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Mitos y mentiras de la Inquisición: la vida en los calabozos

Por: Úrsula Camba Ludlow - 10/10/2013

La enseñanza de la Historia desdeña los matices y nos entrega un relato que en su rigor nos niega detalles que revelan la complejidad de un suceso; la historia de la Inquisición en México, por ejemplo, es quizá menos terrible de lo que creemos, o su pavor se encuentra en otras cosas que desconocemos.

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La historia que nos enseñaron de niños es aburrida y a casi nadie le gusta. Fechas, batallas y nombres que teníamos que “memorizar” y que se nos olvidaron en cuanto salimos del salón de clases. Al mismo tiempo, aprendimos una serie de mitos y estereotipos sobre nuestro pasado que están arraigados en la conciencia colectiva de los mexicanos. Este espacio tiene un doble propósito: acercarnos a la historia de forma entretenida e interesante, lejos de esa solemnidad fastidiosa a la que nos han acostumbrado y en segundo término, cuestionar los mitos y los equívocos que forman parte de nuestra cultura e identidad y que, sin reflexionar demasiado, nos hemos tomado como verdades absolutas.

Para muestra, un botón: cuando escuchamos la palabra Inquisición vienen a nuestra mente imágenes terroríficas de calabozos oscuros y hediondos, de presos encadenados a las paredes enmohecidas y sacerdotes malvados, horrendos y hasta libidinosos que se fascinan torturando gente, con instrumentos de una crueldad indescriptible. Eso puede ser verdad, en parte. Pero hay otros aspectos que podemos conocer y que nos darán una visión más compleja y menos caricaturesca del Santo Oficio. En efecto, la Inquisición debía vigilar que la fe católica se conservara pura y sin contaminación de herejías como el judaísmo o el protestantismo. En cambio, el robo, la violación, la pederastia, el asesinato, a pesar de que fuesen atroces  no eran competencia de dicho Tribunal. Quienes son encarcelados en los calabozos inquisitoriales solo saben que han cometido un delito de fe. ¿Cuál? Algunos lo intuyen, otros no tienen ni idea, al momento de aprehenderlos no se les dice la causa.

Lo que más atribula a los presos no es, como se `piensa, el miedo al tormento, sino el aburrimiento, la angustia y la incertidumbre. Las largas horas y los días en el calabozo, sin nada que hacer, sin saber cuántos meses o años pasaran hasta que se les dicte sentencia.

Para matar el tiempo y distraer la mente hay hombres que piden aguja e hilo y bordan verdaderos primores. Otros pueden, en el patio y a manos del barbero, ser afeitados o recibir un corte de pelo, de tanto en tanto. Mujeres solicitan atole para almidonar los cuellos y las camisas de su vecino de cárcel. Hay algunos que piden papel, pluma y tinta para preparar su defensa o están los soplones designados por los inquisidores, para anotar lo que escuchan a su alrededor. La soledad es inconcebible, las celdas son compartidas y a veces están sobrepobladas.

La mezcla de aburrimiento y angustia es el arma más eficaz que tiene el Santo Oficio para obligar a los acusados a confesar. Y asi como se traban amistades y se intercambian confidencias también surgen los odios y la exasperación. Es el caso de Melchor Perez de Soto, arquitecto de la catedral, preso por astrologo, quien ya demente intenta estrangular a su compañero de celda.

No todos los calabozos son iguales, como tampoco los presos lo son. Hay calabozos oscuros que rezuman humedad y alimañas. Hay otros, para quienes lo pueden pagar, que tienen un ventanuco que da a la calle y entra un rayo de sol. Como la pena de cárcel perpetua no existe, los calabozos podían permanecer varios años desocupados y la falta de mantenimiento aceleraba su degradación. En algunos casos el alcaide sin autorización, decide rentarlos como cuartos a vagos, prostitutas y delincuentes, y sacar un dinero extra.

Quienes tienen más recursos pueden incluso pedir que diariamente les lleven comida de sus casas. Es el caso de Francisco Botello quien consume pescado frito, cocido de vaca, sopa con queso, camotes con miel, champurrado, tamales, empanadas, quelites para la cuaresma, platanos, peras y tunas. Hay otros `presos que preparan sus propias comidas en un anafre, no falta el olor a tocino asado en los pasillos. O los que comen aquello que mulatas y mestizas preparan en la cocina del alcaide. Todos, ricos y pobres, beben chocolate y el tabaco es también un compañero frecuente de los días sin sol y para muchos sin esperanza.

La vida en la cárcel inquisitorial transcurre lentamente entre pendencias, llantos, susurros, anhelos y miedos. Episodios de la historia como este nos permiten profundizar más en detalles que nos resultan más familiares de lo que podría pensarse pero que, al mismo tiempo nos abren una ventana para asomarnos a la vida de esa “gente común” como nosotros quienes aparentemente no dejaron rastro alguno tras de sí, pero que si escuchamos con suficiente atención podremos escuchar aunque tenue, un eco del pasado.  

Como referencia: Alberro, Solange. Inquisicion y sociedad en Mexico 1571-1700, FCE, México, 1988.

Twitter de la autora: @ursulacamba

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