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Quizá el misterio de la existencia no pueda ser penetrado meramente a través de la inteligencia, sino que se requiere del cultivo de otras capacidades

La civilización occidental se ha construido en gran medida gracias al desarrollo de una forma de conocimiento que puede ser descrita como racional o intelectual. Esta es la transformación del lógos griego, que era un concepto más vasto, en lo meramente discursivo o en el puro ratio (como fue traducido al latín). Ciertamente, lo que el ratio llegó a ser en el pensamiento científico no es lo mismo que lo que era el lógos para Heráclito, pensador enigmático que tiende a la paradoja, a la conjunción de los opuestos y a un pensamiento que trasciende lo analítico. Pero incluso en Platón, a quien le debemos eso que llamamos "metafísica", ya existe la noción de una epistemología que se aleja del pensamiento discursivo y que involucra la educación del alma o de la percepción como condición para acceder a la verdad. Platón habla famosamente del "ojo del alma" en La república. Aquello que permite a un individuo salir de la caverna y del mundo de las sombras hacia la luz es la educación de esta capacidad de discernimiento que podemos llamar metarracional o intuitiva (noesis).

La antigüedad vería numerosas escuelas que desarrollarían una idea de un conocimiento que trasciende lo racional y que requiere de un entrenamiento o purificación. Esto quizá era de esperarse en civilizaciones como la griega y la romana, que durante más de un milenio fueron iniciados a los misterios de Eleusis y estaban en contacto con tradiciones esotéricas como la egipcia. Vemos que aparecen estas ideas de una percepción suprasensual en los neoplatónicos, en los gnósticos, en los herméticos y por supuesto también entre los pensadores cristianos, particularmente aquellos influenciados por el platonismo.

De manera importante, y también influenciados por el platonismo, esta noción aparece entre algunos pensadores islámicos, particularmente entre los sufíes, que desarrollan la noción del "ojo del corazón" y de una capacidad cognitiva sutil que yace en la imaginación. Esta facultad, que el académico francés Henry Corbin ha llamado "imaginal" para distinguirla de lo meramente imaginario, es una potencia de una inteligencia cuya raíz está en el corazón y no en el cerebro o en lo discursivo; tiene su fundamento en las imágenes y se alimenta de las emociones, del amor y la fe. La imaginación accede a lo celestial o angelical, al orden del cual nuestro mundo es un símbolo, según los místicos sufíes. 

Posteriormente, un pensador cristiano, Blaise Pascal, diría que "el corazón tiene razones que la razón no conoce", frase que no debe entenderse como ha sido comprendida popularmente, como una declaración de que el ministerio de lo emocional es distinto al de lo intelectual, justificando las pasiones amorosas. Más bien, la frase en su contexto sugiere que la razón no es la mejor forma de conocer a Dios, pues "es el corazón que siente a Dios y no la razón. Esto es lo que es la fe, sensibilidad a Dios y no a la razón".

Aunque podríamos citar muchos otros ejemplos de importantes pensadores que han hablado de los límites de lo racional o intelectual para acceder al conocimiento, una de las visiones más claras en relación a este tema la encontramos en otra pensadora francesa, Simone Weil. Para Weil, el intelecto es esencial para establecer cierto tipo de conocimientos y encontrar relaciones en el universo, pero tiene un límite. Es necesaria una facultad espiritual para penetrar el misterio de la existencia y conocer lo real:

La inteligencia no puede controlar el misterio en sí mismo, pero está perfectamente en posesión de un poder para controlar los caminos que ascienden o descienden a él. Ella permanece absolutamente fiel a sí misma al reconocer la existencia en el alma de una facultad superior a sí misma que conduce al pensamiento más allá de ella misma. Esta facultad es el amor sobrenatural; la subordinación consentida de todas las facultades del alma al amor sobrenatural es la fe.

Lo anterior sugiere que el pensamiento racional tiene la función de trascenderse a sí mismo y entregarse a la fe o al amor sobrenatural. En este sentido, para Weil, claramente, el conocimiento es esencialmente metafísico. La metafísica se construye a través del intelecto racional pero en última instancia su esencia, al ser meta-física es por definición sobrenatural y debe ir más allá de lo racional. Ello en tanto que este modo de conocimiento no está capacitado para penetrar el misterio, solamente para determinar las relaciones del mundo natural que permiten apuntalarse para desarrollar una visión metafísica. La inteligencia es como un vehículo que nos lleva hasta el río o el mar, pero para cruzar a la otra orilla necesitamos abandonarla y servirnos de otro tipo de vehículo. 

En otra parte, Weil, quien sigue a Platón, sostiene: "En lo bello -por ejemplo, el mar, el cielo- hay algo irreductible. Como en el dolor físico. Lo mismo irreductible. Impenetrable para la inteligencia". Esto irreductible, que permanece una vez que dejamos de proyectar nuestras propias ideas o conceptos sobre el objeto, es una imagen de la eternidad, de lo real, que se puede conocer solamente a través del amor. "El único órgano de contacto con la existencia es la aceptación, el amor". Aquí Weil une el hilo de una inteligencia del corazón, metarracional, con una noción religiosa que afirma que solamente percibimos lo real cuando miramos las cosas con desapego y, por último, con una noción casi kantiana de que no conocemos ordinariamente las cosas en sí, sino nuestras propias categorías o modos de entendimiento.

Weil va más allá que Kant y sostiene que sí podemos conocer la realidad en sí misma, pero para ello debemos eliminar la acción de la imaginación (o la proyección conceptual) sobre los objetos. Y para ella esto significa fundamentalmente eliminar la estructura del yo desde la cual vemos el mundo, pues es la primera ilusión, fabricación y apego que nos impide notar la existencia del objeto en su desnudez. Para Weil, ver lo real, como en el budismo, implica deshacerse o descrear el ego, el filtro que todo lo distorsiona. Y entonces, la visión es transfigurada a una participación: "Qué yo desaparezca para que esas cosas que yo veo se vuelvan perfectas en su belleza por el solo hecho que ya no son cosas que yo veo".


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