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Es casi imposible no perder el aliento cuando estás frente a una iridiscente gama de azules congelados

Cada persona tiene su color predilecto. Y entre quienes abrazamos al azul por sobre el resto, seguramente habrá quienes disfrutan, más que ninguna otra experiencia cromática, envolverse en un cierto tono celeste, marino, nocturno o creado –por ejemplo un azul de Rothko o de Tamayo, un azul del océano Pacífico en cierta temporada del año u hora del día, o un azul de cuando la noche divaga más allá del negro profundo. 

Hay un azul poco conocido, elusivo y sobre todo muy efímero. Es el color que impregna las grandes masas de hielo, pero la porción que se encuentra sumergida en las aguas gélidas –y que por lo tanto en su estado “ordinario” es parcialmente invisible.

Cuando pensamos en un iceberg y lo visualizamos, lo más probable es que aparezca en nuestra mente un blanco coloso y tal vez, si somos un poco más minuciosos, este cuerpo incluirá un par de pinceladas azules. Sin embargo, el hielo es blanco por su contacto con el Sol, pero cuando está guarecido de la luz, incluso protegido tan sólo por el filtro de las aguas, su constitución presume una de las gamas de azules más arrobadoras.

Es valido suponer que la verdadera esencia de estos gigantes de hielo es azul, por ser el color que manifiestan en su estado prístino. En cuanto esta pureza entra en contacto con un ambiente abierto, por decirlo de algún modo, entonces comienza a erosionarse hasta que eventualmente se torna blanca. Y es curioso porque culturalmente el blanco se asocia con la pureza, aunque estoy seguro de que esta inercia la inauguró alguien que no tuvo la fortuna de ver los azules sombríos, submarinos, de las masas de hielo.

¿Sabías que generalmente la mayor porción de un iceberg, algo así como un 90%, permanece oculta bajo el agua? ¿Y que estas estructuras están permanentemente pendulando –a causa de la mutación que va sufriendo su masa con el derretimiento y a agentes externos como el oleaje y las distintas densidades involucradas? En algún preciso (y precioso) instante, este juego de fuerzas decide que es hora de invertir la montaña y entonces, súbitamente, el cuerpo muta. Una vez que esto ocurre sale a relucir un racimo de azules que sería profano intentar describir.

Las imágenes que acompañan este texto fueron capturadas por Alex Cornell en un paseo por la Antártida –tuvo la suerte, y nosotros de algún modo también, de presenciar el lado oscuro, radiante, de un iceberg.  

Twitter del autor: @ParadoxeParadis