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Bajo la apariencia de una lucha de poder en un lejano reino vikingo, "El hombre del norte" habla sobre un problema fundamental para la existencia del ser humano

La característica más evidente de El hombre del norte (Robert Eggers, 2022) es que se trata de una película épica. Este calificativo, sin embargo, es menos sencillo de lo que podemos pensar en un primer momento. 

Lo “épico” obvio de la cinta son, por supuesto, la historia y todo lo que esta implica: la época en que está situada, los personajes, el contexto cultural y social, pero también, el tratamiento que se le da a la historia, la manera en que se cuenta, ciertos elementos simbólicos incluidos, los temas tocados y más. 

Con cierto ánimo provocador podría decirse que Game of Thrones (2011-2019), con su éxito apabullante, preparó el terreno para que una película como El hombre del norte sea, hasta cierto punto, fácil de ver. Después de todo, bien puede pasar como una película sobre un reino medieval europeo incipiente en donde, como en la serie de David Benioff y D. B. Weiss, hay traiciones inesperadas, muertes al por mayor (varias de ellas mostradas con un nivel de violencia hasta hace poco inusual en la pantalla), brujería y hechizos mágicos, guerras, personajes acordes al espíritu de la época que se intenta retratar (heroicos, valerosos, extraordinarios dentro de su propio contexto) y otros elementos que permiten establecer un paralelismo entre ambas producciones, así sea de manera superficial. 

Sin embargo, en El hombre del norte lo épico se expresa también en otro aspecto muy particular y que de alguna manera se encuentra en un nivel mucho más profundo de la narrativa y el planteamiento de la cinta.

Cabe recordar que, en los estudios literarios, el género épico se refiere a algunas de las primeras obras de la humanidad que estaban caracterizadas por la presencia de héroes, hechos gloriosos (y fundacionales) y en general una narrativa y un ánimo orientados hacia la grandilocuencia e incluso hacia cierta forma de sacralidad. De ahí que el término “épico" se haya vuelto cercano y casi sinónimo de palabras como “heroico” o “legendario”. Desde esa perspectiva, obras como El Ramayana, La Ilíada o Beowulf se consideran épicas.

En una lectura de otro orden, a la épica tradicional también se le han atribuido ciertas cualidades lindantes con lo fijo y lo estático. En los textos épicos suelen abundar y repetirse las fórmulas hechas, los epítetos, las referencias a historias orales conocidas por todos (en la época) y otras piezas afines que dan un suelo muy estable al texto, tanto para sí mismo como de cara a las personas a quienes estaba destinado. Cabe anotar que esa recurrencia a la repetición de fórmulas específicas servía asimismo para facilitar la memorización íntegra de un texto concebido para ser declamado en voz alta ante un público.

Si a esto sumamos que muchos de los poemas épicos se asociaron con los orígenes y la identificación “patriótica" de determinadas culturas, así como con la ritualidad y la solemnidad de estas, es posible entender por qué lo épico tiene también cierto carácter fijo. Prácticamente todos sus componentes contribuyen a afianzar el relato épico, casi a petrificarlo.

En El hombre del norte, esa cualidad de la épica se expresa en un detalle muy específico y también decisivo de la historia y de la construcción del personaje protagónico, el príncipe Amleth: casi toda la cinta (digamos, unas tres cuartas partes) gira en torno a una creencia que el príncipe elaboró para sí mismo y que condensó en una fórmula que repite con insistencia en cierto momento de la película, como un mantra, una letanía o un conjuro que, hasta ese momento, da sentido a su existencia y especialmente a su sufrimiento: “Te vengaré padre. Te salvaré madre. Te mataré Fjölnir”

En esas tres frases está sintetizada la vida de Amleth, bajo una forma muy particular: la de un destino señalado y, por corolario, la de una teleología para su propia existencia. Para Amleth su vida tiene tanto un sentido como un fin perfectamente definidos. Todo lo que hace a partir de que huye de su reino natal –luego de que su padre, el rey, muere en una emboscada tendida por su tío y este se apodera del trono y de la reina, madre de Amleth– tiene una dirección orientada a esos tres propósitos.

El problema sobreviene cuando Amleth descubre que ese relato que se inventó y en el que creyó fervientemente todos los años de su vida partió de un falso principio. Cuando su madre le revela que en realidad detestaba al rey, su esposo, y que a raíz de ese aborrecimiento instigó a Fjölnir para que lo asesinara y tomara su lugar al frente del reino, toda la historia que Amleth se contaba a sí mismo se cae a pedazos, es decir, su creencia en un destino y en especial la idea de que, aunado a este, su existencia tenía un sentido definido.

De todas las características de la época, esa es quizá la más ajena a la mentalidad moderna. Conservando la discusión en el ámbito literario, podría señalarse esa gran diferencia entre el héroe épico (e incluso trágico) de la Antigüedad y el héroe moderno: mientras que el primero está sujeto a una narrativa fija que lo supera (el orden del cosmos, el destino fijado por los dioses o por los astros para él o ella, la existencia enmarcada entre límites determinados), el héroe moderno vive en aparente libertad, sujeto todavía pero, en todo caso, por entidades mucho más elusivas (la sociedad, la cultura, la familia) y, además, sin un camino certero frente a sí. Esa es para muchos la tragedia moderna: carecer de cualquier tipo de idea o creencia que dé certidumbre al destino personal o, mejor dicho, al devenir. En la modernidad nada parece asegurarle al ser humano su lugar en el universo, en la sociedad o al menos en su propia vida. 

Lo paradójico es que aun cuando en la modernidad, se dice, no existen más esos “grandes” relatos que antes daban sentido a la existencia personal y social, el sujeto moderno no ha abandonado la práctica de sostener su vida en historias que se cuenta sobre sí mismo, sobre el sentido de su existencia y aun sobre cierta idea de “destino”. Historias como ser el “responsable" o el “protector” del nombre familiar, ser el “salvador” de determinada persona, ser el “instrumento” de una misión de vida, son más comunes y sobre todo más actuales de lo que quizá muchos supongamos. Dicho de otro modo: muchísimas personas orientan y le dan sentido a su vida a partir de relatos de ese tipo, en los que, como Amleth, creen fervientemente y que, al igual que el príncipe, ni siquiera saben si son ciertos o si se originaron en una mentira fundacional.

Bajo esta perspectiva, El hombre del norte no es otra película épica de vikingos. Por el contrario: parte de su genialidad es poner de relevancia un tema como el señalado, totalmente vigente, a partir de la historia aparentemente lejana de una pugna familiar por un modesto reino medieval.

 

Twitter del autor: @juanpablocahz


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