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El alcohol y la creatividad han vivido varios siglos de relación estrecha pero, según investigaciones de la neurociencia contemporánea, el motivo detrás de ese vínculo es muy distinto al que suponíamos

Es posible que la relación entre alcohol y creatividad no sea tan antigua como suponemos. En general las sustancias que alteran la conciencia han estado ligadas de manera inmemorial al pensamiento creativo, entendido éste en un sentido amplio, cuando los límites entre arte y religión, por ejemplo, no estaban tan bien definidos.

En el caso del alcohol, sin embargo, su uso como elíxir de inspiración se consolida más bien durante el siglo XIX. Movimientos como el simbolismo (en poesía) o el impresionismo (en pintura), son más o menos indisociables de la absenta, casi tanto como la obra de Edgar Allan Poe de sus borracheras épicas. Con la entrada al siglo XX, estos ejemplos de multiplican: Hemingway, Lowry, la generación beat, el secreto a voces en torno al alcoholismo de Juan Rulfo, la adicción sostenida de Joseph Roth y un largo y bien poblado etcétera.

¿Cuál es el motivo detrás de este vínculo que parece tan estrecho y hasta necesario?

Como sabemos, la neurociencia moderna ha dedicado buena parte de sus esfuerzos a entender el fenómeno de la creatividad según ocurre en el cerebro. Si ya de por sí este órgano es uno de los más enigmáticos por las habilidades cognitivas que permite (memoria, abstracción y lenguaje, entre otras), entender el funcionamiento de la creatividad supone un reto aún mayor pues, según se ha observado, las ideas que consideramos creativas, extraordinarias, son el resultado de la operación de varias regiones del cerebro.

En un estudio sobre la composición musical, por ejemplo, neurocientíficos de la Escuela de Medicina de la Universidad Johns Hopkins encontraron que al escribir música el cerebro de una persona teje una “red de creatividad” en la que dos de los elementos más importantes son el córtex prefrontal dorsolateral (DLPFC, por sus siglas en inglés), una región amplia en donde se planean y monitorean nuestros actos y, por otra parte, el hipocampo, asociado con los recuerdos y las emociones. Lo interesante es que la actividad de uno provoca que el otro se desactive: mientras más emociones involucre la generación de ideas, pensamientos o improvisaciones, entonces el DLPFC tiene mucho menos actividad, hasta prácticamente apagarse. En otras palabras, la creatividad se vive a nivel cerebral como una “liberación” del afán de control, previsión o seguridad a lo que, por otro lado, también estamos natural y culturalmente inclinados.

Mark Beeman, de la Universidad Northwestern de Chicago, observó en una investigación que las personas que se esfuerzan excesivamente para resolver un problema terminan por bloquear dicho proceso cerebral de solución o de creatividad y, por el contrario, quienes se encuentran en un estado de tranquilidad tienen más probabilidades de tener “momentos Eureka”, esto es, una respuesta al parecer inesperada pero a la cual el cerebro (específicamente el giro temporal superior) pudo llegar porque se le permitió desarrollar los procesos necesarios para propiciar la creatividad, gracias a estar relajados.

Entonces, no parece tan ilógico que el alcohol se haya consolidado como un estímulo de la creatividad, pues, como también sabemos, entre sus efectos más característicos se encuentra la relajación que otorga a la mente y el cuerpo. Si, por ejemplo, al beber pasa que comenzamos a recordar cosas, a tener “ideas geniales”, a plantear proyectos cuyo fracaso es impensable, en parte es porque todas esas zonas asociadas con el pensamiento creativo quedan liberadas de las otras regiones que en sobriedad imponen lo razonable, lo posible, lo lógico, lo permitido y otras limitaciones afines.

Esto no quiere decir, claro, que el vínculo entre alcohol y creatividad sea, como decíamos al principio, necesario. En todo caso, el que sí parece indisoluble es el de creatividad y relajación o creatividad y libertad, pues a fin de cuentas lo que parece mostrar toda idea creativa de cualquier época es el desdén por esas barreras culturales y sociales y, en cambio, el deseo ferviente de colocar en el mundo una creación propia, original.

 

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