El catolicismo debió adaptarse al arraigo de este tipo de fenómenos sincréticos, donde, por ejemplo, la cruz de Jesús terminó asociada también a la serpiente del agua.