El icono es maternidad de Dios y el Hijo nuestros ojos
Filosofía
Por: Alejandro Massa Varela - 10/15/2023
Por: Alejandro Massa Varela - 10/15/2023
Para Haydar. Me regalaste mi icono favorito.
Puede resultar extraño que un transteísta y transrreligioso decida hablar sobre un medio de sacramentalidad de las Iglesias del Este que expresa los grandes dogmas de la Cristiandad e invita a la oración. No obstante, yo oro, aunque ya no pregunte ¿a quién? Porque para mí, no hay nadie en la oración, incluido yo mismo, Dios es nada como mi mente. ¿Qué cambia en el silencio al orar? ¿Qué cambia como el silencio? Quiero reflexionar sobre los iconos, teología que en sentido estricto no se pinta, sino que escriben los “iconógrafos”, pero teología no verbal, a fin de cuentas. “Isografías” de ángeles que entraron a la forma de pájaros humanos, mártires pintados de humanidad, con la misma sangre que prestó el cuerpo de la Virgen como amor a Jesús. Pinceladas como las de Teófanes el griego o Andrei Rublev.
Icono de la Trinidad de Andrei Rublev o de los ángeles huéspedes de Abraham.
Quiero hacerlo quizá porque llegué a creer que pueden ayudarme a descubrir algo sobre mí mismo como entrada para lo misterioso ilimitado, el límite que es la riqueza de mi finitud, un olor bueno, un ruido a vida, un sentir casi todo que, para ser, quisiera no sentir ya nada.
Los iconos, del griego “εἰκών”, “eikṓn”, “imagen”, “semejanza”, se trazan casi siempre sobre paneles de madera empleando témpera a base de huevo, un toque y un rastro de útero que recuerda más a una madre que a un señor de mal genio. Aunque también pueden estar fundidos en metal, tallados en piedra, bordados en tela, impresos en papel o ser mosaicos. La historia de la tradición, y no la historia como disciplina crítica, asegura que la producción de imágenes pías por los creyentes en Jesús se remonta a los primeros días del movimiento. Lucas, el autor de uno de los evangelios, presuntamente escribió diversos retratos de María tras entrevistarla, el más famoso, Nuestra señora de las nieves o Salus Populi Romani. La academia solo admite que no es imposible que estas imágenes pudieran haber existido antes del siglo III, pero solo hay constancia de obras “paleocristianas” posteriores. Además, los ejemplos de este arte difieren significativamente de los iconos que acogieron el Norte de África, los Balcanes, las profundidades de Rusia y Medio Oriente, o las Iglesias ortodoxas del este, las de la comunión ortodoxa oriental, las católicas helenas o semitas unidas al Papa, e incluso las luteranas y anglicanas más cercanas a los padres teólogos y del desierto.
Es entendible que los iconos generaran sospecha muy pronto, así como es entendible que aparecieran. Recordaban a Artemisa, a Isis, a Baal, a Veles, también al becerro de oro, las antiguas verdades que murieron y no pensó en resucitar la nueva verdad. Pero quizá algo tan sobreabundante en pasión debía volver a darles vida, a pesar del rechazo en el Judaísmo, del que salió la secta de los cristianos, de tratar de ver a Dios. Es entendible si incluso el Islam, que censuró en sus comienzos cualquier forma de culto a mujeres y hombres santos, vio aparecer peregrinaciones hacia tumbas marcadas para sus imames y místicos. Ya el concilio de Elvira del 305, sin carácter ecuménico, prevenía que las imágenes no debían colocarse en las parroquias, para no convertirse en objetos de culto y adoración. Pero los monjes y la fe popular jamás pudieron resignarse a perder a Dios en lo abstracto del credo, los dogmas o un nombre.
La gente empezó a ver señales maravillosas en los iconos después de besarlos. Era “besada por los besos de otra boca”, según se dice escribió Salomón. Imágenes que sobrevivían a incendios, que exudaban mirra o fenómenos de sanación. Hay mujeres y hombres que incluso hoy caminan sobre carbón ardiente inspirados por los iconos. Y esto generó un problema de discriminación: si bien esta generosidad era la de un ser divino, el espíritu que escuchaba las oraciones, parecía que tales fenómenos se vinculaban a iconos especiales, a los que se les diferenciaba de los otros como hacedores de milagros, elegidos y glorificados entre los demás por ese espíritu. Por ello eran nombrados de manera distintiva, recibían visitas de masas, como a los famosos iconos de las islas griegas de Tinos. No era tanto que la madera, el metal y la pintura fueran mágicos, pero habría magia en cómo habían sido afectados. Aun así, teológicamente el sentido de los iconos es ser todos uno y lo mismo: el Cielo abierto.
Iconostasio de la catedral de la Anunciación de Moscú, Federación Rusa.
Este problema se volvió crudo y traumático en la Alta Edad Media con el éxito espiritual de otra religión abrahámica, el Islam y sus mezquitas vacías de imitaciones de la creación, y con las controversias “iconoclastas” entre los años del 726 al 843, la destrucción de los iconos o la mitad luminosa de las urbes romanas orientales por emperadores temerosos de que el pueblo se hubiera entregado a la superstición. León III el Isaurio hizo remover la imagen de “Cristo Pantocrátor”, sustentador del universo, de su lugar destacado sobre la puerta “Chalke”, la entrada al palacio de Constantinopla, sustituida por una cruz simple.
Es verdad que había poco aprecio por las imágenes entre los habitantes más pobres, no griegos y aislados del imperio, pero también los reveses militares del ejército le dieron la impresión de que habían sido castigados y la verdad ya no estaba de su lado. Constantino V Coprónimo extremó la labor de su padre con la quema de monasterios, el martirio de Esteban el Joven, referente de los “iconófilos”, y la convocatoria del concilio de Hiera, que pretendió ser ecuménico, para reconocer como un hecho eterno y universal la condición de los iconos como violaciones satánicas de los mandamientos en “Éxodo” y “Deuteronomio”, blasfemias contra la única y verdadera imagen de Dios: Jesús mismo. Siglos después, movimientos de la Reforma como el calvinismo también depurarían sus iglesias.
Finalmente, serían dos mujeres quienes encausarían el regreso de la “iconodulia”, ese mar de colores sutilizados por su vibrante resplandor. Ambas esperaron discretamente el recambio de estos hombres emperadores. La emperatriz Irene conseguiría una breve pausa de las reformas iconoclastas y convocaría al segundo concilio de Nicea en el 787, que destinó a los iconos “timētikē proskynēsis”, veneración mediada por el amor a Dios, distinta de la “alēthinē latreia”, la adoración en espíritu y verdad solo para el amado. Tras un regreso de la supresión de las imágenes, la emperatriz Teodora las restauró definitivamente. El sentido ecuménico de esta conclusión permaneció intocado por los Estados del Mediterráneo y los nuevos príncipes convertidos al Cristianismo hasta el inicio de la era moderna.
La defensa de las imágenes, no como meros soportes materiales del culto, sino como teología, siempre fue más allá de la aprobación en las Escrituras de algunas maneras de usarlas, como la serpiente de bronce que elevó Moisés para sanar a Israel. Había también una incorporación de la metafísica neoplatónica, que reconocía imágenes que auxiliaban al fiel para participar de su "prototipo" o de las esencias.
El sentido básico de los iconos es el de “trasportación”. Sus representados hieráticos dan cuenta de otra dimensión fuera del tiempo y de los condicionamientos de este mundo. No es que en la eternidad nada se mueva y el ruido de este lado de los hechos sea destruido, sino así nos parece a quienes no podemos imaginar los movimientos de la vida de Dios que abren todo de par en par. Vemos, pero no sabemos que estamos viendo por lo profundo que es ese útero para todas las cosas y que hace un Dios a todas. Puede que mi entendimiento sea herético, aunque no parto de hacer insinuaciones solo por capricho. Honestamente creo que hay una pregunta en el icono: ¿la mujer y el hombre solo hicieron un Dios en su mente, exista o no exista? Hemos imaginado la naturaleza, pero también la hemos visto. La mente imagina el cuerpo, aunque es el cuerpo. Para la teología, ese tú es lo que es porque amó primero, e incluso de haber sido hecho por la mente humana, esa mente debió haberse hecho Dios, olvidar qué fue primero y, si de hecho está viendo, de esto se tratan los iconos: creer que lo que ve se ha hecho sus ojos y los ha abierto. Para el especialista laico Paul Evdokimov:
El icono es una simple tabla de madera, mas funda todo su valor teofánico en su participación de la santidad divina: no encierra nada en sí mismo, mas se convierte en una realidad de irradiación. Esta teología de la presencia distingue netamente el icono de un cuadro religioso y traza la línea divisoria.
Hay justificaciones de las imágenes cristianas muy razonadas y, por serlo tan evidentemente, también poco interesantes. Por ejemplo, que sean un Antiguo Testamento o Tanaj, unos evangelios y hechos apostólicos, “hagiografías” y cuentos tradicionales de las Iglesias, todas de carácter visual y para analfabetas, un ayuda para su instrucción. Y si bien esto es innegablemente cierto en su constitución temática, al grado de que los nuevos movimientos anicónicos protestantes perfectamente podrían convalidarlo, siempre que se evite toda forma de superstición o escenas no extraídas de la Biblia, hay algo que lo antecede y evita una mejor comprensión: para los cristianos, el Padre o la Madre apareció de alguna manera en su hijo Jesús, un tú que tomó de nuestro yo, uno que, como todo tú, limita con ese yo. Y para que sea posible perderse en esa limitación mutua, ambos podemos olvidar ser yo de un tú y tú de un yo. Esto no puede ser ni premeditado ni descrito ni antecede a una comprensión perfecta porque la encarnación es esa singularidad de las creencias cristianas a la que regresó Juan Damasceno para saber distinguir al icono de lo solo didáctico y del resto de la imaginería de las religiones, aunque dudo si esto último ocurrió y si es tan necesario.