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Una ciudad tan estimulante como Nueva York desde una perspectiva poco conocida: la mirada con la que el genial Stanley Kubrick la fotografió durante varios años, legando un cuantioso archivo que conserva el Museo de la Ciudad

Para comenzar, un planteamiento sencillo, casi obvio: en buena medida, primero la fotografía y después el cine, son los herederos directos de los grandes maestros de la pintura. Dicho de otro modo: desde su invención y su práctica como medios para la expresión artística, tanto la fotografía como el cine ocupan, en parte, ese lugar que por mucho tiempo tuvo la pintura. Esto, al menos en lo que respecta a la mirada. Si, cultural o civilizatoriamente, los grandes pintores nos enseñaron algo, fue a mirar estéticamente el mundo, a experimentar nuestra realidad desde el sentido de la vista pero con una mirada estética, descubriendo su belleza o, mejor, atribuyéndosela, imputando valores que han cambiado de época en época y, también es cierto, en no pocas ocasiones a partir de los valores que privilegia la clase hegemónica en turno. La mirada como un ejercicio estético y político.

De ahí que, a veces, haya películas que de pronto nos sorprendan como mirando un cuadro. No quiero incurrir en una construcción gramatical complicada, pero es la única manera que encontré de expresar algo que me ha ocurrido con ciertas películas: hay instantes en que la proyección parece detenerse y, fija, entrega a mi mirada algo que en ese momento me siento impulsado a interpretar, recibir y entender como un óleo, como algo que pudo haber pintado Vermeer o Caravaggio, por mencionar un par de nombres. Así, por ejemplo, en Luz silenciosa (Carlos Reygadas, 2007) o en Amour (Michael Haneke, 2012), por mencionar otro par de nombres.

En este sentido, muchos de los grandes directores en la historia del cine han devenido tales gracias a la defensa perseverante de la posibilidad de originalidad en el seno de esta tradición de la imagen. Si bien puede considerarse ese gusto atávico del ser humano por las historias ―por contarlas y por escucharlas―, la prueba decisiva del cineasta es hacer esto pero con el lenguaje visual, el lenguaje de la mirada. La luz en primer lugar, y a partir de esta, todo aquello que surge cuando se despliega: las sombras (que ya estaban ahí, pero inadvertidas), los colores, las líneas, las formas, los gestos y los ademanes, los matices, el movimiento como cualidad del espacio, la disposición de todas las cosas, su influencia en la morosa expresión de las emociones.

El recurso, es cierto, no es exclusivo de las artes visuales. Proust, por ejemplo, es quizá uno de los mejores traductores del lenguaje de la mirada, en especial en su variante del deseo homosexual masculino. En ese fragmento emblemático de la Búsqueda en que el Barón de Charlus y Jupien el chalequero se dan cuenta de que uno y otro son homosexuales (al comienzo de “Sodoma y Gomorra”), el francés lleva al máximo su habilidad como intérprete de las insinuaciones, alusiones, omisiones y otros tropos de esa retórica de la mirada en donde el deseo y el amor a veces se encuentran y a veces se confunden.

Sin embargo, tanto la pintura como la fotografía o el cine llevan estas escenas a un plano más inmediato. A diferencia de un fragmento como el de Proust, en donde las palabras llevan a imaginar los coqueteos entre Charlus y Jupien, en las artes visuales ya hay algo que estamos mirando, y entonces la experiencia y el ejercicio se desplazan a otro nivel. La mirada sale de la mente para fijarse en la realidad, tomar cuerpo. Algo, por lo demás, cotidiano: ¿no pasa que respondemos corporalmente de cierta manera cuando alguien nos dirige cierta mirada?

Hasta aquí el rodeo ha sido largo para llegar a un punto: las fotografías que por varios miles y por varios años tomó Stanley Kubrick en Nueva York. Un cineasta suelto, cámara en mano, en una gran urbe tan llena de estímulos como Nueva York, es una criatura que debe temerse, y el voluminoso archivo que conserva el Museo de la Ciudad así lo demuestra. Las fotografías son más de 15 mil y en casi todas hay un elemento que las distingue. Incluso si no supiéramos que son de Stanley Kubrick, o suponiendo que no son de alguien que se convirtió en director de cine, en casi todas se encuentra esa determinación de quien sabe qué y cómo mira.

Una voluntad estética volcada casi de lleno sobre los ojos que registran a jóvenes universitarios besándose, a mujeres cuchicheando entre el ruido de los automóviles, los extravagantes personajes de un circo, las compras de todos los días y, en general, escenas del Nueva York de mediados de siglo que de pronto parecen estéticas en sí mismas, pero que quizá han alcanzado esa naturalidad sólo porque las miramos con el filtro Kubrick ―y eso hace toda la diferencia.

Twitter del autor: @juanpablocahz

 

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