La relación amorosa de Hollywood con el cine mexicano no es necesariamente una prueba de la calidad del mismo. Ciertamente ha habido algunas obras destacadas en los últimos tiempos, pero sería un error pensar (como podría creer alguien que sólo se guíe por los premios) que las películas mexicanas galardonadas son obras maestras y sus directores grandes artistas.
Este es particularmente el caso de Alejandro González Iñárritu, director que ha hecho un par de buenas películas pero ha ganado fama mundial de gran maestro de un cine artístico, algo que es una crasa exageración. Ese es el problema de Iñárritu: que es un buen director de cine principalmente por su capacidad técnica pero pretende hacer obras magnas, sumamente ambiciosas, que requieren de una genialidad y una profundidad artística de las cuales carece. Si se conformara con ser una especie de artesano y no soñara constantemente con hacer "cine de autor", si se pusiera al servicio de los estudios y les diera acabado a las ideas de otros (mejores) guionistas, sin querer infundir su propia visión (política y autobiográfica) a enormes escalas, seguramente podría ser una fuente más o menos constante de buen cine; no de gran cine, pero acaso eso sería suficiente.
Este es el caso de la cinta Bardo, que pertenece al mismo tipo que se encuentra en películas como Babel (2006) y Biutiful (2010), donde de nuevo el ex DJ y exdirector de anuncios publicitarios, que se compara a sí mismo con Borges y Cortázar, se pone al servicio de su propio ego y de su propia condición de "artista privilegiado". En ese sentido, Jorge Ayala Blanco, uno de los pocos críticos cinematográficos que quedan en México con cierto conocimiento de su materia, calificó la película como una muestra de "narcisismo desaforado".
Es cierto que el filme es narcisista y desaforado, pero eso no tiene que ser un problema. No lo es en el caso de las obras de maestros como Fellini o Dalí, pero hay un ingrediente faltante: si uno va a mostrar una mezcolanza de imágenes, viñetas oníricas, posturas políticas, referencias autobiográficas elevadas a un carácter universal, etc., es necesario estar tocado por la genialidad y ser un auténtico artista, capaz de integrar lo aparentemente inconexo bajo un ideal filosófico o un dominio superlativo no sólo de la forma sino de la idea.
Iñárritu sostiene que su obra no es autorreferencial y no es narcisista, diciendo también que si fuera sueco o danés sería considerado "un filósofo", pero que por ser mexicano se considera que su película es "pretenciosa". Pero es muy difícil no ver en el personaje de un documentalista millonario que vive entre Estados Unidos y México y cuyos recuerdos se mezclan, con una forma literal de delirio de grandeza, con episodios de la historia de México, una especie de alter ego del director.
De cualquier manera, el problema no es la ambición o que esta sea problemática sólo cuando resulta fallida (entonces, doblemente fallida). Si Iñárritu hiciera películas de la calidad de Bergman o de Tarkovski, o incluso de alguien como Lars von Trier, no habría razones para llamarlo pretencioso. Pero el exceso de confianza no siempre da frutos y de lo "fellinesco" se transita fácilmente al autofellatio cuando no fluye la auténtica linfa espiritual.
Ayala Blanco escribe con toda su fuerza desaforada, lúcida, iracunda y sin dejar respirar al lector:
El narcisismo desaforado da forma a una especie de memoria onírica, de vertiginosa egolatría superazotada (a lo Javier Bardem en Biutiful de Iñárritu 10) y de viaje nostálgico alrededor de mi cráneo autorreferencial-autoindugente-autoficcional-autocomplaciente de un moribundo sopesando su alma (tipo 21 gramos de Iñárritu 03), en virtud de los desajustados manierismos del incontinente fotógrafo iraní Darius Khondji que convierten al film en un grandilocuente carnaval neoexpresionista-caricaturesco (hasta con un secretario de Gobernación llamado Siniestro Quiñones) de profundidades de campo con gran angular poswellesiano e ininterrumpidos giros violentos de noventa grados, y gracias a un diseño de producción arrodillaburócratas de Eugenio Caballero capaz de conseguir todo el Centro Histórico para lúgubres deambulaciones fotogénicas gratuitas y el mismísimo Zócalo para insípidos desmayos de un reguero juntacadáveres, porque se trata de convocar al tedio por exceso y sobresaturación, emulando atiborradamente e indigestándose a la vez con los fantasiosos arquetipos junguianos del Ocho y medio de Fellini (63), la moribundia interminable de la danza macabra broadwayana del All That Jazz/El show debe seguir de Fosse (79), imágenes-símbolo procedentes de Angelopoulos o La fórmula secreta de Gámez 65 (ese revoloteo en la plancha del Zócalo, esos suplicantes volteados en el techo de la imagen) y hasta del entrañable visitadero autoconmiserativo del inexhibible Recodo de purgatorio de nuestro malogrado José Estrada (73).
Y remata:
en suma, episodios tutti frutti engolosinados con su vacuo virtuosismo técnico y su destemplanza sin diapasón, [...] el batidillo de los nebulosos radicalismos sociopolíticos [de un film que] cierra en trepidante anillo sin haber logrado salir del churrealista desierto mental de su burdo bardo.
La cinta cierra con una apropiación conceptual, y más bien superficial, del "bardo", el espacio intermedio budista, que se vuelve símbolo de la condición migratoria, en un reduccionismo de su sentido original.
El problema de la película, como se mencionó, es que es un narcisismo desaforado, pero justamente de una persona que no es un artista brillante aunque pretende serlo, y no sólo eso, sino que además pretende convertirse en la voz de la conciencia de un país (y por lo tanto, sembrar símbolos en el inconsciente). Como él mismo ha dicho: "Tengo el privilegio de poder usar mi voz para hablar no sólo por los mexicanos, sino por cualquiera que se sienta desplazado". Pero parece ser parte de la tragicomedia del mexicano, en consonancia con el espíritu de los tiempos, que quien habla por esa colectividad, quien le da voz al predicamento nacional, no e un artista sino un gran publicista que pretende ser artista.