Creer en un mundo justo puede hacer que apoyes el autoritarismo y la injusticia
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 02/10/2015
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 02/10/2015
La obra maestra de la injusticia es parecer justo sin serlo.
Platón (Critón)
La historia me absolverá.
Fidel Castro
Es un supuesto lógico (y físico, por lo demás) que a toda acción corresponde una reacción: a los niños les explicamos que existen consecuencias positivas y negativas según el tipo de comportamiento que se adopte, porque necesitamos hacerles creer que su acción en el mundo lleva una dirección, a saber, la del bien. ¿Pero qué pasa cuando esos niños crecen y le echan una ojeada a las noticias, sólo para darse cuenta de que cosas horribles y aparentemente inmerecidas le ocurren a gente buena, mientras que personas sin escrúpulos obtienen recompensas económicas y políticas?
La primera acepción de justicia, según la RAE, es “dar a cada uno lo que le corresponde”. El problema es que, bajo ese supuesto, debemos pensar que a los pobres les corresponde ser pobres, a los enfermos les corresponde ser enfermos, a los corruptos corruptos, etc. Las religiones y los discursos políticos tienden a normalizar la desigualdad social a través de esta aparente “justicia”, donde el mundo es como es y hay poco campo de acción para cambiarlo. Darle sentido al sufrimiento ajeno es la base del pensamiento político y religioso: se le llama “sacrificio”.
Los vicarios de la justicia se apresuran a enarbolar explicaciones complicadas sobre por qué cada cosa en el mundo es como es, en vez de ser de otro modo —y hasta cierto punto, es normal. De lo contrario no podríamos creer que vale la pena estudiar, trabajar, ahorrar para nuestro retiro, tener hijos, etc. Es necesario creer que nuestro esfuerzo será recompensado a pesar de que no tenemos ninguna garantía de ello, para que el mundo tenga algún sentido; lo paradójico es que, para creer que nuestro esfuerzo rendirá frutos, debemos aceptar que el sufrimiento de los demás también es efecto de sus acciones.
Esta postura es la preferida de los conservadores y derechistas de todo el mundo: las víctimas se lo buscaron; la falda de la chica era muy corta; no debían estar a esa hora en ese lugar; seguramente estaban en malos pasos; tenían vínculos con el crimen organizado; no debieron meterse en lo que no les importaba; la libertad de expresión tiene un límite. En lugar de exigir una autocrítica profunda de las fuerzas policíacas y de la actuación judicial, los medios de comunicación tradicionales enseñan al público que las cosas malas que le pasan a la gente siempre tienen una explicación lógica —es decir, justa.
Esto no es una simple ocurrencia: el experimento clásico de conducta compasiva de Lerner y Simmons (1966) parte del supuesto de que la empatía por el sufrimiento ajeno nace espontáneamente de los observadores —pero también, la justificación de dicho sufrimiento. Los participantes (que no sabían que estaban siendo evaluados) escuchaban a una mujer sufriendo descargas eléctricas como castigo a su pobre desempeño en un test de memoria; si a los participantes se les daba la oportunidad de aliviar el sufrimiento de la persona, lo hacían. Lo interesante era cuando los participantes debían observar impasiblemente el sufrimiento ajeno, y poco a poco la empatía y la compasión se transformaban en la certeza de que la víctima seguramente no era tan inocente.
Según los investigadores, “ver a una persona inocente sufrir sin posibilidad de recompensa o compensación motivaba a las personas a devaluar el atractivo de la víctima para darle sentido consistente a su destino y carácter”.
La creencia en un mundo justo, finalmente, puede explicar la emergencia de un régimen autoritario y el ejercicio del poder absoluto: el ascenso de Hitler al poder y los poderes del Estado de excepción que fueron aprobados en su favor, se basaban en la idea de que Hitler era un reformador que buscaba proteger a Alemania de sus enemigos; Stalin pensaba que “la muerte de un hombre es una tragedia, pero la de millones es estadística”; del mismo modo, Felipe Calderón Hinojosa, expresidente de México, llegó a decir que la muerte de civiles durante la infructuosa guerra contra el narcotráfico debía considerarse como “daños colaterales”.
En otras palabras: para blindarnos psicológicamente de un mundo injusto, creemos en los líderes políticos y religiosos que son capaces de asegurarnos cierta coherencia lógica en medio del caos, a pesar de que sus respuestas al caos sean deshumanizantes y, paradójicamente, provoquen mayores injusticias que las que buscan prevenir.
Un acercamiento más lúcido a la naturaleza del mundo es que los eventos están regidos por un azar indiscutible; que no existe una consonancia entre las acciones de una persona y su destino ulterior con una certeza irrebatible. En otros términos: que no existen certezas. Líderes comunistas como Mao Zedong y Fidel Castro pensaban que la crueldad de sus políticas estaba justificada como tributo o sacrificio para el futuro del socialismo: "No se puede hacer un omelette sin romper algunos huevos" y "La historia me absolverá" son coartadas lógicas que sirven tanto para la opresión comunista como para la desigualdad capitalista.
¿Debemos, por ello, conformarnos con vivir en un universo caprichoso donde no tenemos injerencia alguna en los eventos? En absoluto: es precisamente porque vivimos en tiempos de gran incertidumbre política y moral que debemos encontrar sentido a la comunidad. Hay gente "buena" en la cárcel y gente "mala" en el Senado, pero es preciso creer que podemos hacer algo al respecto para modificar la balanza del azar.
Nuestros ancestros en las cavernas crearon instituciones sociales (políticas y religiosas) para protegerse de un medio hostil y mortal; con el entendimiento acumulado en miles de años de civilización, deberíamos estar mejor capacitados para encontrar soluciones a los nuevos retos —soluciones que no recaigan en la varita mágica de la política partidista y los gurús superacionales.