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El siempre iconoclasta Henry Miller habla de los libros y la lectura, y asegura que la vida es la mejor fuente de conocimiento y sabiduría

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En la historia de la literatura hay pocos personajes tan iconoclastas como Henry Miller. Si de por sí los escritores y artistas tienen fama de desobedecer la moralidad establecida de su época, Miller destaca por haberse impuesto la nunca sencilla tarea de derruir todos esos preceptos que sólo limitan el desarrollo auténticamente libre.

En este sentido, destaca en las obras publicadas de Miller una serie de anotaciones en torno al ejercicio de la lectura (sin duda uno de los vehículos más efectivos para encontrar la libertad). The Books in My Life (Los libros en mi vida, 1952) ofrece un interesante testimonio sobre esa especie de menage à trois que se teje entre el libro, el lector y la sociedad a la que ambos pertenecen, del cual derivan comportamientos y actitudes frente a la lectura y el conocimiento en general que, de alguna manera, revelan la naturaleza efectiva de cada uno.

Considero mucho mis encuentros con los libros como los encuentros con otros fenómenos de la vida o el pensamiento. Todos los encuentros son configurados, no aislados. En este sentido, y únicamente en este, los libros pertenecen tanto a la vida como los árboles, las estrellas o el excremento. No tengo ninguna reverencia per se hacia ellos. Tampoco pongo a los autores en alguna categoría privilegiada, especial. Ellos son como otros hombres, ni mejores ni peores. Ellos explotaron los poderes que se les dieron, justo como cualquier otro tipo de seres humanos. Si los defiendo ahora y entonces —como una clase— es porque creo que, al menos en nuestra sociedad, nunca alcanzaron el estatus y la consideración que merecían. En especial los grandes fueron casi siempre tratados como chivos expiatorios.

La dureza usual de Miller se revela en este fragmento en el que disecciona esa ambivalencia con que se juzga en la época moderna la lectura: una contradictoria oscilación entre la veneración y el desdén, el respeto y la marginación.

De ahí que el autor de Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio se niegue a reproducir la consabida conseja de que la sabiduría se encuentra en los libros:

El vasto cuerpo de la literatura, en todos los ámbitos, se compone de ideas de segunda mano. La cuestión nunca resuelta, ¡ay!, es en qué medida esta sería eficaz para reducir la provisión abrumadora de forraje barato. Una cosa es cierta hoy: los iletrados no son definitivamente los menos inteligentes entre nosotros. Si hay conocimiento o sabiduría que uno esté buscando, mejor ir directo a la fuente. Y la fuente no es el académico o el filósofo, ni el maestro, el santo o el profesor, sino la vida misma —la experiencia directa de la vida. Lo mismo es verdad para el arte. Aquí, también, podemos prescindir de ‘los maestros’.

Quizá, al final, los libros sean como muletas de las cuales tenemos que valernos al principio de nuestra vida pero, llegado el momento preciso, hay que tomar un camino propio, uno que paradójicamente también los libros pueden indicarnos.