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Lo leemos, las ideas nos cuadran, quizá durante 2 o 3 días las tenemos en mente e incluso llevamos algunas de ellas a la práctica… pero eventualmente la intención se disuelve

Muchos de nosotros conocemos esos artículos que nos invitan a adoptar nuevos hábitos de vida y que con frecuencia cruzan por nuestra navegación cotidiana en línea.

Formas de alimentación, rutinas de ejercicio, consejos para dejar prácticas nocivas y adquirir otras más bien benéficas, e incluso otros más ambiciosos que nos presentan filosofías completas de vida adaptadas con mayor o menor gracia o precisión a los límites de un artículo en línea. 

Todo lo cual varía, a su vez, cada tanto: hoy se nos ofrece una filosofía de la antigüedad clásica con enorme valor para las preocupaciones de nuestro tiempo, ayer ese lugar lo ocupaba una doctrina oriental y mañana quizá leamos que Diógenes tenía razón y es perfectamente recomendable vivir en la calle con apenas dos o tres pertenencias.

El fenómeno no es nuevo, pero Internet lo ha vuelto más presente y también más vertiginoso (como todo lo que toca). Hasta hace unas décadas, estos contenidos circulaban más bien en forma de libros impresos y por lo mismo era un tanto más lento el cambio que ocurría entre una recomendación de vida y otra. Incluso ciertos textos como los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola o el Manual de Epícteto, por ejemplo, podrían mirarse desde esta perspectiva: aun en su propia especificidad religiosa o filosófica, parte de su intención es presentarse como una serie ordenada y coherente de recomendaciones para “cambiar” la forma de vida tal y como se lleva hasta ahora por otra que promete ser “mejor”.

Podríamos detenernos por un momento en este enfoque moral o ético y admitir que el ser humano busca, efectivamente, ser mejor o vivir mejor, y que de esa búsqueda han resultado tanto la elaboración de todos esos métodos de vida como el deseo de divulgarlos.

Sin embargo, a juzgar por el desarrollo general e histórico de nuestra especie, ese razonamiento podría ser puesto en duda, cuando no descartado. ¿El ser humano busca ser mejor? 10 mil años de historia civilizada (aproximadamente) no nos han alcanzado para lograrlo.

Parece más factible o más sencillo pensar que más que ser mejor, el ser humano simplemente necesita entender qué es la vida y por qué está vivo. En una palabra, busca significado. En la medida en que el ser humano experimenta la existencia con misterio o confusión, porque no entiende si vivir tiene un propósito más allá de la vida en sí, esas “sugerencias de vida” a las que hemos aludido, religiosas o filosóficas, esotéricas o pop, profundas o superficiales, pueden leerse como los resultados a los que algunos han llegado en su intento de responder a esa pregunta fundamental de la existencia. 

En su exploración por el sentido de la vida, el ser humano ha elaborado ciertos métodos de “vivir bien” que en algunos casos, por afortunada casualidad, pueden resultar en ser mejor.

En este sentido, un segundo motivo por el cual continúan surgiendo y consumiéndose dicho tipo de textos podría ser que en esa misma búsqueda de comprensión sobre el significado de la existencia, el ser humano opera en dos vías: quienes buscan dar la respuesta a alguien más y quienes buscan obtener la respuesta de alguien más. Se trata, en cierto modo, de dos momentos de un mismo acto y por ello puede considerarse la misma motivación. El origen de ésta, por otro lado, es atávico, pues el acto de enseñanza-aprendizaje es tan antiguo como nuestra especie y se encuentra en la base misma de nuestra evolución y nuestra supervivencia. El padre o la madre que enseña algo a su hijo no hacen nada muy distinto a aquello que otros personajes equivalentes hicieron hace cientos, miles o millones de años.

Y ahí, justamente, es donde se encuentra la respuesta a la pregunta que da título a este artículo. ¿Por qué a veces es tan difícil poner en práctica todo lo que leemos? Y si no todo, al menos sí aquello que nos convence o simpatiza. Tal o cual método para dejar de fumar, los consejos para hacer nuestra vida más simple o más ligera, las lecciones de tal gurú para sufrir menos o entendernos mejor. Lo leemos, las ideas nos cuadran, quizá durante 2 o 3 días las tenemos en mente e incluso llevamos algunas de ellas a la práctica… pero eventualmente la intención se disuelve, sin siquiera darnos cuenta.

Un día recordamos de pronto, acaso porque nos encontramos con un artículo que nos parece conocido, esa temporada en que coqueteamos con la dieta paleovegetariana o que probamos una nueva rutina de ejercicios que prometió tonificar nuestros músculos, desintoxicar nuestros sistemas, alinear nuestros chakras y renovar el brillo de nuestra aura. ¿Dónde quedó toda esa voluntad que de inicio parecía tan firme?

En parte, dicho abandono se debe a que esos métodos que adoptamos arriban a nuestra vida pero no surgen directamente de ésta. Como si se tratase de una planta, esas ideas llegan, las acogemos, las cubrimos con un poco de tierra y quizá las cuidamos un poco, pero al final se marchitan. 

Continuando con la metáfora anterior podríamos pensar algo más, un tanto más específico aún: que la planta muere sobre todo por la maleza del terreno adonde llega, en donde se afanaba por sobrevivir pero entre la cual terminó ahogada. 

La maleza está ahí, sin embargo. La maleza persiste, pero no las nuevas plantas. ¿Por qué?

En cierto sentido, porque la maleza sí nace de nuestro interior y es de nuestro interior de donde obtiene la vida. La maleza son esos hábitos que desarrollamos y adoptamos en algún momento de nuestra existencia, incluso sin darnos cuenta, los cuales seguimos preservando (a veces también sin darnos cuenta) y que en muchos casos nos impiden realizar cambios que quisiéramos para nosotros mismos, sin importar si se trata de uno modesto o sencillo u otros que podríamos considerar radicales. 

A veces estamos tan acostumbrados a ver el terreno de nuestra vida bajo cierto aspecto, que creemos que la maleza le es propia, porque siempre ha estado ahí y nos ha parecido que siempre ha formado parte del paisaje. Es más, ni siquiera ha pasado por nuestra cabeza que podría ser posible vivir sin toda esa maleza a la vista. 

Sin embargo, si queremos sembrar nuevas semillas, es necesario limpiar el terreno, remover la tierra, airearla y prepararla. Sólo entonces nuevas plantas podrán prosperar, nuevas flores alegrarán la vista del terreno y eventualmente quizá podamos incluso cosechar ahí nuevos frutos.

 

Del mismo autor en Pijama Surf: Una vida sin planes ni objetivos: ahí se encuentra el sentido de la existencia

 

Twitter del autor: @juanpablocahz

 

Imagen de portada: Diógenes sentado en su tinaja, Jean-Léon Gérôme (1860)