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Los vientos del cambio o a cambiar los vientos todos

Arte

Por: Psicanzuelo - 11/16/2011

"El Caballo de Turín" (Béla Tarr, Ágnes Hranitzky, 2011) transfiere la ilusión del mundo del cine a la ilusión del mundo en el que vivimos, donde la realidad se debate en la vacuidad y en el artificio.

De ese modo llegó Diotima a descubrir la enfermedad que aquejaba al hombre en aquel tiempo, y que se llama civilización. Es un estado embarazoso con mucho jabón, de ondas sin hilos, de un presuntuoso lenguaje gráfico de fórmulas químicas y matemáticas, de economía política, de investigación experimental y de incapacidad de convivencia humana, sencilla pero más digna. También la relación entre la nobleza del espíritu —que alojaba en sí misma— y la nobleza social, que obligaba a Diotima a precaverse y que, a pesar de todos sus éxitos, no le libró de desilusiones, le parecía a ella más propia de una civilización que de una cultura. Civilización comprendía, por consiguiente, todo lo que su espíritu no podía dominar. Por eso lo era también desde hacía tiempo y sobre todo su marido.

Robert Musil, El hombre sin atributos

 La 53ª muestra de la Cineteca Nacional (después recorriendo salas convencionales) nos brinda el gigantesco placer de poder admirar en la pantalla grande El Caballo de Turín (Béla Tarr, Ágnes Hranitzky, 2011). Y es que el que todavía se pueda hacer una película así en estos tiempos es un verdadero milagro, que el maestro Tarr declara como la última película  que filmará porque ya ha dicho lo que tiene que decir y no se quiere repetir. El maestro dice que no está educado como un burgués y que le sería imposible existir simplemente explotando la alfombra roja como un vampiro mediático que representa al cine culto. Pues enhorabuena para Tarr, que desde su fábula de aldea compuesta por múltiples puntos de vista y varios metros de rieles de dolly, Sátántangó (1994), no se le veía con esa energía tan bien canalizada en cada pulsación de esa cámara-percepción-blanco y negro-plano secuencia; cine ojo que sangra como mirada compasiva de virgen. Con una simpleza abrasadoramente compleja, helados vientos desquician la poca razón que queda en tiempos en los que la postura más extrema consiste en guardar la calma durante el final de los tiempos. Una semana sin séptimo día, donde descansar no tiene cabida; padre e hija buscan seguir funcionando cuando poco a poco, de manera paulatina, lentamente, la monotonía que los circunda deja de funcionar. Como un vehiculo viejo al que primero le falla algo e inmediatamente después otra pieza le hace falta, el fin es inminente, como es el caso de nuestra “cultura”.

Es una casa pequeña, rústica, construida de madera y piedra, los invitados no son bienvenidos. El primero nunca se va y es el viento, el segundo no tiene cabello en la cabeza y busca alcohol; es quien formula físicamente la voz verdadera de la película, el único que se atreve a decir su verdad, a estructurarla de algún modo. La voz del narrador es simplemente una falsa pista que eructa mentiras, patrañas, telarañas para nuestro raciocinio que ahí debe quedarse, colgado para nunca llegar a la cámara del rey que el maestro Bela Tarr, en un uso casi ritual del cinematógrafo, construye para dejar vivir al alma del espectador provista de una mirada física: una experiencia estética de las que cada vez son más escasas en este planeta. El tercer invitado llega y ante el desprecio se lleva lo más importante para sobrevivir: el agua. Nunca apreciada lo suficiente, líquido no solo vital sino fuente del principio y valle del fin, donde todo fue creado en este planeta.

El Caballo de Turín es el cine que se niega a sí mismo, en cada pie de película nos grita esto es una película, no es real, aquí no reside la vida, esto es una ilusión. Los personajes sentados frente a las ventanas se pierden en ilusiones vacuas y no son capaces de verse el uno al otro, no hay tal cosa como el convivir. Esto es una metáfora de las pantallas que cada vez nos rodean de peor manera, acechan sin fin desprovistas de calendario ni reloj robando finalmente el tiempo; el gran robo al tren de la vida, desposeyéndonos de lo que nunca vamos a tener viviendo en esa realidad virtual que se nos plantea por medio de estos monitores infinitos. Finalmente, cuando llega noviembre, apenas el 4 de noviembre, desaparece el pan de muerto de los estantes de las panaderías, cuando debería ser el mes de comerlo gustosamente, lo que sí es que esta ahí 4 meses antes para que se venda y el ritual pierda sentido. Pero eso sí, nos quedan los villancicos que no tardan de sonar en todas las bocinas que se comparten con el colectivo de la ciudad dos meses antes de la supuestamente sagrada fecha a la que se le resta todo lo sagrado que le pueda quedar conn regalos obligatorios de variados precios. Así que ahora hay que comprar un árbol y ese día no lo podremos disfrutar porque ya será tiempo de Reyes Magos aún varios días antes y no faltará ni un nano segundo para San Valentín.

CORTE A NEGROS

La hija (Erika Bók) le pregunta al padre, Ohlsdorfer (János Derzsi), “¿porqué esta tan oscuro papá?”, y él responde: “Prende la lámpara”. En un plano sostenido, cerrado, se hace la luz desde el interior de la pequeña puerta al interior del recinto del fuego y  la niña-mujer-santa prende un tronquito y después de avanzar por la oscuridad lo lleva hasta la lámpara y lo intenta, pero la luz no enciende más; no hay cortes, más bien ella trata de cortar la oscuridad. El padre ordena imperiosamente: “¡Llena la lámpara!”, ella contesta “pero si está llena de aceite ya”. A lo que no tiene él más que sugerir que duerman. Pero lo que todavía no saben es que ellos mismos son el sueño que no terminará nunca.

Si el catorce de febrero no puedo comer mi corazón de chocolate porque ahora tengo que comprar mi traje de baño para verano, seguramente nunca voy a poder llegar a esa playa que veo en mi pantalla. Yo monito ante mi monitor de soft light, sin contraste y que solo existe gracias a la corrección de color de la post producción. Seré infeliz porque no llego, nunca llego, ni llegaré. Y todo lo que está a mi alrededor no existe, solo a través de mi pantalla las cosas son; la ventana a lo que es real ahora.

Si uno hace caso a la voz idiota en off de El Caballo de Turín, puede que hasta se ponga desesperadamente a buscar personajes nietzcheanos, pero lleno de frustración comprenderá que no los va a encontrar, y lo más cercano de esta búsqueda literariamente filosófica probablemente solo dará como resultado  un absurdo y desolado paraje con absurdos personajes a la Beckett, donde un caballo de carga trabajará mucho menos que la hija del dueño de la pequeña granja, hombre viejo y cansado casi inmóvil en su mitad de cuerpo hasta en esa mitad de su  mirada, que por momentos parece inquietante ante su hija, llena de deseo. Pero los personajes de esta cinta no pueden expresar sus sentimientos, hasta parece que los han ido perdiendo poco a poco por lo que parece ser han sido años. Una especie de adaptación de La Tempestad de William Shakespeare, donde un decadente Próspero desprovisto de nobleza alguna comparte su isla con su explotada hija, la eternamente triste Miranda, en un obscuro pantano que parece ser el único lugar donde podría crecer la flor más hermosa; pero únicamente vuelan las hojas secas impulsadas por ese viento que no se detiene.

El leitmotiv es una inquietante pieza compuesta por Mihály Vig (antiguo colaborador de Tarr, no solo como músico sino como actor también).  Música que es tan constante como el viento y mucho más coherente y llena de sentido que la voz del narrador. Conforma un ingrediente más de esta sopa que pone al ser en otra consciencia, cambiando su frecuencia en diversos sentidos.       

Las tonalidades del blanco y negro son variadas, un blanco cegador afuera en los cielos y dentro en la tela húmeda que es colgada frente a cuadro abarcando completamente la pantalla por un tiempo, aunque más bien desnuda la pantalla de su disfraz de espejismo, diciéndonos salvajemente esto es lo que estás viendo, una pantalla a la que se le está proyectando luz, en este lugar no hay nadie más fuera de los espectadores que miran la lona blanca y tú, ¿qué demonios miran? Grises obscuros que se vuelven negros por la noche, y el fuego irrumpe en el fondo, desde el principio de las formas. Lo más interesante es el contraste entre interiores obscuros y exteriores sobre iluminados cuyo puente son arriesgados movimientos de cámara continuos que nos trasladan de uno a otro, construyendo la continuidad luz-obscuridad en un solo espacio dividido solo en nuestra mente temporal.

El real minimalismo fuera de cualquier moda, sin timing en el espacio global, pero con ritmo tal en el interior de cada plano a la altura de cualquier obra maestra que se haya producido en la  corta vida del cinematógrafo. El mensaje sin mensaje, del vacío que abarca todo menos a la cámara, en la casa no hay un solo espejo, las papas las comen con unas manos que nunca se tocan, que no se llegaron a acariciar. Por supuesto estos personajes pueden tratar de irse pero nunca van a llegar a ningún lado más que al lugar en el que nunca han estado, donde solo según nosotros ellos estaban; esto no nos puede dejar de recordar sin lugar a dudas a Beckett.  Estos personajes pueden estar en el medievo o en una forma antigua de vivir en un mundo futuro, o ahora lejos de todo, y es que el Apocalipsis fue, es y será por siempre bajo esta óptica nuestra, lo único que compartimos.