Desposeer la energía: Nirvana y obsesión en el acto de escribir
Filosofía
Por: Alejandro Massa Varela - 04/18/2023
Por: Alejandro Massa Varela - 04/18/2023
Empecé a escribir balbuceando un estilo. También al iniciar este ensayo tuve que balbucear luz. Entendiendo esto, quizá me disculpen se necesito arrimarme a una experiencia más reposada. No a la de un escritor propiamente dicho, sino a la experiencia de Puccini, un artista miembro de esa brumosa categoría de los autores clásicos. Su ópera es un túnel sinfónico y una tautofanía, un trayecto que no sólo me permití seguir contradiciéndolo con mi sola presencia: me ha desacertado. Se adentró en mí y va enderezando un bucle de dudas sin probable certeza racional. Puccini se deja convertir en un amigo nunca póstumo, uno de esos nombres suficientes, Safo, Quevedo, Nietzsche o Marx, a los que no hace falta añadir referencias. Su obra prueba que la pasión también medita.
¿El maestro murió bellamente? Su última palabra escrita: poesía.
Enseñó el Buda: el deseo te lleva a sufrir. Escribir sería aceptar y renegar esto a las puertas de una salida que resuena. Lo que advertimos sobre el cambio sobrepasa lo que desear puede prever, porque la mutación es más compleja que la mente predispuesta. ¿En verdad podría yo salir a un cambio sin esa receta evolutiva que soy? Nuestra necedad y memoria humanas, un arraigo erótico firme y sutil. El caos sin mente es tranquilo e inextenso. De ser esto es cierto, ¿cuál podría ser la importancia de los renglones acerca de una vida? Respondo desde líneas mecanografiadas: el acto de escribir es somático. Su primer factor se asemeja a masturbarse, una condenación compulsiva al propio poder. A la masturbación se le ha despreciado como uno más entre los vicios o se le considera un alivio casi inocente, pero nada más lejos del hecho: no implica un soliloquio físico, sino una avenencia, primero virtual, luego testimonial, entre la soledad energética, las apariencias humanas y una inmanencia apasionante.
“El sutra de Kama”, el Cupido de la India, eleva esta práctica a un apoderarse de la fiera, la lección introductoria y consciente sobre el deseo devorador que posé a la mujer y al hombre antropófagos. Nos consumimos entre nosotros para ser lo mejor de lo humano y contar con qué repartirnos por el universo. Diría Sartre: un humano hecho de todo lo humano. Tragedia que, sin embargo, vibra al unísono. Un corazón rolado, una compasión difícil según asegura la poeta Chantal Maillard. Un poder propio que late otro poder cada vez más secreto.
El escritor masturbador tiene una razón pragmática y moral en el acto de escribir: se come primero así mismo, enseña a imitarlo a sus lectores violentos y procura volverse con ellos sobriedad o mesura dentro del festín egoísta del mundo, su compleja y no decidida genealogía.
Si esto puede describirse así, nunca prescribirse, es inevitable pensar que el arte literario refrena. No es el caso. Se trata de una segunda sensibilidad técnica que se forma en y forma a la primera y más amplia. Prepara y afina la mente semimasoquista y semisádica del público, le enseña sobre sí mismo, le muestra su resolución y a veces le propone actos más nobles, esa compasión entrelíneas. Karuna de la tecnosensibilidad.
El escritor realiza un esfuerzo doloroso y caritativo: habla por el ser humano, un animal sin las gracias venéreas de un equino, sin la orientación ordenada de un panal de avispas o un banco de peces, sin la longevidad de los dioses, el temperamento de la cobra o del cordero, pero con carisma oculto de ángel, hecho de memorias de álgida atrición y poca contrición.
Un escritor no enseña a lidiar con la pasión, sino con lo que podría esperarse del toma y daca entregado a un trasfondo invisible, algo más importante que la evidencia categórica. No apalabramos la verdad, damos nuestra vida a las palabras: sangre, cebo, soma de nuestras noches sin dormir, impresiones de escusado y de aura, nuestro calor inter e intrasexual.
Ya lo dijo Pacino en su personaje de Perfume de mujer:
He llegado a la encrucijada de mi vida y siempre conocí cuál era el camino correcto. Sin excepción, lo juro. Pero jamás lo seguí. ¿Saben por qué? Porque era demasiado duro.
¿Quién dijo que uno puede pasar el tiempo como una diva? ¿Quién podría evitar para siempre una gran conclusión y la suma inquietud? En todo caso, una escritora como la poesía con nervio jamás podría permitirse el lujo de permanecer solo como lo no advertido.
Algunos budistas cuentan con una escatología que señala tránsitos históricos crueles denominados Mappō. Periodos de confusión violenta definidos por el sálvese quien pueda entre enmarañados pecados estructurales, donde ser ético y generoso puede costar la vida. Esto pasó en el Japón y en alientos distintos de este planeta. Los gobiernos Mappō son particularmente corruptos porque sus gobernantes sólo saben servirse y traicionar. Lo que caracteriza a un tránsito humano así es la fe en el propio poder, la creencia en uno mismo para resolverlo todo, ya sea por narcisismo o porque no parece haber de otra. La vida de un lobo feroz contra otros lobos devoradores. Mappō es una coevolución carente de oportunidad para el dharma búdico, la meditación del kōan y el zazen. Pero el ingenio japonés alentó, por ejemplo, la fe simple en el Buda Amida, la secta de la Tierra Pura. Admitir orgánicamente que no podemos solos, convertir ese convencimiento de que el propio poder es fútil: en una confianza ilimitada en la otredad.
Los escritores somos masturbadores de luz en esta Tierra impura. Debemos desposeernos y confiar en las peores y mejores mentes de nuestra generación, pero no desde la resignación o la ingenuidad. Nuestro dharma es el testimonio de un ser prácticamente mono salvo por una variación infinitesimal en el ADN: su maldad y su esperanza que nos comunica.
A dios le hacia falta el mundo. Pero al mundo violento, como obra divina, no le ha hecho falta dios. Es horroroso pensar en este espacio único que somos como una selva airada. Lo que nos conduce al acto de escribir no es suficiente compensación. Y, sin embargo, sin esos ojos turbios donde nos reunimos todos los que esperamos en el casi infierno: ¿qué sería trascender y salir?
Si dios es tan vulnerable que ni siquiera tiene un mundo, nosotros lo somos un poco más y un poco menos por tenerlo. Sangramos cada letra escrita como si la corriente de la fe en el corazón estuviera a punto de vernos en fuegos artificiales, salvas de la muerte que escriben ese nombre que no conocemos, que no pensaron nuestros padres y con el que nos bautizó el espacio incesante, una hoja en blanco, una tarde, una noche y una mañana blanca en el deseo.
Esto fue lo último que dijo el Buda a sus discípulos: vayan y encuentren la verdad. Este puede ser el final que nunca acabó de pensar Puccini:
Me encuentro junto a quién sabe qué diabla poesía. Está a punto de calmarse, lo intenta y se arrima a la orgía de mi memoria. Se ha ido quedando callada mi pasión para que su silencio sea el refugio de unas voces nuevas. Pero no puedo evitar preguntarme ¿qué sería de esta mudez tranquila si no siguiera viviendo hasta carnalizar su boca?
La Tierra no meditaría sin algo distinto a pacificarla, sin el mundo nuevo y el acto de escribir sobre la eternidad historias irremediables.
Muero y puede ser que la poesía se diga a sí misma.
Alejandro Massa Varela (1989) es poeta, ensayista y dramaturgo, además de historiador por formación. Entre sus obras se encuentra el libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo (Plaza y Valdés), prologado por el filósofo Mauricio Beuchot; el poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía (Ediciones Camelot) y las obras de teatro Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Su poesía ha sido reconocida con varios premios en México, España, Uruguay y Finlandia. Actualmente se desempeña como director de la Asociación de Estudios Revolución y Serenidad.