Donde hay voluntad de poder no hay amor (una crítica de la filosofía de Nietzsche)
AlterCultura
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 12/04/2018
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 12/04/2018
"Donde el amor reina, no hay voluntad de poder, y donde el poder predomina, el amor falta."
–Carl Jung
"La metafísica de Nietzsche consecuentemente se vuelve el cumplimiento del nihilismo, porque es la metafísica de la voluntad de poder."
–Martin Heidegger
"Amor significa la renuncia al propio yo... Es ver con los ojos del otro, sentir con su corazón y entender con su mente."
–S. Radhakrishnan
Una de las ideas que más han influido en la filosofía contemporánea y también –consciente o inconscientemente– en la sociedad en general, es la noción de la "voluntad de poder". Aunque es en la controversial obra que no publicó en vida donde más enérgico se muestra Nietzsche a favor de esta idea, seguramente es el centro mismo de toda su filosofía, incluso "su único pensamiento", según Heidegger. "El mundo es la voluntad de poder, y nada más", escribió Nietzsche. Ahora bien, existen numerosas lecturas divergentes (y ciertamente pocas obras se prestan a tanta variedad interpretativa) sobre qué quiso realmente decir Nietzsche con "voluntad de poder": si se trata de ejercer un poder político, de un poder más bien psicológico o, como sugiere en el texto que compiló su hermana, La voluntad de poder, si incluso se trata de una fuerza cósmica que permea toda la existencia, "un monstruo de energía", sin propósito alguno, aún más fundamental que la misma evolución. Es evidente que Nietzsche no pensaba en la voluntad de poder precisamente como un deseo de poder político o dominio por sobre los demás. Esta voluntad de poder es una fuerza universal, orgánica e inorgánica, pero que encuentra su expresión cabal y máxima referencia en el yo individual, en el individuo que es maestro o dueño de sí mismo y no se rige ya por las presiones, imposiciones y opiniones de la sociedad; el amo de sí mismo, capaz de crecer por encima de los hombres más débiles y autodeterminarse. Acaso entregarse al flujo de la existencia -amar su fatalidad-, pero no por ello entregarse al otro, abandonándose o negándose a sí mismo, y menos aún sometiendo su voluntad a una voluntad superior, pues para Nietzsche toda "voluntad superior" es un engaño: sólo existe la misma voluntad de poder que pulsa a través de los cuerpos. Nietzsche creía que todos los demás deseos humanos, como el deseo de saber la verdad, ocultaban el deseo más profundo, la fuerza telúrica misma, que era la voluntad de poder. Los filósofos y los hombres religiosos que supuestamente buscaban la verdad en sí misma o deseaban unirse con Dios, en realidad sólo hacían esto movidos por su voluntad de poder.
Nietzsche evidentemente hace una lectura un tanto cínica del platonismo y del cristianismo (al que lee bajo el contexto del protestantismo liberal de su época), los dos grandes sistemas metafísicos de Occidente, los cuales considera tanto esclavizantes -voluntad de poder hipócritamente disfrazada de amor a la verdad y amor al prójimo- como propios de la mentalidad de un esclavo, de la llamada "alma bella", débil y pobre. Sin embargo, estos sistemas metafísicos, los grandes educadores morales del alma occidental, enseñaban también lo que podemos llamar una doctrina del amor espiritual, particularmente enfatizada en el cristianismo, donde la caridad (agape) se convierte en el valor esencial, siendo éste el atributo fundamental de la divinidad. Se trata de un amor que purifica la mente a través de la renuncia, la compasión, el servicio y la negación del yo. Un amor que se basa en la relación personal -y por ello valúa a la persona, siendo por ello la fundación de los "derechos humanos"-, orientado radicalmente hacia el Otro: tanto el prójimo como Dios. No obstante todos los crímenes humanitarios de la Iglesia, quizá hechos discursivamente en nombre de Dios pero reflejando más bien una corrupción de las enseñanzas cristianas, justamente en la persecución de la "voluntad de poder" (¿ese "pecado original"?), la religión y la filosofía (platónica, estoica y demás) proveían una estructura moral y un centro dador de sentido cuya ausencia es difícil de sustituir, como el mismo Nietzsche notó. Seguimos viviendo "a la sombra del dios", o entre sus sucedáneos: las "estrellas" pop, el consumismo, el fanatismo político, el culto al dinero.
Al dejar de lado estos sistemas metafísicos y afirmar la voluntad individual se fue consolidando la visión de que el ser humano no tiene un telos, un propósito más allá de su deseo de poder y autoafirmación; así entonces, la verdadera motivación de nuestros actos es siempre a fin de cuentas el egoísmo. Incluso las relaciones de amor modernas han sido revisadas como juegos de poder o relaciones a través de las cuales hombres y mujeres logran desarrollar su yo y empoderarse. Esto es un poco injusto y reduccionista para la complejidad del pensamiento de Nietzsche, pues como ya dijimos su voluntad de poder es también una búsqueda de libertad y autoconocimiento, pero en cierta medida la aceptación tácita de la voluntad de poder como idéntica a nuestra naturaleza (a lo cual ha contribuido también el nominalismo) ha establecido la dinámica moderna del desarrollo y sentido humano como la búsqueda de estatus -dinero, fama, éxito, posesiones, explotación de la naturaleza, conquista-. La vida como una competencia. Nietzsche anunció la muerte de Dios en un mercado y paradójicamente, en la búsqueda de poder personal, el mundo desdiosado se ha convertido en un mercado del tamaño del mundo. Esto es algo que le produciría repulsión, una especie de traición a su espíritu, pero, sin embargo, esa semilla fue sembrada en su obra al elegir una ontología del poder, negar todo valor trascendente y relativizar la verdad. Para Nietzsche lo importante era desear algo, elegir una meta -así ejerciendo y cultivando la voluntad- y soportar (amar) lo que sobrevenga a esa elección, pues esta es la fuente del poder, no lo que se desea sino el hecho de desear, de querer más (incluso hasta el punto de querer que todo se repitiera otra vez). Para el cristianismo y para el platonismo lo importante no era solamente elegir, sino sobre todo poder elegir lo bueno, haciendo uso de la razón y el discernimiento, y orientarse hacia ello (hacia la Idea del Bien, hacia Dios). Nietzsche no creía que existiera tal cosa como lo "bueno", por lo cual la voluntad era en sí misma su razón de ser. La época actual, en este sentido, es más nietzscheana que cristiana o platónica, pues la libertad es considerada fundamentalmente como puro libre albedrío, puro ejercicio de la voluntad, y no como el conocimiento de lo bueno como condición para poder elegir y actualizar el ser conforme a una esencia o una causa final.
Ahora bien, lo que quiero argumentar aquí es que la ontología de poder de Nietzsche es una metafísica de la voluntad, como ha sugerido Heidegger, en la cual podemos elegir creer, pero que a fin de cuentas es sólo una creencia más y una que nos acerca a un nihilismo, a través de una hibris que se deja seducir por el poder y la promesa de autonomía individual, de no depender de ningún poder superior: ser amo y maestro de uno mismo y no rendir cuentas a nadie. Parafraseando a Milton "reinar en la tierra es mejor que servir en el cielo". Razonando desde la premisa de que el ser humano sólo encuentra sentido a su existencia a través de un otro -incluso la palabra y la conciencia parecen ser fruto de la socialización o del deseo de relacionarse-, de que lo que somos, esencialmente, más que un yo atomizado es un yo-tú dialógico (en el sentido del filósofo judío Martin Buber), o de que la persona es siempre un "rostro-hacia-alguien", una relacionabilidad, como el griego prosopo lo sugiere en contraste de atomo o individuo, me parece que existen otros caminos que nos sirven de mejor manera para afirmar la esencia y verdad de la persona, incluso para actualizar su más alta posibilidad, si bien algunos de ellos lo hacen, paradójicamente, a través de la negación del yo o de la importancia personal. Heidegger en su famoso "giro" hizo una crítica sutil de Nietzsche, el filósofo al que llamó el "último metafísico" y a quien consideraba uno de los pocos auténticos "pensadores", pero en cuya voluntad de poder leyó la realización del nihilismo, que ahora se ha establecido como nuestro valor fundamental, y a consecuencia del cual nos es imposible relacionarnos con el mundo de otra forma que no sea como sus dueños o amos. A la voluntad de poder, Heidegger opone el concepto que toma del misticismo cristiano de Eckhart (y que en general se encuentra en todo el misticismo apofático): Gelassenheit, el cual nos habla de un estado de sumisión y disponibilidad, de dejar ir y dejar que las cosas sucedan; desasimiento y desapego. Incluso de una "voluntad de la no-voluntad", un querer no-querer que se acerca al zen y al taoísmo. Para Eckhart es liberarse de la voluntad y del apego al yo lo que permite la unión mística, sólo haciéndose nada se alcanza el todo. Para Heidegger el desapego a lo creado de Eckhart era útil en el movimiento de (pensar) los entes hacia (pensar) el Ser, o de cosificar la existencia hacia abrirse al evento en el que la totalidad del ser se muestra y se dice a sí misma.
Es indudable que el ser humano tiene un instinto de supervivencia -el cual no es necesariamente su propósito ni la fuerza dominante que lo mueve-, una voluntad de vida (Schopenhauer) o una libido, pero esto no es lo mismo a una voluntad de poder. De hecho, el mismo Nietzsche ideó su voluntad de poder como una respuesta crítica al instinto de supervivencia entendido como la esencia de la evolución que leyó en Spencer: lo que quiere la vida, según Nietzsche, no es preservarse sino ser más, incrementarse siempre. Este mismo instinto puede experimentarse como un instinto de afirmación, competencia y superación, pero también como un instinto de colaboración y comunión. Nietzsche apostó por el poder, otros pensadores han apostado por definir lo auténticamente humano como amor (o compasión) o sabiduría (o conciencia pura). Como un deseo innato de conocer lo bueno, lo bello y lo verdadero. Un deseo de trascender la muerte a través del amor. Incluso una ontología de la paz. ¿Es ingenuo pensar esto a la luz de la historia, de las guerras, la esclavitud y la destrucción de la naturaleza?
En este sentido resulta interesante reflexionar sobre el himno de la creación védica (Rig Veda 10.129). En este himno, uno de los textos cosmogónicos más viejos y más estudiados en la historia de la humanidad, se habla de que fue kama lo que hizo manifiesto el mundo ("la primera semilla de la mente", y con ello, de la experiencia y de la realidad). Ahora bien, kama generalmente ha sido traducido como "deseo", si bien otros traductores (Panikkar, Max Müller, por ejemplo) lo traducen como "amor". Seguramente un traductor nietzscheano traduciría "voluntad" o quizá "poder". Deseo, amor, voluntad, poder, entre estos cuatro oscila la fuerza o energía primordial que hace que se manifieste el mundo y que la vida corra. El Veda la describe como un fuego que se hace en el agua. El Génesis, como un aliento -o espíritu: ruach elohim- que se posa sobre las aguas. El mito órfico habla de Fanes, la energía radiante (lo fenoménico), la luz misma, el dios primigenio (que equipara con Eros). Nietzsche dice que este mundo no es más que la voluntad de poder. El evangelio juanino: "Dios es amor". Dos formas parecidas de verlo pero con una sutil e importante diferencia.
Quizá la exégesis de la creación se trate solamente de una cuestión de estilo, de una cierta mirada. Quizá no. De cualquier manera, ya sea que éste primer brote sea el ciego impulso de una energía impersonal o el deseo erótico de lo divino (que quiere hacerse conocido y por ello se ofrece kenóticamente), el ser humano, como imagen racional y vehículo encarnado de esta energía, tiene la capacidad de entenderla y de expresarla libremente. Alguien podrá ver en el cosmos mismo el amor: en la forma en la que las flores crecen hacia el Sol, o los pájaros entonan sus cantos en el amanecer o en las estrellas que giran en sus armonías matemáticas; otro creerá que el amor, siendo algo que requiere de la libertad, es algo que no puede expresarse más que en un ser consciente, capaz de decidir por sí mismo y elegir (¿entre amar al otro como a uno mismo y la voluntad de poder?). Más al punto: el ser humano puede concebir la existencia como voluntad de poder o como reciprocidad, compasión, sacrificio, servicio y amor. Algunos dirán que la voluntad de poder no se opone al amor. A lo que creo que habría que contestar que a lo que no se opone es a una concepción de amor egocéntrica, de amor como autodesarrollo y conquista del sí mismo, en el cual el otro es visto como un medio, y no como un fin en sí mismo. Nietzsche escribió en sus notas de La voluntad de poder que los cuerpos lo único que quieren es expandirse y dominar el espacio, la única razón por la cual llegan a un acuerdo y conceden unirse es para "conspirar juntos por más poder". Si es que podemos hablar de esta unión como una elección, entonces no deja de ser utilitaria. Si no es libre y solamente el resultado de un proceso mecánico, entonces tampoco estamos hablando del amor humano, que creemos que aquí hemos definido como una entrega del uno al otro, una disposición a anteponer la felicidad del otro, incluso, en su más alta celebración, un estar dispuesto a morir por el otro. Es aquí donde las enseñanzas de Cristo o del budismo mahayana se oponen a la noción de voluntad de poder, pues la afirmación del deseo autorreferente -a su juicio- sólo podía perpetuar la ignorancia y el sufrimiento. El sentido de la vida era justamente ir más allá de esta voluntad individual, morir, como si fuere, al entregarse al otro, para en esa aniquilación del yo acceder a la realidad, a la existencia verdaderamente libre, a la "comunión universal del ser". Se trata, por supuesto, de dos sistemas metafísicos que parten de premisas muy distintas pero que coinciden en que negar o suprimir la voluntad individual es deseable y en que negar el yo (o al menos sacrificarlo por amor al otro) y seguir existiendo es posible, pues la existencia tiene un soporte que trasciende al individuo, sea éste Dios o la vacuidad radiante del budismo. Nietzsche, en cambio, escribe irónicamente en Ecce Homo:
[...] que uno busque el principio del mal en lo que es profundamente necesario para el crecimiento, en el severo amor propio [...] o que uno considere los signos típicos de decadencia y contradicción de los instintos, la 'negación del yo': la pérdida del centro de gravedad, despersonalización y 'amor al prójimo'' (adicción al prójimo) como el valor más alto -qué digo- ¡como el valor absoluto!
Quiero criticar la visión de Nietzsche de la mano de un filósofo cristiano contemporáneo, Christos Yannaras. En su comentario al Cantar de los Cantares (traducido al inglés como Variations on the Song of Songs), Yannaras sugiere que, más allá de qué sea la naturaleza original, la plenitud de nuestra naturaleza sólo se encuentra en la relación:
Nuestra naturaleza humana (esa indescriptible mezcla del cuerpo y el alma) "conoce" con absoluta claridad que la plenitud de la vida sólo se logra en la reciprocidad de la relación. En la totalidad recíproca del autoofrecimiento. [...] El Otro se convierte en el significante que corresponde a los deseos más profundos de nuestra naturaleza.
Yannaras sostiene que la plenitud se alcanza no en la exaltación individual y en el dominio sino en la entrega y sólo estamos completos, sólo somos todo, hasta que nos vaciamos, hasta que renunciamos a reducir y referir el mundo a nuestro placer o poder personal, dando la totalidad de lo que somos al Otro (ese Otro que puede ser Dios pero también la mujer o el hombre amado, en los cuales encontramos la imagen divina). Esta entrega total, o kénosis, es algo que debemos aprender o quizá sólo reaprender:
[La persona] no sabe cómo compartir, como dar de sí misma. Sólo sabe cómo hacer la vida suya, como apropiarse de ella y explotarla. Si el sabor de la plenitud es una comunión de vida con el Otro, nuestra motivación natural destruye la comunión, al convertirse en un dominio demandante y posesivo del Otro.
Si es que existe este instinto de voluntad de poder -esta "motivación natural"-, el ser humano es capaz de existir en otro modo, en un modo de relación que trasciende el modo en bruto de lo meramente natural o material. Pero este modo de relación o modo que personaliza la naturaleza, que la revela como cuerpo y alma -y no sólo cuerpo-, como el teatro del espíritu, no es antinatural, es lo supernatural, es decir, lo metafísico, lo que trasciende, sostiene e informa lo físico. El sema en el soma, pero no en el sentido de "tumba" sino de "signo", el cuerpo como el significante que apunta al significado: el alma, lo que le da sentido y propósito a la vida encarnada. Es el amor el que acaba dando a luz al auténtico übermensch, que no es, por supuesto, más que el hombre actualizado, el hombre que ha realizado su propio potencial, ya no la imagen solamente sino la semejanza divina. El hombre que es movido, como escribió Dante, por el mismo amor que mueve al Sol y a las estrellas. El hombre real: "no existiendo y luego amando como un traspensamiento, sino existiendo porque amas, y en el grado mismo en el que amas". Continúa Yannaras:
Tenemos sed de vida, y sin embargo no tenemos sed de vida con nuestros pensamientos o ideas. Ni siquiera con nuestra voluntad. Tenemos sed de vida con nuestro cuerpo y alma. La energía de la vida está tejida dentro de nuestras naturalezas, llena cada parte de nuestro ser. Nos mueve infatigablemente hacia la relación, hacia compartir la existencia: a convertirnos en uno con la realidad objetiva del mundo. [...] Uno con la belleza de la tierra, con la vasta expansión del océano, con el sabor de las frutas, con el aroma de las flores.[...] El Otro es el rostro del mundo, la esencia de la realidad objetiva. Esta realidad dice mi nombre y me llama hacia la comunión universal del ser. Me promete un mundo de vida y me muestra la arrebatadora hermosura de [integrar] la totalidad. A través de una relación.
Mi pregunta es: ¿nos podemos relacionar con el Otro y establecer esta relación auténtica -en la cual radica nuestra plenitud y la cual da sentido a nuestra existencia- si operamos desde la búsqueda del poder y la autoafirmación? Hay quien argumenta que sólo las personas individuadas, sólo las que han desarrollado su yo (¿sólo las que han ido a terapia?), las que se han conquistado a sí mismas, son capaces de realmente amar y tener una relación que no sea una proyección de sus complejos o una fachada hipócrita. ¿Pero es cierto esto? Pues, ¿acaso no vemos brillar el amor en los ojos de los débiles y en los pobres, en las madres que lloran por sus hijos, en los devotos que dedican su vida a postrarse a los "pies de loto" de su dios, en los que cuidan a los enfermos, en los que se olvidan a sí mismos? Pero Nietzsche afirma: "¿Qué es más dañino que cualquier vicio? La simpatía activa por los débiles y los de constitución maltrecha" (Anticristo). El filósofo criticó al cristianismo por ser, según él, "irreconciliable con el ascenso de la vida que dice siempre Sí". Pero hay algo a lo que la visión cristiana -y de otras religiones de "moralidad de esclavo" como el bhakti hindú- le dice "sí": a la realidad esencial y superna del amor. Incluso con el exceso que tanto celebró Nietzsche, pues el mundo -para Aquino, Agustín o Eckhart- no es más que el exceso de bondad de la divinidad, su amor por la creación, que se derrama en la forma que actualiza la materia, en la belleza a través de la cual la criatura es llamada de vuelta hacia lo divino. Para ser, el amor no puede creer que todo es reductible a una estrategia de poder, lo suyo es la confianza y no la sospecha, el regalo y no la imposición. Sostiene radicalmente que para conquistar el mundo no hay que vencer al otro, ni siquiera conquistarse a sí mismo, sino libremente rendirse, entregarse y dar todo lo que es, como el dios que tomó la forma de un esclavo por amor: humillándose -haciéndose humus-, mezclándose con la tierra, humanizándose y -en el acto gratuito del amor- divinizando a la humanidad. El amor es poder, -el amor lo puede todo, se dice- pero su poder viene de renunciar al poder, de renunciar a su propia voluntad. "Dona su carne por la vida del mundo y recibe a cambio el alma del mundo", escribió Simone Weil. El que ama debe creer y afirmar esto como real: que la vida es un espíritu de amor que le ha sido dado y que, como dice el Cantar de los Cantares, "el amor es tan fuerte como la muerte".
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Para concluir es mejor ilustrar lo anterior con una parábola budista. Hay una bella historia que se cuenta sobre Upagupta, quien algunos creen fue el maestro de Ashoka, el emperador que famosamente se convirtió al budismo y renunció al espíritu de conquista.
En una ocasión una joven mujer muy bella y alegre, un espíritu libre y lleno de vitalidad, se acercó a Upagupta y lo intentó seducir diciéndole: "No me hables de las estrellas o los santos, del sufrimiento del mundo o del destino del cosmos. No son cosas que me afecten. Yo creo en el calor natural del cuerpo, en una vida sana, vibrante y feliz. Lo que la sangre siente y cree eso es lo que es real para mí", le dijo esta mujer que podríamos describir como un espíritu dionisíaco. Upagupta logró zafarse de su interés, sólo diciéndole que se encontraría con ella en otra ocasión. Muchos años pasaron y el santo no regresó. La mujer siguió su vida de placer, riqueza y belleza, sin mayores consideraciones morales. Después de un tiempo su vida disoluta la llevó a la decadencia: había perdido su belleza e incluso en sus arrojos pasionales había cometido un crimen, por el cual le habían cortado los brazos. Ahora era despreciada y rechazada por todos; débil e indefensa. En ese estado maltrecho, ya sin pasión, en la completa oscuridad y vacuidad de lo que había sido su vida, la mujer vio a través de las ilusiones que había perseguido. Y mientras rezaba y lloraba en silencio, sintió el tacto gentil de un hombre. Upagupta había regresado, brillando con la misma cualidad de pureza radiante que tenía cuando lo había conocido hace años. La mujer le dijo: "Upagupta cuando mi cuerpo estaba adornado por joyas brillantes y ropas suntuosas y yo era dulce como un loto, te esperé pero no regresaste. Cuando yo inspiraba deseo ardiente, tú no te apareciste. ¿Por qué regresas ahora a presenciar esta carne sangrienta y mutilada, horripilante y desgraciada? Upagupta suavemente acarició su cabello, la estrechó y le dijo: "Hermana, para aquel que ve y entiende no has perdido nada. No te lamentes. Yo te amo, créeme. No te aferres a las sombras de los placeres y alegrías que se te han escapado. Mi amor por ti es mucho más profundo que lo que tiene su sostén en vanas apariencias". El rostro de la mujer se iluminó y conoció entonces una alegría más profunda de la que había conocido en sus placeres juveniles. Desde entonces se convirtió en discípula de Upagupta. (East and West in Religions, S. Radhakrishnan)