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Arranca la temporada de fabricación de prestigios a costa de la literatura (y el erario público)

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Un nuevo año se avecina y con ello comienza el desfile de eventos, festivales o ferias en torno a la literatura. Las ferias del libro son las más prolíficas, además de que ocupan un lugar harto significativo para los colegas que esperan beneficiarse económica, social y/o editorialmente de ellas. Escritores, editores, poetas, traductores y todo tipo de aspirantes a letristas ya planean su año cultural-laboral. Basta apuntar que, desde la primera feria organizada en el país, por supuesto en la capital, en 1924, hasta la última recientemente creada, la del Estado de México celebrada en agosto de 2015, en menos de 100 años, estos eventos ya rebasan el centenar.

De acuerdo con información de Milenio del año 2013, casi 100 ferias se ejecutan en el país durante el año, y cada año surgen nuevas. Tenemos, si hacemos cálculos, que cada 3.65 días se celebra alguna feria del libro en el país, no pocas opciones para viajar en nombre de la literatura. De acuerdo con El Universal casi la mitad de las ferias reciben apoyo económico de Conaculta (el diario señala al menos 43), y basta mencionar que en este país se organiza la feria más grande del continente, la de Guadalajara. Así que tenemos una enorme cantidad de ferias, ya sea las apoyadas con dinero del Estado y organizadas directa o indirectamente por él, y la otra gran parte de ferias que se organizan de manera independiente o autónoma a las normativas del gobierno, y que por tanto no reciben apoyo. ¿Y los lectores? ¿Cómo se relaciona el aumento anual de las ferias y el declive constante del índice de lectores?

 

¿Y los lectores?

Cada año durante poco más de 1 década ha bajado la cantidad de lectores en este país, y ha disminuido también sistemáticamente la cantidad de bibliotecas públicas y la disponibilidad de libros por habitante. El aumento de las ferias del libro no refleja impacto positivo alguno en tanto al incremento de lectores, una tarea directa de las ferias, ya no por cuestión idealista sino por simple supervivencia de las mismas. Ni mencionar que de estas convenciones anuales literarias no ha surgido tampoco algún proyecto efectivo que pretenda activar más bibliotecas o facilitar el acceso del ciudadano al libro. Así transcurren anualmente tantos de estos eventos, sin estudios o siquiera registros del impacto social de la feria, sin implementar o discutir en ellas programas encaminados a fomentar la lectura, a ampliar el alcance de la red de bibliotecas o a debatir el por qué de la poca disponibilidad del libro. Vamos, no se discuten los tópicos que urgiría discutir en estos recintos ni se plantean las interrogantes naturales que, dadas las condiciones sociales del país, el intelectual mexicano, los escritores, la gente de letras, así como los personajes del arte y la cultura deberían plantearse: ¿Para qué o a quién sirven estas ferias? ¿A la gente de literatura nos debe concernir el analfabetismo grosero del país? ¿Dónde están los lectores? ¿Por qué son tan caros los libros?

En un artículo de Excélsior, publicado en mayo de 2015, tristemente se informa que en el país, desde hace 12 años ha caído drásticamente el número de bibliotecas y la disponibilidad de libros por habitante. En lo que toca a la lectura en México se especifica: “se ha documentado constantemente que somos uno de los últimos lugares de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en ese rubro, y que hay un estancamiento de décadas en el promedio de libros que se leen per cápita de manera anual”. Un dato altamente significante es dónde se encuentra el nicho de lectores mexicanos:

Según datos de Conaculta, en el país se registra un promedio de 2.9 libros leídos por persona al año. (…) Entre la población con estudios universitarios, independientemente de su edad, se registran los más elevados promedios de lectura, con 5.7 libros por persona y año; nivel que se incrementa cuando se considera únicamente a los estratos socioeconómicos medios y altos, pues entre ellos el nivel es de 7.2 libros per cápita al año.

Estratos socioeconómicos medios y altos, es decir, la clase media y la clase alta. Esto no es sorprendente en un país donde la población en situación de pobreza y pobreza extrema se aproxima al 66% de la población total, y es este gran total un grupo que difícilmente puede darse el lujo de adquirir un libro nuevo, mucho menos asistir a una feria del libro. Está claro que no es mercado para el mundo literario la clase pobre, quizá por ello no interesa el analfabetismo a los personajes de la cultura, el arte y la educación del país.

 

¿Y los escritores?

Pero entonces, ¿qué son o para qué son las ferias? Si no generan más lectores, si no se discuten en ellas los problemas de actualidad de la literatura en sus aspectos sociales, si no se crean programas buscando combatir la falta de bibliotecas y la poca disponibilidad de los libros, si no se lleva siquiera un registro de lo que se hace en ellas, ¿qué hacen los escritores y personajes del mundo literario durante las ferias?

Bueno, los editores venden libros y buscan clientes, casi siempre éstos son escritores que están dispuestos a pagar por publicarse; las editoriales también aprovechan para fomentar sus relaciones públicas nacionales e internacionales, no olvidemos que estas ferias reciben siempre escritores extranjeros como invitados para “elevar” la calidad del evento.

Los escritores firmados con editoriales “de prestigio” llegan a los salones grandes a presentar su más reciente obra y firmar autógrafos. Los escritores de bajo perfil acuden a tientas para ver si se topan con alguno de sus colegas admirados, o a ver si consiguen alguna invitación a lecturas o presentaciones, esperan que en los días de la feria salga algo de trabajo. Los escritores con interés en promover socialmente su trabajo en esas esferas, y con el dinero suficiente para hacerlo, pagan por insertarse en los programas de las ferias alrededor del país; en este caso igualmente es vital la cuestión económica, ya que si no se es invitado especial de la feria se deberán sufragar los gastos de hospedaje, transporte, alimentos, y el pago de derecho a presentarse durante el programa de la feria. El costo en la FIL de Guadalajara alcanza los 250 dólares por una presentación de 50 minutos en un recinto con capacidad para 50 personas, en cualquier feria de este país se puede presentar cualquier escritor sin importar su talla, mientras cuenten con el dinero para pagar su lugar en el programa, su derecho de piso, y poco o nada se revisa la obra literaria en sí. Estas ferias se han convertido, en su mayoría, en una clase de negocio mezclado con autocelebración para escritores y editores de clase media y clase alta; o en eventos fríos y formales, con poca audiencia, mal organizados por las serias y protocolarias instituciones de cultura del gobierno mexicano, donde se acarrea a estudiantes en camiones y se les obliga a asistir a presentaciones o charlas sin que éstos necesariamente quieran estar ahí.

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De hecho, muchas de las ciudades que organizan una feria del libro lo hacen más por una cuestión de prestigio y nombre para la entidad, que por creer que ellas puedan ser algún tipo de agente de cambio cultural; error que desde su naturaleza las condena a fracasar. Burocráticamente organizadas, en muchos de los casos, gastan el presupuesto en ellas por tradición, en lugar de hacerlo pensándolas como herramientas de impacto cultural, por ende la organización de las mismas no es óptima. Para ejemplificar, pocos escritores cobran por su participación, y cuando algún escritor novel es invitado debe aceptar un hospedaje en hotel 5 estrellas, un viaje fuera de su ciudad de residencia y su alimentación, como paga por su colaboración, casi como si la invitación fuese un favor, cosa que poco o nada dignifica a escritores y escritoras. Pero… ¿qué pueden hacer estas ferias para fungir como agentes de cambio cultural?

Si en estas ferias no se debaten temas de relevancia para la realidad de la literatura mexicana ni del país, si en ellas no se diseñan ni ejecutan proyectos orientados a recuperarse de la mengua de lectores o de la poca disponibilidad de libros en marcados sectores de la ciudadanía, si no se piensa en torno al abrumador analfabetismo, la censura y el evidente clasismo de la literatura mexicana, estas ferias seguirán pasando a la historia por ignorar lo evidente y lo urgente.

Bien podría empezarse por convertir estos espacios en foros de discusión abiertos a la comunidad que traten temas de interés, de coyuntura, en lugar de sólo reunir escritores a hablar en torno a su obra literaria o la de alguien más.

Estos eventos deben fungir como foros donde dialogar con la comunidad sobre tópicos relevantes, espacios donde crear y proponer soluciones o proyectos que puedan combatir los fantasmas que enfrenta la literatura y la vida editorial en México. Efectuar programas escolares previos a la fecha de celebración de la feria que orienten a los estudiantes interesados a participar por voluntad propia y, de ser posible, activamente en los programas. Las ferias del libro no pueden ser sólo celebraciones anuales al libro y los libreros, mucho menos fiestas literarias para la clase media y alta. Deben convertirse en el reflejo de la culminación de un trabajo anual de difusión y promoción de la cultura del libro y de la literatura. Por el momento se puede empezar por discutir temas como la esencia misma de estas ferias, su impacto, sus metas, inclusive trasladar a ellas discusiones relevantes tales como la despenalización de la marihuana.