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Aun con tener su origen en épocas remotas y con otras formas de pensamiento, el horóscopo y el tarot conservan una utilidad todavía vigente como formas de autoconocimiento

Si se habla de horóscopo o tarot es muy posible que las reacciones inmediatas sean tajantes y opuestas: o se “cree” o no se cree en ellos, o dicho de otro modo, o se les considera prácticas válidas o tolerables o se les rechaza por completo. Al menos desde cierta perspectiva, no parece haber medias tintas al respecto. 

De alguna manera, dicho fenómeno es comprensible cuando se le considera a la luz de la hegemonía buscada por el modelo de pensamiento racional-cartesiano que por sí mismo adquirió muy pronto pretensiones de universalidad, como mucho de lo surgido en la cultura europea. Bajo la idea un tanto falsa o al menos cuestionable de que vivimos en una época “racional”, prácticas como el horóscopo o el tarot están ahora acompañadas de un aire de épocas más bien arcaicas, pre-modernas, afectas al pensamiento mágico y la superstición. En ese sentido, el horóscopo o el tarot serían como reliquias que han sobrevivido al paso del tiempo pero que son ahora anacrónicas, caducas al respecto del fin para el que se les empleaba antaño.

En esa última observación hay, en efecto, algunos elementos que se corresponden con la realidad. Si, en primer lugar, se piensa en la función que han tenido históricamente el horóscopo o el tarot como “métodos de adivinación”, en ese aspecto se podría aceptar casi sin problemas la pérdida de su credibilidad. Excepto en los casos de una ingenuidad o un grado de ignorancia muy elevados, sería muy difícil encontrar hoy a personas que “crean” genuinamente en que el futuro se puede prever de esa manera en que los augures de la Antigüedad lo prometían. Esa creencia es coherente con las condiciones históricas, sociales, culturales y del momento civilizatorio en que surgieron (la Mesopotamia de los zigurats, la Roma antigua, etc.), pero fuera de esas “coordenadas” pierden sentido y por eso mismo es sencillo y hasta indiscutible equiparar esa pretendida función premonitoria con la charlatanería.

Sin embargo, el horóscopo y el tarot no cumplieron a lo largo de su desarrollo histórico únicamente una utilidad adivinatoria. Desde una perspectiva un tanto más seria –y también alejada del prejuicio o del escepticismo que suele acompañar estos temas–, tanto el horóscopo como el tarot se pueden mirar como formas que encontró el ser humano para explicarse el enigma de su existencia, el cual se deriva del hecho bastante inexplicable, milagroso o improbable (o todo ello y más combinado) de que nuestra especie es la única en haber desarrollado consciencia de sí y por ende consciencia de un lugar en el universo. Paradójicamente, tenemos consciencia de tener un lugar pero no sabemos qué lugar es ese, y en buena medida esa contradicción es el origen del llamado “problema de la existencia”.

En ese contexto, prácticas como el horóscopo o el tarot surgieron como respuestas a ese problema o, mejor dicho, como métodos para explorar las preguntas del ser humano derivadas de su propia incertidumbre, angustia o confusión frente a la existencia. Por ejemplo, la idea de que existe una correspondencia secreta entre el movimiento de los astros y el decurso de una vida humana, por más cuestionable que pueda parecer ahora desde la perspectiva de la mentalidad racionalista, posee sin embargo su propia lógica y sin duda en muchos momentos de la historia dio una cierta “luz” a más de una persona atribulada (y acaso todavía hoy el horóscopo que se da en ciertos programas matutinos de radio y televisión, o el que se distribuye en periódicos, revistas y redes sociales, todavía tenga ese efecto en muchas personas).

En este punto cabe admitir una pregunta sobre el tipo de “luz” que arrojan estos métodos sobre la existencia humana. Si queda descartada su posibilidad premonitoria, ¿entonces qué tipo de “conocimiento” podrían aportar el horóscopo o el tarot a quienquiera que se acerque a ellos con intención de “saber”?

A este respecto cabe recuperar un enfoque suficientemente desarrollado según el cual prácticas como el horóscopo o el tarot se consideran en su relación con el inconsciente. En cierto sentido, ese podría ser un uso más “moderno” de ambos métodos, una especie de “actualización” que tome en cuenta ciertos hallazgos ya inobjetables de la modernidad, en este caso, la existencia del inconsciente en la psique humana y su efecto sobre los actos y omisiones del sujeto.

Autores un tanto disímiles como Carl Gustav Jung, James Hillman y Alejandro Jodorowsky, entre otros, han equiparado las figuras de las que están compuestos el horóscopo y el tarot con “arquetipos” que, en ese enfoque, formarían parte del “inconsciente colectivo” de la humanidad. Esta idea, sin embargo, genera más confusión que claridad, pues supone una especie de “sustrato” inmaterial compartido de maneras un poco misteriosas por todos los seres humanos, lo cual a su vez implica una forma también poco clara de continuidad temporal y espacial de ese “inconsciente colectivo”, es decir, que no importa de qué persona se trate, de qué época, a qué sociedad pertenezca o en qué lugar del mundo habite, su psique tendrá elementos obtenidos directamente de ese sustrato (el cual, además, parece ser también un poco monolítico, como si permaneciera idéntico siempre, a pesar del paso del tiempo y los cambios sociales y culturales de la humanidad). 

El fenómeno es en cierto modo más simple, pues no parece haber necesidad de recurrir a explicaciones metafísicas para encontrar un cierto grado de verdad en conceptos como el de “arquetipos” o el de “inconsciente colectivo”. Mucho más sencillo (aunque a su manera también más complejo) es intentar echar una mirada panorámica, casi omnisciente, al proceso cultural y civilizatorio humano para notar, en efecto, una continuidad prácticamente ininterrumpida desde el momento en que la especie humana cobró consciencia de sí misma y hasta la actualidad. El problema es que dicha continuidad ha sido caprichosa y el ser humano no siempre ha guardado memoria de ello. Continuidad que, por otro lado, en su aspecto más pragmático es uno de los mejores recursos de sobrevivencia que nuestra especie pudo haber desarrollado. El hecho de no tener que descubrir por completo el mundo de nuevo cada vez que nacemos puede considerarse sin duda uno de los grandes saltos evolutivos de la humanidad. Esa transmisión de saber es el fundamento de la continuidad mencionada y, hasta cierto punto, también es una posible explicación material para la idea de una “psique colectiva”, pues como también se sabe ahora, el aprendizaje, en un sentido amplio del término, ocurre también a nivel inconsciente, es decir, el sujeto aprende aun cuando no se dé cuenta por completo de lo que está aprendiendo. En cierto modo, esa transmisión inconsciente de saber ha sido quizá más decisiva para el ser humano a lo largo de su historia, para bien y para mal.

Ahora bien, en ese panorama amplísimo, el horóscopo o el tarot podrían mirarse como pequeñísimos fragmentos desprendidos tanto del proceso civilizatorio como de la cultura y de la psique humana en los que ciertas regularidades humanas de conducta y pensamiento tomaron una forma específica (un zodiaco y un mazo de cartas), tal y como ocurrió en otro tipo de obras colectivas como los primeros textos sagrados, los mitos, algunos poemas épicos e incluso los primeros códigos legislativos (mucho de lo cual estaba combinado en las primeras civilizaciones: las prescripciones religiosas y rituales ordenaban la vida social y al mismo tiempo fueron las primeras expresiones literarias y proto artísticas). Bajo esta perspectiva, despojados de una cierta aura metafísica o esotérica y, a cambio, restituido el fundamento material e histórico del que surgieron, tanto el horóscopo como el tarot pueden tener valor o utilidad como métodos o herramientas de exploración del inconsciente.

Esta tesis quizá no sea novedosa, pero tal vez sí las limitaciones con que es necesario entenderla. Por principio de cuentas, ni el horóscopo ni el tarot podrían lograr el alcance de un método de análisis del inconsciente como el desarrollado por Sigmund Freud y a cuyo perfeccionamiento contribuyeron después otros psicoanalistas como Sándor Ferenczi, Jacques Lacan o Melanie Klein. No es exagerado decir que el psicoanálisis no tiene rival serio en el campo de la elaboración de lo inconsciente.

Con todo, ello no quiere decir que el psicoanálisis tenga una especie de dominio exclusivo sobre lo inconsciente o, mejor dicho, que la suya sea la única vía de aproximación a ello. Sí es, sin duda, la única vía o la mejor que el ser humano tiene hasta ahora para la elaboración de una parte del saber inconsciente, con un propósito muy claro además: la cura del malestar que tiene orígenes psíquicos. Pero “explorar” el inconsciente es una actividad que ha seguido otros métodos de intenciones propias y distintas. La creación artística, por ejemplo, en la mayoría de los casos se nutre del contenido inconsciente, el cual es extraído por el artista a través de otros caminos distintos al de un psicoanálisis. 

En este sentido, recalcando una idea anterior, en su origen la astrología o el tarot probablemente tuvieron ese propósito: ayudar al ser humano a descubrir aspectos de sí mismo presentidos pero no entendidos, enigmáticos, oscurecidos y sin embargo con efectos reales en su vida.

Ese aspecto del horóscopo o del tarot se mantiene vigente. Ambos pueden tomarse todavía como métodos para encontrar algunas correspondencias entre el inconsciente del consultante, las circunstancias del momento actual de su vida, sus dificultades subjetivas y las de la realidad y las oportunidades posibles que se avistan en su horizonte inmediato. Todo ello partiendo del presupuesto de que lo inconsciente ordena la vida en un grado mayor del que por lo común advertimos.

Las sugerencias que pueden dar el horóscopo o el tarot se podrían tomar entonces como “pistas” que la persona consultante estaría en opción de seguir, casi como si se encontrara inmiscuida de súbito e inesperadamente en medio de una investigación detectivesca de la que ella es protagonista. Después de todo, la “búsqueda” de la verdad algo tiene de trama policiaca literaria, según propuso Michel Foucault en una de sus conferencias de La verdad y las formas jurídicas, a propósito específicamente de la manera en que la identificación del asesino de Layo se despliega en el Edipo rey de Sófocles, y la verdad subjetiva no es ajena a dicho patrón, por el contrario, el analizante que acude consistentemente al consultorio del analista se encuentra en muchos sentidos enrolado en una investigación de la verdad, su verdad, y es él (o ella), con la asistencia del analista quien a la postre debe reconstruir “el caso” de su verdad subjetiva (acaso a la manera de un Sherlock Holmes o de un Dr. Watson, intercambiables como son esos papeles a lo largo de un psicoanálisis: a veces al analista le toca ser el detective agudo y perspicaz y otras es el acompañante bonachón y un tanto naive, y viceversa, el analizante también ocupa por momentos y momentos uno y otro lugar, el del autor de las deducciones inteligentes o el de comentarista más bien simplón y corto de miras).

Dicha manera de recurrir al horóscopo o al tarot, como proveedores de indicios de lo inconsciente que está dando forma a nuestra vida sin que nos demos cuenta de esa influencia, tiene otra limitante: es preferible que la persona consultante cuente ya con una buena base de conocimiento de sí. De sus puntos flacos y sus fortalezas, el momento de vida en que se encuentra, las experiencias que la han llevado a donde está, etc. De ese modo, los “mensajes” de ambas consultas pueden tener mejor recepción, por así decirlo, más cercana a la realidad subjetiva de la persona y, por consecuencia, será mucho menos tentador querer desviar la lectura hacia un fin profético o mágico.

Suficiente “magia” hay en conocerse a uno mismo y, mejor aún, “magia” más que suficiente es la que se puede hacer con ese conocimiento de sí cuando se logra incorporar a los actos de todos los días. Y tanto el horóscopo como el tarot pueden contribuir a ello.