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Segunda parte de un ensayo dedicado a Michel Foucault y su "arqueología" de lo humano

En esta segunda parte mi ensayo sobre Michel Foucault, propongo regresar en la Historia hacia las culturas tradicionales premodernas. En nuestra naturaleza instituida y estética ¿qué podría ser universal, qué específico y qué o quién sería el individuo? 

Dentro de la Modernidad, el ser humano presuntamente pasó a ser aquel que conoce e igualmente una empiricidad más a ser conocida. Una síncopa libre como autogestión, un y leitmotiv del saber heteronómico. A mi entender, no es que este elemento subjetivo tenga un origen histórico sino que su historicidad pasa a ser toda teoría del sujeto, indistinguible de la teoría general necesaria para la Filosofía de la Historia y la tecnosensibilidad.

Recurriendo a la filosofía arqueológica de Foucault, pienso que los factores de las posibilidades se hacen evidentes por cómo son historicidad, o algo más que factores intrínsecos o explícitos. Lo que quizá deberíamos reconocer como las ruinas alegóricas de y las configuraciones mínimas entre todas las epistemes serían: una primera, segunda y tercera forma que posee el deseo, relativas a lo universal, a lo específico y al individuo.

La historia de esto último sólo podría narrarse desde una historia de las especificidades en la que la aparición de la Filosofía de la Historia sería un giro antropológico epistémico. Y no limitándome a definiciones foucaultianas, también sería un giro de carácter esotérico, personalista y teórico-crítico, que viró hacia dentro aquellas especificidades exotéricas, endógenas y regionales en la amplitud del pasado. Este giro no es otro que la manera relativa de desear propia de lo individual, de lo subjetivo difánico como sujeto al mundo y sujeto del mundo. Modificó las nociones de lo concreto y recodificó qué es ser parte, remaneciendo como una duda sobre lo objetivo en lo universal y lo subjetivo en lo que sea particular

El principio de la Filosofía de la Historia es claramente lo específico vuelto teoría, una del sujeto o de la libertad. Y coincidiendo con Foucault: esto como principio es insuficiente y muestra las sucesivas contradicciones de esa filosofía. Si se requiere saber qué implica lo humano, y esto solamente puede entenderse por medio de la Historia, al convertirse esta en una teoría del sujeto queda empantanada en la brega de hacerse entender el mismo principio del que parten su reflexión y oferta: lo humano. Un círculo vicioso de lo imposible.

Si bien el filósofo francés quiso verificar esta hipótesis desde un recorte cronológico que aborda las transformaciones en el orden del conocimiento desde el siglo XVI en adelante, es decir, centrándose en la episteme moderna como el lugar de nacimiento del ser humano, a mi juicio, debería ampliarse el susodicho recorte a epistemes premodernas y religiosas

En su libro Mientras los dioses juegan, el indólogo Alain Daniélou advirtió que desde el siglo VI antes de la era común se dio una nueva conceptualización religiosa, litúrgica e iconográfica que pretendió imprimir el arquetipo de lo humano en el universo, en lugar del arquetipo de lo universal en las mujeres y los hombres. Siglo de Pitágoras, Safo, Zarathustra, Gautama, Lǎozǐ, Kǒngzǐ, Esdras y Nehemías. Un giro antropológico que, según mi lectura del caso, Foucault desdeñó o no investigó a profundidad en Las palabras y las cosas. Dicho esto, me atrevo a proponer dos conclusiones a partir de la historia de la antigüedad.

La primera conclusión asienta que, para justificar su desarrollo en especificidades convertidas y asumidas pluralmente como reinterpretación, la hermenéutica de la continuidad propia del judeocristianismo desarrolló como Filosofía de la Historia la temática de lo alienante y el sufrimiento, presencia e idea del mundo y sus factores de malestar. Es decir, una teoría del valor de las especificidades por la conversión de lo universal en filosofía y, en última instancia, en Ética, una que va asumiendo las problemáticas de la mundialización, la cual sólo pudo darse vía una introyección. Heidegger así lo sugirió: 

[…] también el cristianismo es un Humanismo, desde el momento en que según su doctrina todo se orienta a la salvación del alma del hombre (salus aeterna) y la historia de la humanidad se inscribe en el marco de dicha historia de redención. Por muy diferentes que puedan ser estos distintos tipos de Humanismo en función de su meta y fundamento, del modo y los medios empleados para su realización y de la forma de su doctrina, en cualquier caso, siempre coinciden en el hecho de que la humanitas del homo humanus se determina desde la perspectiva previamente establecida de una interpretación de la naturaleza, la historia, el mundo y el fundamento del mundo, esto es, de lo ente en su totalidad.

La segunda conclusión aduce que el culto a esa deidad tribal de Israel, por la que comenzó el judeocristianismo, fue una manera específica de hacer vivible lo numínico a través de una metafísica del pueblo de Dios, una serie de relaciones concretas que proponen establecer una participación auténtica en lo real, y que a lo largo de su historia pasa a ser la reflexión de su propia historialidad. Si esto también es específico, entonces se habla de una plausible razón de ser que, conforme pierde vigencia, asume un compromiso como episteme menos ad intra y cada vez más ad extra, reinsertándose ambas nociones desde principios de autoconservación y de vocación, desde lo menos endógeno hasta lo más confesional, hasta configurar una ética de repercusión global o universalista.

La cristianía, concepto de Raimon Panikkar, o las motivaciones morales de ese giro intimista, es parte de una historia de la justificación que fundamenta, por una parte, el imaginario instituido o la especificidad histórica del cristianismo, a saber, una filosofía de encuentro entre la cultura semita y la helenista, y, por otra, la cristiandad o la civilización pospagana y modelo de un sistema mundo, una episteme globalizada

La episteme moderna se hace ver hoy en lo que podríamos llamar la hipermodernidad, neologismo de Gilles Lipovetsky para señalar a nuestra paradoja contemporánea como una dependencia por el consumo con expectativas de confort que, no obstante, delinea un sentido de individualidad más empático por un gran terror al sufrimiento. Esto no es otra cosa que el gran ramaje del árbol de aquel grano de mostaza lleno de los sentidos específicos del reino universal de Dios, puesto a predicarse como metafísica de masas. Aludiendo a esta coevolución de lo universal especifico y de lo especifico individual, para Wittgenstein: “La visión del mundo sub specie aeterni es su contemplación como un todo –limitado–. Sentir el mundo como un todo limitado es lo místico”, un poderoso encantamiento.

Lo que se ha querido decir por metafísica es y no es esa Historia de la personalidad. Lo que aportó el cristianismo en su pretensión de convertir al ser en las cosas, al ser de las cosas o al ser las cosas en conocimiento: fue un giro antropológico en la historia de la universalidad. Lo entendió Andrés Ortiz-Osés como una hermenéutica simbólica o de una institucionalidad que supera la idea de representación y hace comprender qué es tomar parte integral de un significado. El cristianismo reafirmó al mundo antiguo al no poder afianzarse espiritualmente sin una metafísica de lo universal, si su confesión no era Ágape en los seres humanos, si no podía creer en una continua sacralización de las formas y una acción multiforme de la Gracia. Así consiguió restallar en el correlato metafísico y como coevolución de las culturas Al asumirse como la historia de lo universal, nos ha heredado una antropología que quiere ser mediada por ese misterio que sería Dios, mediador de la vida en suma, vida capaz de devorarse a sí misma, las entrañas de su miseria.

El cristianismo en su religiosidad máximo-sincrética, junto a todo giro religioso salvífico o soteriológico, por ejemplo, el budismo al otro extremo del planeta fue una nueva interpretación de la Historia de la personalidad como metafísica autoafectiva. Esa es la antropología que la episteme de la Modernidad reconvirtió en una metafísica autocrítica o en teoría de la interpretación de la libertad, un correlato entre la introyección, la realidad y la Historia. Lo entiendo como el esoterismo antropológico moderno que produce, vía su razón instrumental: su propio exoterismo socio, tecno y sublógico. Este principio que es la antropología domina aún hoy en día los combates por la hegemonía cultural.

Puede cuestionarse la hipótesis de ese giro antropológico de las religiones, sobre todo en el espacio que se ha venido a delimitar, más allá de localizaciones geográficas, como Oriente. Por ejemplo, el rechazo budista al dharma ritualístico védico o a la genética de los varnas, colores o castas de origen ario, es menos espartaquista que aquel mutualismo primitivo cristiano. Sin embargo, lo primero pudo ser una comprensión de la catolicidad de apreciación esotérica, parecida a lo segundo como orientación crística, en contraste con los esfuerzos del cristianismo de definir una cristiandad o su carácter epistémico más general, que entendería Frithjof Schuon como búsqueda de una santidad radicalmente exotérica. La episteme cristiana, transcristiana y premoderna opera entre lo esotérico y lo exotérico de aquel paso de lo específico universal a lo individual y humano.   

Si bien es cierto que ninguna de estas religiones ha sido antropocéntrica, ya que el budismo apela a los seres sensibles en general y el cristianismo es teológico, por lo que ninguna de las dos suponen un Humanismo si este no es subordinado, aun así, en tanto universalidades escatológicas, sí se puede reconocer en ellas una tendencia cósmico antropomórfica. Esta pasó a ser para lo cristiano y lo moderno: ontoteleología.  

Como sugirieron Octavio Paz y Panikkar, si bien es cada vez menos clara la oposición Oriente/Occidente, hay una relacionalidad entre ambos destinos o versiones de la episteme aria patriarcal y racionalista, y su interculturalización con los pueblos agrícolas matriarcales y naturalistas. Pueden ser menos dicotomías culturales y más recursiones antropológicas, lo que reafirma su esfuerzo por buscar la alteridad, definida desde su experiencia del drama que llamamos humano. Su lógica no fue más la propia metafísica, sino su antropología. Se elaboró así una metafísica con su historia, la cual, si todavía no era autocritica o teoría consciente sobre el sujeto, como en la Modernidad, sí alcanzó a ser autoafectiva, es decir, una continuidad como emoción humana que pretendió convertir la continuidad social en creencia, más ad-intra o más ad-extra de acuerdo con los contenidos de su idea de lo específico, de la belleza, el bien, lo sumamente santo y lo satánico.

Askeladd, del anime Vinland Saga, sabía bien que todos son esclavos de algo. Estamos perdidos en una idea sobre lo que debemos ser nosotros mismos, sobre la unidad del yo y sobre su unión con las demás personas, hechos y lugares en el universo. No importa si esta idea es Dios o la salvación, no importa qué tan concretas o sutiles sean las cadenas. 

Canute, un personaje cristiano del mismo anime, advertía esa esclavitud de todas las promesas, o ¿existen nuestras vidas por alguna otra razón que ser juzgadas? Nos hemos salvado y redimido mucho antes de lo que podemos recordar como especie y culturas fuera de orbita, inventando nuestro propio corazón y el de los demás. Adivinando el futuro.

 

Referencias bibliográficas:

Alain Daniélou, Mientras los dioses juegan, Girona: Atalanta, 2011.

Martín Heidegger, Carta sobre el humanismo, Madrid: Taurus, 1970.

Gilles Lipovetsky, Los tiempos hipermodernos, Madrid: Anagrama, 2006.

Andrés Ortiz-Osés, Las claves simbólicas de nuestra cultura: matriarcalismo, patriarcalismo, fratriarcalismo, Barcelona: Anthropos, 1993.

Frithjof Schuon, De la unidad trascendente de las religiones, Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, Editor, 2004.

Raimon Panikkar, Ontonomía de la ciencia: sobre el sentido de la ciencia y sus relaciones con la filosofía, Madrid: Gredos, 1961.

Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Madrid: Alianza editorial, 1999.


Encuentra en el enlace a continuación la primera parte de este ensayo: Foucault, deicida y hierofánico: la episteme como tecnonaturaleza

Y en este enlace la tercera parte: Foucault, deicida y hierofánico: sueño y vigilia en la episteme moderna


Alejandro Massa Varela (1989) es poeta, ensayista y dramaturgo, además de historiador por formación. Entre sus obras se encuentra el libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo (Plaza y Valdés), prologado por el filósofo Mauricio Beuchot; el poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía (Ediciones Camelot) y las obras de teatro Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Su poesía ha sido reconocida con varios premios en México, España, Uruguay y Finlandia. Actualmente se desempeña como director de la Asociación de Estudios Revolución y Serenidad.


Canal de YouTube del autor: Asociación de Estudios Revolución y Serenidad