Multidisciplinario por excelencia, Ernst malabareaba esferas filosóficas, axiomas físicos, experiencias naturalistas, y obras de arte, con igual destreza. Su trabajo mereció tributos póstumos como los Mount Haeckel de la Sierra Nevada, en Estados Unidos, y en la región norte de Nueva Zelanda, además del Asteroirde 12323 Haeckel.
A pesar de haber tratado a Charles Darwin, y de respetarlo, Haeckel jamás se dejó asombrar por el llamado “padre de la evolución”, en cambio, hackeó las reinantes teorías de la biología humana para proponer su philogenia que derivaría en la philogenética: el estudio de las relaciones evolutivas entre especies que se puede percibir a través se la secuenciación de información molecular y de matrices de información morfológica.
Según Ernst la philogenia era una estela que continuaba a la ontología, lo cual probaba que las particularidades raciales eran moldeadas por el entorno natural en el cual un grupo se desarrollaba, una simulación de espejo metacósmico en el cual la naturaleza fractal no es más que un diálogo entre una unidad aparentemente separada pero entrañablemente unida. Como un “saludo al sol” en la práctica de la yoga pero llevado a niveles morfogenéticos.