¿Por qué leer a Nietzsche como un filósofo pesimista cuando enseña sobre todo a amar la vida?

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Usualmente, en la historia de las ideas es común que autor y obra se confundan, que la biografía se inmiscuya en la impresión que podemos tener del trabajo realizado y entonces tengamos también una idea equivocada de ambos, vida y corpus.

Entre los varios ejemplos que podrían citarse al respecto, quizá uno de los más conocidos y asequibles para varios sea el de Friedrich Nietzsche, filósofo a quien encontramos bajo diversos avatares a lo largo de la historia según la lectura que se dio a su legado. Así, por ejemplo, lo mismo lo hallamos como un melómano entusiasta que como un implacable detractor de la música, como una suerte de ideólogo avant la lettre del régimen nazi, como heredero del pesimismo de Schopenhauer y también como el nihilista absoluto que, por eso mismo, inspiró en parte la idea del absurdo de la existencia de Camus, etcétera.

Como se ve, la obra de Nietzsche ha admitido varias lecturas, muchas de ellas cercanas al denominador común de la exaltación del sufrimiento y el dolor como constantes de esta vida y, por otro lado, la voluntad de poder como antídoto contra dicha regla, conceptos que de suyo poseen una carga negativa contra la cual es difícil ir durante un primer acercamiento. ¿Quién quiere aceptar que la existencia es esencialmente dolorosa? ¿Quién podría tomar de buen modo a un sujeto que sólo en el ejercicio del poder ha encontrado la forma de sobreponerse a ese destino? ¿No suenan ambas cosas un tanto radicales, en el extremo del pesar o en el extremo de la voluntad egoísta?

Aun con estar más o menos extendida, esa puede considerarse una lectura sumamente sesgada. Nietzsche habló de poder, es cierto, pero no en la manera en que podríamos identificarlo desde un punto de vista totalitario e instrumental. La idea de poder del filósofo era a un tiempo más elevada y más profunda: en uno de los videos de difusión de sus ideas que reseñamos este año se explica cómo la voluntad de poder es la forma en que podemos salir del laberinto del eterno retorno y así devenir Superhombres:

 

Desde otra perspectiva, esa tesis podría compararse con el esfuerzo por salir de la repetición que se busca en el psicoanálisis o, con más ambición aún, con la epifanía de romper con la dialéctica del amo y el esclavo. En todos los casos, incluido el cese del eterno retorno pregonado por Nietzsche, la recompensa última de poner nuestra voluntad en ello es el encuentro con la libertad auténtica, liberados de la fatalidad, de la repetición, del mundo del Amo, volcados de lleno sobre nuestro propio destino.

Esa es quizá una de las lecturas más ricas que podemos hacer de Nietzsche. Mirando desde otra perspectiva su pesimismo y su nihilismo, menos como una declaración de derrota que (mejor) como el antecedente necesario para celebrar la riqueza de la vida. En el sitio Brain Pickings, Maria Popova recupera un par de fragmentos de la obra nietzscheana que nos alientan a aceptar y entender el fracaso antes que querer huir de él; el primero de estos, el número 905 de La voluntad de poder, dice:

Aquellos hombres que en definitiva me interesan son a los que les deseo sufrimientos, abandono, enfermedad, malos tratos, desprecio: yo deseo, además, que no desconozcan el profundo desprecio de sí mismos, el martirio de la desconfianza de sí mismos, la miseria del vencido; y no tengo compasión de ellos, porque les deseo lo que revela el valor de un hombre: ¡que uno mismo perdura!

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Aquí podemos emparentar a Nietzsche con la filosofía estoica y su mirada cruda sobre las cosas del mundo, en especial el dolor y el sufrimiento. Como el alemán, los estoicos también creían que éstos eran parte natural de la existencia y que por ello mismo había que experimentarlos del mismo modo como aceptamos la felicidad o la alegría; por definición el dolor y el sufrimiento son más pesarosos, pero al final son también los que fortalecen nuestro espíritu y, al menos en teoría, nos hacen más sabios y más justos, templan nuestro carácter como la espada en la forja, situándonos en el camino de la “plenitud del ser” (eudaimonia) y de aquello que de verdad queremos para nuestra vida. En una de sus Epístolas morales a Lucilio, la número XVIII, Séneca aconsejó dedicar algunos días a vivir con lo mínimo posible, comer apenas lo necesario y tomar “un vestido áspero y rugoso”, y pasado un tiempo decir: “¿Es esto lo que temía?” (hoc est quod timebatur?), esto es, reconocer no sólo que para vivir basta lo esencial, sino también que a pesar de la adversidad la existencia continúa y que, quizá, así es mejor; por eso Nietzsche, al final del fragmento citado, celebra esa perseverancia de la voluntad en medio de la adversidad propia de la existencia: conocerla, padecerla y abrazarla como parte de nuestra vida para entender todos los aspectos de ésta, para entender a cabalidad lo mismo el disfrute que el dolor, el placer y el sufrimiento, y los matices entre ambos. Escribe el filósofo, en el parágrafo 12 de La gaya ciencia:

¿Tenemos que aceptar que la finalidad de la ciencia sea procurar al hombre el mayor número de placeres posible y el menor desencanto posible? Pero, ¿cómo hacerlo, si el placer y el desencanto se encuentran tan unidos que quien quisiera tener el mayor número de placeres posible debe sufrir, al menos, la misma cantidad de desencanto; que quien quisiera aprender a "dar saltos de alegría" debe prepararse para "estar triste hasta la muerte"? Tal vez así suceda. Al menos eso creían los estoicos, consecuentes en la medida en que deseaban el menor placer posible para conseguir de la vida el menor desencanto que se pueda (la sentencia que tenían constantemente en la boca, "el virtuoso es el más feliz", podía servir tanto de enseñanza de escuela dirigida a la gran masa, como de casuística sutil para los refinados).

Antes que a una especie de balance teleológico, una idea de “karma” o de desendeudamiento de la culpa por las obras malas a través de las obras buenas (según lo explica Byung-Chul Han en La agonía del Eros), Nietzsche refuerza aquí la idea del temple de la voluntad en el sufrimiento para la mejor apreciación del disfrute.

El filósofo, en ese sentido, no es ajeno a la idea de fatalidad, pero quizá no en el sentido en que usualmente la entendemos, como algo inevitable y casi siempre pesaroso, sino más bien como aquello que por formar parte del mundo (el odio, el amor, el dolor, la felicidad), vamos a experimentar siquiera una vez en la vida, necesariamente. En otro texto exploramos la noción de amor fati (“amor al destino”), que Nietzsche expuso en un par de fragmentos de La gaya ciencia y de Ecce homo; en la sección 10 de esta última obra encontramos:

Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati [amor al destino]: el no querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aún menos disimularlo ―todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario― sino amarlo.

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Y ese es el puente que nos permite unir la fatalidad de la vida en el mundo con el amor que podemos dedicarle no a la fatalidad, sino a nuestra propia vida. Mejor que aborrecer nuestra suerte, maldecir nuestro destino, rehuir al dolor y querer alejarnos del sufrimiento, Nietzsche nos enseña a amar la vida, nuestra vida, que en sí misma no podemos cambiar, porque ya es nuestra y es a la que damos cuerpo e historia con nuestros actos cotidianos pero que, en otro sentido, sí podemos transformar en función del lugar desde donde nos coloquemos con respecto a ella. Si somos capaces de amar aun (en) el infortunio, ¿qué no será cuando la felicidad se instale con plenitud en nuestra vida?

Para terminar, cerramos con este fragmento inquietantemente reflexivo de La gaya ciencia, subtitulado “La carga más pesada” (341):

¿Qué dirías si un día o una noche se introdujera furtivamente un demonio en tu más honda soledad y te dijera: "Esta vida, tal como la vives ahora y como la has vivido, deberás vivirla una e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, sino que habrán de volver a ti cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada gemido, todo lo que hay en la vida de inefablemente pequeño y de grande, todo en el mismo orden e idéntica sucesión, aun esa araña, y ese claro de luna entre los árboles, y ese instante y yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se lo da vuelta una y otra vez y a ti con él, ¡grano de polvo del polvo!"? ¿No te tirarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablara? ¿O vivirías un formidable instante en el que serías capaz de responder: "Tú eres un dios; nunca había oído cosas más divinas"? Si te dominara este pensamiento, te transformaría, convirtiéndote en otro diferente al que eres, hasta quizás torturándote. ¡La pregunta hecha en relación con todo y con cada cosa: "¿quieres que se repita esto una e innumerables veces más?" pesaría sobre tu obrar como la carga más pesada! ¿De cuánta benevolencia hacia ti y hacia la vida habrías de dar muestra para no desear nada más que confirmar y sancionar esto de una forma definitiva y eterna?

Y tú, ¿cómo responderías? ¿Quisieras vivir una y otra vez este instante? ¿O esa pregunta te empujará a darle otro sentido a tu existencia de manera tal que, si la idea del eterno retorno es cierta, querrás vivir una y otra vez todos los instantes de aquélla?

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