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Kafka y la condena de la salud: ¿se puede amar en la enfermedad?

Arte

Por: Luis Alberto Hara - 02/16/2014

¿Se condenó a sí mismo Franz Kafka al aceptar que su enfermedad le impedía vivir el amor? ¿Es posible amar más allá de la enfermedad? ¿Es el amor justamente aquello que va más allá de la enfermedad?

Las cartas de Franz Kafka a Felice han sido escudriñadas como parte del testamento de la peculiar mente del genio de Praga, cuya naturaleza arisca y saturnal es parte de los grandes mitos de la literatura moderna. Kafka, el tímido, aunque sexualmente desenvuelto empleado de una compañía de seguros, se relacionaba fundamentalmente a través de las cartas con su novia, su padre y su hermana, siempre en tumultuosos dramas epistolares. Recientemente la editorial Nórdica publicó una nueva edición de las Cartas a Felice, las cuales son también uno de los temas del libro El Otro Proceso, del escritor Elias Canetti.

Kafka conoció a Felice Bauer el 13 de agosto de 1912 en casa de la familia de Max Brod, su gran amigo, luego albacea. “Cuando llegué a casa de los Brod”, apuntó unos días después en su diario, “estaba sentada a la mesa. No sentí la menor curiosidad por saber quién era, porque enseguida fue como si nos conociéramos de toda la vida”. Aunque Kafka logró concretar este amor que parecía atemporal, su relación fue sobre todo a través de las letras: ahí vivió mundos, en el plano físico apenas pasó algunos días con su amada.

"Yo perdería mi soledad, que en su mayor parte es horrible, y te ganaría a ti, a quien amo más que a ningún otro ser”, le escribió Kafka, proponiéndole matrimonio. “En cambio tú perderías tu vida tal como la has llevado hasta el momento, vida con la que te sientes satisfecha casi por completo”. Así que remataba: “En lugar de esta nada despreciable pérdida ganarías un hombre enfermo, débil, insociable, taciturno, triste, rígido, casi desprovisto de toda esperanza, cuya tal vez única virtud consista en que te quiere”. Felice aceptó casarse con él, promesa de felicidad máxima que nunca se realizó —Kafka creía y tenía en alta estima el matrimonio.

En 1916, Kafka y Felice pasan diez días en Marienbad, “siguieron cinco días felices con ella, uno, se diría, por cada uno de sus cinco años en común”, escribe Canetti en su ensayo. Piensa en casarse cuando termina la guerra, pero discuten y el amor pende de un vaivén (Kafka en el proceso ha tenido amantes y ha visitado prostitutas). El 30 de septiembre de 1917, el año en que se le diagnosticó tuberculosis, Kafka le escribe la carta fatal: “Mi barca es muy frágil. Jamás recuperaré la salud”. 

Una cosa reluce de estas misivas: el sentimiento de que el amor era irrealizable debido a que la enfermedad no podía sortearse. Como el personaje de El Proceso, K., quien despierta un día y es llevado a juicio por un crimen insondable, el cual nunca le es revelado, Kafka también parece cargar una condena o una culpa que le impide vivir el amor: la enfermedad. Kafka tenía un temperamento flemático y melancólico, posiblemente hipocondriaco, obsesionado con su esbeltez hasta el punto del desorden alimenticio, pero sobre todo padecía problemas respiratorios que eventualmente lo llevaron a la muerte; si invitamos el simbolismo y una visión psicosomática, estos problemas quizás nos hablan de que inconscientemente Kafka tenía una aversión o una rebeldía a la vida (se pronunciaba por la muerte). Felice representaba, como su nombre justamente lo indica, la felicidad, una felicidad fugitiva que él mismo saboteaba —en esto quizás consistía su enfermedad. "Una impotencia espiritual... indecisión, temerosidad, ausencia de amor, un desvalimiento", adjetiva Canetti en su lectura de las cartas (el alma desnuda) de Kafka... quizás en esto consistía su enfermedad.

En la lógica de Kafka, al carecer de la salud, la felicidad era imposible. "La salud física y mental es la principal causa de la felicidad", notó Carl Jung (habría que puntualizar que esta lectura psicológica se basa en el supuesto de que Kafka en verdad sí quería a Felice y buscaba la concreción idílica del amor y que sus cartas no son solamente una intrincada obra maestra de manipulación emocional, como alguien también podría argumentar. Ni tampoco en la teoría  de que era un homosexual reprimido).

El ejemplo arquetípico de Kafka nos hace preguntarnos si se puede vivir el amor en la enfermedad —la enfermedad que en su degeneración corrompe los resolanos y los apriscos que el amor, aliado de la luz y el aire, convoca. Resulta un tanto radical, pero tomando la visión kafkiana más lúgubre ¿merecen ser amadas  las personas enfermas? Desde el punto de vista de la biología, la salud parece ser el factor predomionante para el apareamiento —ya sea esto entre animales o seres humanos. Existen estudios que sugieren que el factor principal de atracción inconsciente entre un hombre y una mujer son las señales químicas emitidas por el sistema inmunológico. Por ejemplo, las mujeres tienden a preferir hombres de rostros simétricos (tienen más orgasmos con este tipo de parejas), pero no precisamente por un aspecto de preferencia estética, sino porque las personas con rostros simétricos suelen tener un sistema inmune más sano. El complejo de histocompatibilidad hace también que una persona pueda detectar el sistema inmunológico compatible de una pareja a través del olfato. O recientemente se ha descubierto que el ser humano puede distinguir si una persona está enferma a través del olfato, lo cual podría ser útil para evitar contagios. Esto a grandes rasgos nos indica que dentro de la selección sexual de nuestra especie el sistema inmune juega un papel preponderante: no es sólo que nuestra sociedad discrimine a las personas enfermas, nuestros genes, sin consideración moral alguna, también lo hacen. 

Resulta de lo más cruel que puedo imaginar decirle a una persona enferma que debido a esta condición no merece ser amada, o que ese amor sólo deberá ser distante, sin la intimidad sexual y reproductiva de formar su propia familia. Hacer una lectura humana de la naturaleza puede resultar bastante cruel. Sabemos que son numerosas las especies animales en las que son sólo una élite los que pueden gozar de la razón de su existencia: la reproducción; sólo los animales más grandes, fuertes y sanos logran tener sexo. Ahora bien, ésta es sólo una perspectiva genética y biológica del amor, es quizás la que más se acerca a una definición objetiva del impulso vital que nos atraviesa, pero seguramente es reduccionista y no logra captarlo en toda su dimensión (aunque cuesta abandonar del todo la posibilidad de que el amor —sexo glorificado— sea la gran invención de los genes para que el ser humano siga reproduciéndose: una fantasía de sentido en un mundo absurdo y mecanicista). Existen en la sofisticación del ser humano aspectos epigenéticos, culturalmente aprendidos, que pueden manifestarse con una fuerza comparable a los meramente genéticos. Tal podría ser el caso de la empatía, quizás la emoción suprema. Si bien existe una función evolutiva en que la madre tenga empatía por sus hijos, tener empatía por una persona enferma a la cual no nos constriñe un lazo familiar no parece tener ninguna utilidad desde la perspectiva biológica (los genes, recordemos, son egoístas). Y, sin embargo, esto, empatía por la vida misma, es quizás la cualidad con la cual habríamos de definir lo propiamente humano (región democrática del amor).

En la novela de Philip K. Dick (otro ilustre miembro del clan literario de la K.), ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la forma que se tiene para evaluar si se trata de una persona o de un androide, un replicante, es la empatía, ésta es la "prueba de Turing", por así decirlo. Una computadora puede parecerse a un ser humano lo suficiente para que un ser humano no distinga si es una computadora o un ser humano por sus respuestas en una pantalla, pero el ser humano debe de distinguir si se trata de una computadora o un ser humano si tiene acceso al lenguaje corporal, a la mirada, a la intención, al tono de voz, etc. El problema ocurre cuando las computadoras logran fingir incluso la empatía: esto amenaza a la humanidad misma.

En su película Amour (2012), Michael Hanecke esboza una definición completamente humana, que podríamos llamar meta-biológica, del amor. Un hombre se ve forzado a cuidar de su esposa cuando ésta entra en un proceso degenerativo, lacerante e irritante. Pese a que lo más fácil sería internarla, el hombre, ya de edad avanzada, decide sacrificar su vida para cuidarla y brindarle una atención que nadie más le podría brindar. El amor más allá de la enfermedad, más allá del yo: sufrimiento sublimado, empatía que trasciende vicisitud.

El personaje de Hanecke es el gran ejemplo de este amor empático que trasciende el ego, amor como sacrificio o servicio. Pero a fin de cuentas es un amor desde la salud, una salud que se enfrenta a la enfermedad que lo corrompe casi todo. El hombre que ama a su esposa enferma mantiene su salud —aunque sea sólo por su mismo amor. Lo cual nos lleva a la última pregunta. Sabemos que es la más alta dignidad humana amar a una persona enferma, o a una persona que no nos puede dar nada a cambio —pero, ¿podemos amar estando enfermos también? Cuando no sólo nuestro cuerpo se quebranta, también nuestra psique y nuestras emociones. Algunas personas consideran que el amor es una especie de estado de conciencia evolutiva: para amar es necesario alcanzar una elevación de la conciencia (trascender el ego, el apego y demás cuitas). Si la enfermedad es un estado integral (la enfermedad, se dice, lo trastoca o corrompe todo), entonces podría resultar imposible amar sin la salud de esa conciencia o sin la entrega que vas más allá de la propia enfermedad. Sin embargo, esto nos coloca en un predicamento lógico puesto que: el sólo hecho de amar significaría que no estamos enfermos (aunque estemos muriendo... amar es el acto de dejar de lado la enfermedad). Tal vez por esto es que se dice que el amor cura (quizás no al amado, pero sí al que ama).

 

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