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Como buen compositor, Sakamoto no pudo permanecer impasible frente a la música que escuchaba en su restaurante favorito en Nueva York, así que decidió hacer una playlist y ofrecerla al lugar

En un artículo publicado hace tiempo en Revista Ñ, el escritor mexicano Fabio Morábito contó la anécdota de un hombre, escritor también, a quien su esposa le pide redactar un justificante de ausencia para el hijo de ambos, que había faltado a la escuela:

Mientras ella se apura en los preparativos para salir con el niño rumbo al colegio, el hombre lucha en la mesa del comedor con el justificante: quita una coma, vuelve a ponerla, tacha la frase y escribe una nueva, hasta que la mujer, que está esperando en la puerta, pierde la paciencia, le arranca la hoja de las manos y, sin sentarse, garabatea unas líneas, pone su firma y sale corriendo. Era sólo un justificante escolar, pero para el marido, que era un conocido escritor, no había textos inofensivos y aun el más intrascendente de ellos planteaba problemas de eficacia y de estilo. 

Morábito usa la historia para señalar las dificultades que a veces implica la escritura como actividad literaria para la persona que la realiza. Aunque muchos de nosotros escribimos todo el tiempo (mensajes, notas sueltas, publicaciones en las redes sociales, etc.), hay quienes dan otro significado a esa actividad y, por lo mismo, aun cuando se trate de realizarla en circunstancias sencillas, ésta se convierta siempre en un reto y un desafío.

Pero más allá de esta interpretación (que en cierto modo refuerza la idea rebatible de que la creatividad y la neurosis van de la mano), podemos pensar en algo mucho más sencillo: quien por gusto o por oficio se especializa en una disciplina, quien la practica con regularidad, la estudia y adquiere experiencia en ésta, ya no la experimenta del mismo modo que otras personas que conocen superficialmente esa misma actividad. Quien lee con frecuencia, por ejemplo, no lee de la misma manera que quien lee poco; lo mismo quien nada todos los días frente a quien lo hace sólo cuando sale de vacaciones, o quien adquirió afición por un género musical en particular, por ejemplo, que sin duda escuchará con más detalle, con mejor apreciación, que quien lo escucha por primera vez.

Quisimos señalar esta circunstancia para presentar una preciosa playlist que el compositor de origen japonés Ryuichi Sakamoto elaboró para su restaurante favorito en Nueva York, ciudad donde reparte su residencia junto con su natal Tokio. 

No obstante, en este caso no se trató de una de esas “intervenciones” que ocurren a veces, a medio camino entre la publicidad y el espectáculo, cuando una personalidad “cura” la actividad de determinado establecimiento. Nada de eso. El gesto de Sakamoto fue sincero y espontáneo.

Sakamoto es desde hace tiempo cliente habitual de Kajitsu, un restaurante de comida japonesa que sigue los principios del shojin, un término asociado con el budismo que puede traducirse como “cocina devota”. Grosso modo, el shojin se adscribe a la doctrina de la no-violencia (ahimsa) y, por lo tanto, utiliza ingredientes exclusivamente vegetarianos. Asimismo, en su decoración procura mantener la sobriedad propia del zen.

Todo en el lugar parecía satisfacer a Sakamoto, salvo un elemento muy específico: la música. Y es aquí donde retomamos lo que decíamos anteriormente. Quizá para otros comensales la música que sonaba de fondo era trivial o hasta imperceptible, pero no así para un compositor como Sakamoto, quien al menos desde la década de 1970 ha destacado justamente en el género “ambient”, que lleva dicho nombre por su aspiración de crear “atmósferas” definidas a partir del sonido, capaces de inducir experiencias sensoriales completas en la persona que escucha.

No sin humildad, Sakamoto se acercó al dueño del lugar y le ofreció realizar una compilación que pudiera usar en el restaurante. Sin duda la oferta es entre admirable y extraordinaria, pues no parece muy común que un artista renombrado ofrezca gratuitamente poner al servicio de otros la experiencia en su campo de acción.

¿Pero por qué no habría de pasar? “Entre todos sabemos todo”, solía decir Alfonso Reyes, y quizá esa sea la lección que podríamos sacar de esta historia. Aquello que el artista sabe hacer, aunque singular, es equiparable en otro sentido a lo que hace un cocinero, un campesino, una ilustradora, etc., siempre que nuestra vida está puesta en aquello que hacemos.

 

Más detalles sobre la historia en este artículo del New York Times.

 

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