Charcot en el país de los millennials: histeria, insatisfacción y miedo en 'Don’t Worry Darling'
Arte
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 09/27/2022
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 09/27/2022
A finales del siglo XIX, las sociedades europeas se vieron sorprendidas por una epidemia de histeria que se extendió pronto entre las mujeres, si bien no todas las mujeres, como se descubrió pronto. El mal parecía atacar casi exclusivamente a mujeres con rasgos en común muy específicos. La mayoría de ellas pertenecían a una clase social acomodada y, asociado con ello, tenían un estilo de vida que giraba en torno a las obligaciones de la familia burguesa típica de entonces. Esto es, estaban casadas, buena parte de su tiempo y energía estaban dedicados a las labores domésticas o actividades “de sociedad” y, por encima de todo, su vida sexual estaba dominada por la moral estricta de la época, regida por imperativos como la monogamia, la práctica del sexo sólo con fines reproductivos y la escasa o nula exploración del placer sexual.
Más allá del sexo (que es importante y condensa muchas de las actitudes frente a la vida, pero al mismo tiempo es una pieza más en el complejo rompecabezas de lo humano), ese era el ambiente general en que se desarrollaban las mujeres burguesas atacadas por la histeria. Una vida profundamente limitada, en todos sentidos, sometida a la autoridad de otros, con pocas posibilidades de desarrollo propio o de los intereses personales. Dicho de otro modo, con un desarrollo del deseo (y por ende, de la subjetividad) lleno de dificultades, prohibiciones e impedimentos de todo tipo. El ejemplo paradigmático de este tipo de mujer fue Emma Bovary, el personaje ficticio de Gustave Flaubert, epítome del ennui burgués decimonónico femenino.
A la distancia, se entiende por qué las mujeres enfermaban. Semejante grado de insatisfacción era imposible de soportar, y el único medio que su psique y su cuerpo encontraron para dar cauce a toda esa energía frustrada fue a través de síntomas como la parálisis parcial de ciertos miembros, la pérdida del habla, ataques que ahora llamaríamos de pánico o de ansiedad, entre otros.
La histeria se trató entonces con medios alineados a la perspectiva general que se tenía sobre las enfermedades psicológicas y, más aún, a las ideas y prácticas comunes de la psiquiatría de la época. Choques eléctricos, duchas con agua helada por la mañana y por la noche, instrumentos como un “cinturón de compresión ovárica” y otros, siendo uno de los más efectivo el “masaje vulvar”, el cual consistía, para decirlo claramente, en la estimulación del área genital de las mujeres con el efecto consecuente de sensaciones de satisfacción sexual. De hecho, fue gracias a la observación del médico francés Jean-Martin Charcot, entonces uno de los neurólogos más destacados en el Hospital de la Salpêtrière, en París, a quien le intrigó que el placer fuera un remedio quizá temporal pero contundente para los síntomas observados en las mujeres histéricas. Así, la enfermedad comenzó a entenderse en su relación con la satisfacción sexual, vínculo que sería después tratado con mayor detalle y alcance por Sigmund Freud, quien tuvo un periodo de estudio con Charcot entre 1885 y 1886, decisivo para la formulación de sus teorías sobre la sexualidad, la enfermedad psíquica y la creación del psicoanálisis.
Como vemos, la historia de la histeria no es sencilla pero, además, no se podría decir que se trata de una historia ya superada; antes bien, lo contrario. Esto al menos si se toma en consideración el estreno reciente de Don’t Worry Darling (Olivia Wilde, 2022), cuyo leitmotiv es la histeria y cómo esta es tratada socialmente (por una sociedad, cabría decir, en donde el sometimiento de la mujer se fomenta y por ello mismo es causa importante de su enfermedad).
¿Por qué, ya con un par de décadas avanzadas del siglo XXI, hacer una película cuyas preocupaciones se expresan a través de las formas de la histeria? ¿Por qué retratarla, además, con elementos quizá contemporáneos pero con la raíz bien asentada en la concepción decimonónica de la enfermedad? Más todavía: ¿por qué dicha cinta surge de Hollywood, el epicentro por antonomasia de la cultura dominante de nuestra época, con la certeza de que será vista por millones de personas en prácticamente todo el mundo?
Para comenzar a responder estas cuestiones, cabe anotar un ligero aunque trascendente cambio de enfoque propuesto en Don’t Worry Darling y que, de algún modo, ha sido tratado también por el psicoanálisis del siglo XX: que la histeria no es exclusivamente femenina porque la insatisfacción (sexual pero de vida en general) no es, en lo absoluto, campo exclusivo de las mujeres.
En este aspecto, la película presenta un retrato adecuado de época cuando ocurre el cambio espacial y temporal que lleva al espectador de Victory y el modo de vida de la clase media estadounidense de la década de 1950, al momento actual. Se observa entonces no ya al matrimonio convencional de Jack y Alice Chambers (Harry Styles y Florence Pugh), sino a una pareja poco o nada feliz en la que él, desempleado, pasa sus días y noches en el apartamento que ambos habitan navegando en Internet, entre videos de teorías de la conspiración y otros de un tipo muy peculiar de “superación personal” dictados por “Frank” (Chris Pine; basado en Jordan Peterson), incapaz de realizar tareas propias de la convivencia como limpiar la casa o cocinar para ambos, mientras que ella, médico cirujano, cumple jornadas laborales desmedidas y extenuantes, con el pretexto de solventar los gastos del hogar pero también como una manera de evadir la situación con Frank.
Si bien a nivel narrativo y cinematográfico este recurso de la doble temporalidad contribuye a generar la impresión de que la cinta está llena de deus ex-machina, esto es, de soluciones fáciles, poco creativas y poco verosímiles a problemas que la propia historia plantea, su importancia es de otro orden.
Buscándolo o no, la cinta retrata con esas pocas escenas en el apartamento real de Jack y Alice una de las caras más comunes de la insatisfacción de nuestra época, surgida de la confusión en que se encuentran ahora los roles de género y especialmente el contenido de lo que significa «ser hombre« y «ser mujer» en nuestros días.
Si del hombre ya no se espera que sea el proveedor y sostén del hogar, y acaso ya ni siquiera lo tiene permitido, ¿por qué tendría que buscar trabajo cuando está desempleado? Si la mujer quiere ser autosuficiente a toda costa y no depender de nadie pero mucho menos de un hombre, ¿por qué, si tiene uno a su lado, este tendría que ser motivo de felicidad u orgullo y no uno cualquiera, sin mayores cualidades destacadas? Ambos escenarios parezcan quizá exagerados pero, desde cierta perspectiva, acaso se planteen bajo una forma similar en la mente de no pocos.
En este sentido, Don’t Worry Darling tiene valor porque, en tanto expresión de una época, la nuestra, da cuenta de la insatisfacción en que viven hombres y mujeres en pareja a raíz de ciertos vacíos que se encuentran en las nociones de «ser hombre» y «ser mujer».
Lo interesante es que Wilde llena ese vacío con fantasías de electroshocks y el trato general de sometimiento que recibía la histeria femenina en el siglo XIX, como si quisiera decir que, en esta crisis de identidades de género, son las mujeres quienes corren el principal riesgo, quienes volverán a ser raptadas, sometidas, recluidas y más. Sin considerar la cuestión moralmente ni con prejuicios de ningún tipo, esta fantasía de temor llama la atención en un contexto en que el «ser hombre» se encuentra en crisis justamente porque características que antaño caracterizaban al género, tales como la autoridad (y aun el autoritarismo), la fortaleza, la valentía y otras afines, han perdido relevancia, vigencia y valor, cuando no se encuentran francamente caducas a ojos de algunos.
Si es cierto esto respecto a los hombres, ¿por qué el principal temor en Don’t Worry Darling es que las mujeres volverán a ser sometidas? Ello además, una y otra vez, sin esperanza de cambio ni salida en la situación, tal y como se sugiere con la toma en espiral, una de las más recurrentes en la película, presente en al menos tres o cuatro secuencias, en especial al final de la cinta, cuando Alice asciende angustiosamente hacia los cuarteles generales de Victory por un camino en espiral, en donde la espera el mismo procedimiento médico administrado en su anterior huida, para volver así al punto de donde quería escapar, según puede adivinarse en el final parcialmente abierto de la película.
A ello cabría sumar el temor que, volviendo al plano de la película, se refleja en la respuesta que ofrece Jack a la posibilidad de que su relación de pareja termine. Antes que aceptarlo y continuar, el personaje opta por aceptar la propuesta de Frank y, en contra de toda racionalidad, someter a Alice y someterse él mismo al dominio de este para vivir en una simulación de vida perfecta (dicho al margen: constituyendo así una relación de amo-esclavo en toda forma, según la concepción que va de Hegel a Kojève y Lacan).
En este sentido, pareciera que Wilde y el resto del equipo de guion y creativo de la cinta se decantaron por una respuesta que oscila entre el lugar común y lo inconsciente. De alguna manera es una oportunidad desperdiciada, especialmente tomando en cuenta la vastísima difusión que tendrá la cinta, pues pudiendo fijar una posición más clara y firme al respecto, incluso con contenido político, la directora eligió reproducir en forma cinematográfica las consignas superficiales que sobre el tema se leen diariamente en Twitter, a la menor provocación.
Sea como fuere, es necesario comprender que la crisis en las identidades de género es fuente de una profunda insatisfacción colectiva, que una respuesta a esa crisis puede ser el temor (y las reacciones irracionales que este puede despertar) y que, claramente, la histeria no es una cuestión superada. Poder advertir estos tres rasgos de la época, es decir, que estos hayan encontrado expresión voluntariamente o no en una película de consumo masivo, podría considerarse ya un avance.
Twitter del autor: @juanpablocahz