*

En la variedad múltiple del paisaje literario, la categoría de «escritor para escritores» destaca por nombrar a un tipo especial de creador, capaz de entregarse a las potencias más elevadas del lenguaje

En los confines de la experiencia literaria existe la categoría bastante peculiar (y también ya asentada en la cultura) de “escritor para escritores”, esto es, un escritor cuya obra posee cualidades especialmente significativas para aquellos a quienes la combinatoria siempre misteriosa que llamamos vida o existencia lleva a desarrollar una relación singular con el lenguaje escrito, bajo una doble vertiente, que a veces confluye en una misma: por un lado, la apreciación del lenguaje literario y, por otro, la vocación creadora, el uso del lenguaje para crear escribiendo.

Como es sabido, o aceptado por una cierta convención, el campeón indiscutible en esta categoría es Jorge Luis Borges, cuya obra literaria condensa la mayoría o quizá todas las características más asociadas con la labor y el talento del escritor en tanto “tipo ideal” o “arquetipo”. No sin cierta superficialidad de por medio, en Borges se reconocen o se elogian su “racionalidad”, sus argumentos “mentales” y la “lógica” que sostiene la trama de algunas de sus historias más celebradas o conocidas. 

En un nivel de valoración más intermedio, de Borges se dice que es un “escritor para escritores” por la constancia con que en sus textos hace referencia a la literatura misma. Como es bien sabido, el universo borgesiano es esencialmente libresco. Más allá de los referentes que por esa misma frecuencia pudieran considerarse borgesianos por antonomasia –Stevenson, Chesterton, Las mil y una noches–, en la obra de Borges no sólo se cuelan nombres de autores o títulos de obras, sino, mejor dicho, sus experiencias como lector, de manera explícita. Así fue como Borges construyó su universo literario. 

Esa parece una mejor cualidad para considerar a Borges un “escritor para escritores”, pues al elaborar su obra de esa manera, se erigió, queriéndolo o no, en uno de los mejores guías de ese inmenso paraje que es la literatura, una suerte de Virgilio que indica o sugiere el camino a seguir, las pausas a realizar, los paisajes o los detalles que merecen apreciarse y los motivos para hacerlo.

En ese sentido, Borges es sin duda uno de los mejores “curadores” de la historia de la literatura (y uno de sus mejores “guardianes” también), pues “guiado por el deseo y el amor” (la frase es de El banquete), sus textos, más allá de sus cualidades estrictamente literarias, conforman también una refinada guía personal por una zona de la literatura particularmente rica en ocasiones de asombro, sorpresa, admiración, belleza y otros dones afines reservados para los lectores que se adentren en ella siguiendo su estela. Por supuesto los criterios con que Borges trazó esos límites no fueron infalibles y hoy, a varios años de distancia de la mayoría de sus textos, dicha “curaduría” también se puede mirar con un ojo crítico, pero para el lector primerizo, el lector incipiente, el lector que ha sentido ya el llamado de la literatura pero no sabe aún cómo o hacia dónde orientarse en ese vasto mar, ¿no es la suya una guía todavía valiosa?

El último aspecto por el cual Borges se puede considerar un escritor para escritores es, por supuesto, la manera personalísima en que usó el idioma. 

Esta es quizá la cualidad más difícil de precisar, explicar y aun transmitir, y probablemente sea también esto mismo el motivo por el cual la categoría “escritor para escritores” llega acompañada, ahí donde se le nombra, de cierto tufo de cofradía y “sociedad secreta”. 

Después de todo, ¿cómo se le explica qué es el amor a alguien que no ha amado? ¿Cómo esperar que alguien entienda ciertos dolores de la existencia –la muerte de un ser querido, el sufrimiento de la enfermedad prolongada, el dolor de la miseria– cuando ningún padecimiento similar lo ha rozado siquiera todavía? ¿Cómo transmitir eso que ha sentido la piel en el contacto de una persona muy deseada?

De alguna manera, así también el lenguaje, que en apariencia está al alcance inmediato de todos, que todos lo usamos a diario, indiscriminadamente, displicentemente incluso, pero para algunos adquiere de pronto, en un momento insospechado, una presencia singular, una cierta densidad que lo separa de pronto del panorama de la realidad que hasta entonces se creía “ordinaria”. Como ciertas ninfas, ondinas y otros personajes silvanos femeninos de la mitología y el folclor europeos, el lenguaje se vuelve entonces una entidad seductora y problemática a la vez, convoca al mismo tiempo que huye, rechaza y se esconde, promete para después decepcionar. 

El escritor –incluso el escritor que no escribe, esa rara criatura nacida de la inhibición, el síntoma y la angustia– es la persona que atiende ese llamado y quien, por lo mismo, no vuelve a tener a partir de entonces una relación simple con el lenguaje. Al contrario: éste se revela súbitamente en toda su complejidad: sus matices, sus ritmos, sus limitaciones, sus alcances, los efectos que provoca y, por encima de todo, la capacidad increíble que tiene para alterar la realidad, llegando incluso a “crear” algo donde antes eso no existía. Cuando Harold Bloom dijo que Falstaff o el príncipe Hamlet tenían para él “más realidad” que muchas personas de “carne y hueso” que conocía, no exageraba, aun cuando su afirmación pueda tomarse como expresión exacerbada de su “bardolatría”. La literatura sí es capaz de alterar a ese grado tanto la percepción de la realidad como la realidad en sí.

Lo sorprendente es que esta experiencia o efecto lo puedan provocar caracteres impresos en una página. Palabras dispuestas en un cierto orden que además no existía hasta el momento en que el autor así lo dispuso. ¿No es extraño que algo de materialidad tan mínima tenga tal potencia de cimbrar la realidad? Quizá en el fondo la realidad no sea tan sólida como usualmente se cree ni, por otro lado, las palabras son tan inofensivas como parecen.

La categoría de “escritor para escritores” adquiere con esta cualidad un matiz diferente, pues con cierta frecuencia son los escritores –los que escriben y los que no– quienes alcanzan a distinguir y apreciar la habilidad que tienen otros para servirse de esa capacidad del lenguaje para afectar la realidad.

Borges, Kafka, Roberto Calasso… algunos nombres podrían sumarse a esta lista, pero acaso no tantos. Después de todo, los “escritores para escritores” quizá sí sean una cofradía casi secreta.


Twitter del autor: @juanpablocahz