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LA UNIDAD DEL SER: Una visión no-dual de todo lo que ES (II/III)

Por: Christian Bronstein - 06/04/2014

El pensamiento occidental tiene uno de sus fundamentos en la dualidad entre el observador y lo observado, como si existiera una brecha insalvable entre ambas realidades, pero quizá está no sea la única forma de aprehender el mundo.

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 III. NATURALEZA Y CULTURA

We are fucking nature! There’s nothing on this planet that is not “nature”. Power stations are nature, atom bombs are nature; because nature made us to make those things, either you trust nature, or you don’t trust nature... and I trust nature.

Grant Morrison

La dualidad hombre/naturaleza, aquella en la que aún vivimos y a partir de la cual concebimos nuestro ser, surgió en nuestra consciencia occidental mucho antes que la filosofía moderna y posmoderna e, incluso, antes que la filosofía clásica griega. De hecho, es al menos tan antigua como el monoteísmo.

La poderosa imagen de la separación del hombre de la naturaleza está anclada al mito de la caída registrado en el Génesis bíblico, expresión religiosa del arquetipo del paraíso perdido. Dicha fábula retrata el sentimiento ancestral de que en algún punto de su historia el hombre cometió un terrible error cósmico, un pecado substancial y, por su propia arrogancia, fue abandonado o arrojado fuera de la unidad prístina de la naturaleza para caer en la condena de su libre albedrío, para pasar de la naturaleza a la cultura. Quizás este relato arquetípico de nuestra vida "en el Edén” sea un remanente filogenético, un recuerdo del inconsciente colectivo de sus antiguas condiciones de consciencia indiferenciada o pre-consciente.

Por otro lado, el sentimiento de culpa encerrado en esta lógica del “pecado original” humano esconde, paradójicamente, una arrogancia implícita, una hybris (en términos griegos) inconsciente: la noción de que podemos apartarnos voluntariamente del proceso total de la naturaleza, e incluso posicionarnos desde fuera o (lo que sería más desconcertante) por encima de ella. "Pero incluso el pensar que estamos separados de la naturaleza es en cierta forma un desorden de la razón. No podemos separarnos de la naturaleza. El por qué pensamos así es la parte interesante. ¿Qué pasa en la naturaleza que nos hace pensar que estamos al margen de la naturaleza? ¿Eso significa que la mente del ser humano considera que ahora es más libre?" (James Hillman, “The 11th Hour”, 2007).

Al no considerar la consciencia y la cultura humanas como parte integrante del conjunto total de la naturaleza, el hombre occidental ha llegado a imaginarse a sí mismo como algo ajeno y, a la vez, superior a todo el universo. O, desde el punto de vista religioso, como dueño absoluto de sus propios errores, hacedor completamente responsable y consciente de sus actos. Como señaló Charles Taylor, el brillante analista de la modernidad: “El sentido de la libertad como autodefinición del sujeto razonador fue logrado objetivando la naturaleza, incluso la nuestra propia en la medida en que somos objetos para nosotros mismos; fue logrado pagando el precio de una brecha entre el sujeto que conoce y tiene voluntad, y lo que está dado: las cosas tal como son en la naturaleza.” (Hegel, 1975).

En este proceso de diferenciación, la palabra “naturaleza” ha llegado a significar “todo lo que el ser humano no es”, desde las partículas subatómicas hasta los animales más complejos. Así mismo, significa “todo aquello que no ha surgido o no ha sido hecho por la mano del hombre”, desde el instrumento tecnológico más rudimentario hasta la obra musical más sublime, desde las tradiciones de nuestra cultura hasta nuestras ideas más originales. Ya que el ser humano no se concibe como integrante de la naturaleza, ésta, para el pensamiento posmoderno, carece por completo de todos los rasgos, características y expresiones del ser humano.

Si bien esta concepción coloca al ser humano “por fuera y por encima” de la unidad total de la naturaleza, convierte su propia existencia en un error, en un gran pecado cósmico frente a “la pureza incontaminada” de lo natural. De este segundo modo de pensar, heredero de la cosmovisión culposa judeo-cristiana, deriva la extraña idea de que el surgimiento de cosas tales como la consciencia humana, el lenguaje y todos los valores culturales son una especie de perversión, una trágica caída en desgracia del estado perfecto de la animalidad natural, amoral y puramente instintiva.

El avance de la capacidad auto-crítica y auto-reflexiva del ser humano sobre su propia mente y su cultura lo han llevado ha profundizar cada vez con mayor claridad en el objetivo planteado por el paradigma científico: desantropomorfizar su imagen del mundo, despertar de la ilusión de todos sus auto-engaños, ingenuos y auto-gratificantes, para ver el mundo tal cual es. Y hemos llegado, hoy en día, a la paradójica situación de que nuestra visión del mundo es considerada una mera construcción cultural que, como tal, no puede reflejar la naturaleza y no forma parte de ella; no sólo es falsa por ser arbitraria, sino ajena a la naturaleza en lo esencial, una mera proyección que existe en nuestra mente, pero no en el mundo. Ahora bien, como diría Richard Tarnas:

¿Pero no podría ser éste el engaño final, el más globalmente antropocéntrico de todos? Pues el hecho de suponer que, en última instancia, la fuente exclusiva de todo sentido y finalidad en el universo se centra en la mente humana, que es por lo tanto absolutamente única y especial y, en este sentido, superior al cosmos entero, ¿no es acaso un acto extraordinario de hybris humana, literalmente, una hybris de dimensiones cósmicas? ¿No lo es suponer que el universo carece por completo de lo que nosotros, los seres humanos, descendientes y expresión de ese universo, poseemos de modo tan preeminente? ¿No lo es suponer que, de alguna manera, la parte difiere radicalmente del todo y lo trasciende? ¿No lo es fundar toda nuestra visión del mundo en el principio de que cada vez que los seres humanos perciben una organización cualquiera de significado psicológico o espiritual en el mundo no humano, un signo cualquiera de interioridad y mente, una sugerencia cualquiera de orden coherente con finalidad y de sentido inteligible, éstos deben entenderse únicamente como construcciones y proyecciones humanas, arraigados en última instancia en la mente humana y nunca en el mundo? Tal vez este completo vaciamiento del cosmos, este absoluto privilegio otorgado a lo humano, sea el último acto de proyección antropocéntrica, la forma más sutil, pero prodigiosa, de autoexaltación humana. Tal vez la mente moderna ha estado proyectando a escala cósmica la ausencia de alma y de mente, filtrando y evocando sistemáticamente todos los datos de acuerdo con sus supuestos de autoexaltación, en el mismo momento en que creíamos estar «limpiando» nuestra mente de «distorsiones». ¿Hemos estado viviendo en una burbuja de aislamiento cósmico que nosotros mismos hemos producido? Tal vez el mero intento de desantropomorfizar la realidad de una manera tan simple y absoluta sea él mismo un acto de supremo antropocentrismo.

(Cosmos y Psique: Indicios para una visión del mundo, 2009)

 

IV. EL OBSERVADOR Y LO OBSERVADO:

La objetividad es el delirio de un sujeto que piensa  que observar se puede hacer sin él.

                                                                                                           Heinz von Foerster

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De todas las disciplinas y campos del conocimiento que se desarrollaron en el  siglo XX, la disciplina que se creía sostenida sobre la más pura objetividad, la física, fue, paradójicamente, la que más claramente puso en evidencia la relación ineludible entre la subjetividad y el mundo “objetivo”, entre mente y mundo o entre el observador y lo observado. El principio de incertidumbre, descubierto por Werner Heisenberg en 1925, que afirmaba la imposibilidad de cualquier observador de medir una partícula sin modificarla en el proceso de observación, fue el puntapié inicial a un nuevo campo de investigación que vendría a demoler los cimientos mismos de la física clásica: la mecánica cuántica:

La revolución cuántica fue tan cataclísmica porque no atacaba una o dos conclusiones de la física clásica, sino su piedra angular, el cimiento sobre el cual se había construido todo el edificio, que era precisamente el dualismo sujeto-objeto. Los físicos vieron con absoluta claridad que la medición y la verificación objetiva ya no podían ser el sello de la realidad absoluta, porque el objeto medido jamás podía ser completamente separado del sujeto que lo medía; en este nivel, lo medido y lo que mide, lo verificado y lo que lo verifica, son una y la misma cosa. El sujeto no puede tontear con el objeto, porque en última instancia, sujeto y objeto son una y la misma cosa.

(Ken Wilber, Más allá del ego, 1991)

Como señaló el propio Erwin Schrödinger, fundador de la mecánica cuántica: "El sujeto y el objeto son uno solo. No puede decirse que la barrera entre ambos se haya derrumbado como consecuencia de la experiencia reciente de las ciencias físicas, ya que dicha barrera jamás ha existido (...) Es imposible evitar dichas dificultades a no ser que se abandone el dualismo." (What is Life? and Mind and Matter, 1969).

Sin embargo, pocos científicos han asumido plenamente las consecuencias filosóficas de estos descubrimientos, yendo más allá del dualismo materialista en el que se ha sostenido la ciencia desde los inicios de la modernidad. Fundamentalmente, lo que la ciencia clásica había ignorado en su búsqueda de las verdades últimas del universo fue al observador. En otras palabras, centrados en la materia, los materialistas dejaron conceptualmente de lado la herramienta principal de su conocimiento: la consciencia.

Las consecuencias trascendentales de este descubrimiento, sin embargo, fueron brillantemente formuladas por el filósofo, matemático, ingeniero, psicólogo y poeta George Spencer Brown:

Consideremos, por un momento, el mundo tal como lo describe el físico. Consiste en cierto número de partículas fundamentales (…) vinculadas entre sí por ciertas leyes naturales que indican la forma de su relación. Ahora bien, el propio físico que lo describe según su versión de los hechos, está construido de igual modo. Es, dicho brevemente, una conglomeración de las mismas partículas que describe, vinculadas, ni más ni menos, entre sí, y gobernadas por las mismas leyes generales que él ha logrado describir y definir. Por lo tanto, resulta ineludible que el mundo que conocemos ha sido construido con el fin (y por consiguiente la capacidad) de verse a sí mismo.

(Leyes de la forma, 1969)

Volver a considerar nuestra mente y nuestra cultura como lo que verdaderamente son y no pueden dejar de ser, esto es, como parte integrante de la unidad total de la naturaleza, tiene profundas y entretejidas consecuencias filosóficas, psicológicas y sociales, y afecta todos los aspectos de nuestra visión del mundo. Porque, si todos los aspectos del mundo exterior que podemos observar, desde las supernovas hasta los códigos legales humanos, son necesariamente una parte de la totalidad de la naturaleza, también nuestros mundos internos, todas las diversas estructuras de nuestra percepción y las de todos los seres sensibles, han de serlo forzosamente. Y el único modo de incluirlas en una visión realmente abarcadora, no-dual, de todo lo que es, es aceptando que, de hecho, no existe un solo mundo, una sola forma en la que en su proceso de auto-percepción el mundo se percibe y se expresa a sí mismo. No existe un solo mundo, sino muchos.

 

V. LA DIALÉCTICA DE LOS MUCHOS MUNDOS

                                                                    Hay otros mundos, pero están en este.

                                                                                                                                              Paul Éluard

Posiblemente, la más grande limitación del pensamiento occidental moderno -que viera la luz en el siglo XVII-, enceguecido por su grandeza en el dominio y comprensión sobre el mundo natural, haya sido la incapacidad para considerar su propia comprensión de la realidad como una perspectiva. Una perspectiva sostenida y erigida sobre basamentos filosóficos tan profundos que no podían ser considerados de manera consciente. Como indica Huston Smith: “Las limitaciones de anteriores perspectivas resultan tan obvias que olvidamos que también las nuestras están construidas sobre premisas de las que se burlará la historia” (Más allá de la mente postmoderna, 1989). Sobre esta perspectiva moderna del mundo, vendría todavía una revolución más profunda que daría nacimiento a lo que hoy en día puede considerarse, en términos generales, la visión posmoderna. Esta última relativizó todo el conocimiento existente, al poner la atención sobre las condiciones en las que ese conocimiento surge. El inicio de este nuevo punto de vista tuvo lugar en Occidente a finales del siglo XVIII, en la mente del filosofo prusiano Immanuel Kant.

Para Descartes, la razón era un atributo espiritual del ser humano, que le brindaba la libertad para conocer y revelar el orden divino del mundo. Kant vendría a abrir una brecha aún más profunda entre el hombre y el mundo y a demoler, en el proceso, la fe incontrovertible que el siglo XVII había puesto en la razón como facultad reveladora del universo. Kant planteó que el ser humano no puede tener acceso a la auténtica naturaleza de las cosas (a la que llamó “noúmeno”) por medio de sus facultades mentales, ya que el único mundo al que puede acceder es el que ya está delimitado por ellas. En otras palabras, las representaciones que el sujeto tiene de su mundo surgen de las categorías internas que configuran su estructura mental. La revolución epistemológica planteada por Kant reveló, así, al sujeto occidental que estaba tan alejado del objeto real (“la Cosa-en-sí”) que ni siquiera tenía derecho a decir alguna palabra sobre este.

La sorprendente respuesta al insalvable abismo epistemológico dejado por Kant vendría del romanticismo alemán, que va de Fichte a Schelling. La relación entre mente y  mundo que concebían los románticos no se sostenía en una dualidad, sino que era contemplada como un proceso participativo, esencialmente interdependiente, entre el hombre y lo externo a él. En cierto sentido, la idea de un universo participativo:

(...) estaba implícita, como hemos visto, en la intuición de Kant de que el conocimiento del mundo está determinado por principios inconscientes profundos. Pero mientras Kant todavía limitaba estos principios, por decirlo así, exclusivamente al sujeto humano, la concepción participativa sugería que «esos principios subjetivos son en realidad la expresión del propio ser del mundo, y que la mente humana es finalmente el órgano del propio proceso de autorevelación del mundo». La realidad no está separada, no es autónoma y de este modo susceptible de ser examinada  «objetivamente». En lugar de ello, se despliega y se hace inteligible a sí misma con la participación activa de la mente humana.

(Patrick Harpur, El fuego secreto de los filósofos: una historia de la imaginación, 2006).

Tanto artistas como filósofos, los románticos no basaban su visión de la realidad en la observación del mundo exterior, sino en la revelación interior de su propia alma, la cual se concebía como la expresión misma y el alma del mundo: el arte y el pensamiento humanos eran el arte y el pensamiento del mundo, y éste era una obra de arte que se revelaba y se expresaba en la mente humana. Para Beethoven, indudablemente una de las figuras cumbre de la expresión del romanticismo en el arte, la música constituía “una revelación más alta que ninguna filosofía.”

 

Esta visión no-dual de la naturaleza llegó a su máxima elaboración dentro de la mentalidad occidental moderna en la Fenomenología del Espíritu, de Hegel, a principios del siglo XIX. En esta concepción, el despliegue de la realidad, a la cual el filósofo alemán denominó Espíritu (Geist), es un proceso evolutivo del que participa la historia humana misma. La evolución natural del Espíritu, que Hegel llamó “dialéctica”, se produce a través de un continuo proceso de afirmaciones (tesis), contradicciones (antítesis) e integraciones superadoras (síntesis).

Sin embargo, el modelo de Hegel contenía en sí mismo el germen de su negación ya que afirmaba, con colosal hybris, que el proceso dialéctico de la naturaleza había llegado ya a su máximo desarrollo y esplendor -precisamente en la época de Hegel-, justificando así toda su realidad social y política. Esta concepción final de la filosofía hegeliana parece haber sido, lamentablemente, lo único que de ella ha quedado en nuestra mentalidad posmoderna y así, hoy en día, suele calificársele de reducida a un discurso eurocéntrico y absolutista.

La crítica (antítesis) a este final precipitado de la historia evolutiva del Espíritu sería planteada por Marx, quien pondría el acento en la desigualdad social de la cultura para proponer un nueva y necesaria evolución en la historia: el comunismo. Desde entonces, la concepción dialéctica de Hegel se ha comprendido meramente como la dialéctica marxista: una lucha de clases sociales por las condiciones materiales de su existencia. Los fracasos históricos de muchas de las revoluciones autodenominadas comunistas en el siglo XX y el triunfo de la mentalidad neo-liberal en Occidente (el capitalismo pos-imperialista) parecen haber sido suficientes para negar el impulso original del marxismo, terminando de enterrar, también, al Espíritu de Hegel en el olvido.

La nueva sociedad del capitalismo posmoderno, sociedad de competencia y de consumo, se sostenía en dos filosofías subyacentes: el materialismo científico y las nuevas formas de relativismo cultural que revelaron la antropología y la sociología, convergiendo en el vacío existencial del hombre actual. El nuevo relativismo cultural vino a negar la validez de cualquier Gran Relato que pretendiera explicar o dar sentido a la existencia humana; toda concepción del mundo ha pasado a considerarse, como mencionamos anteriormente, una mera construcción social, una creación artificial sujeta a los caprichos de la Historia.

Si el ser humano se considerara realmente como parte de todo lo que es, todas sus manifestaciones humanas, desde sus emociones más básicas hasta sus concepciones filosóficas más elaboradas, no podrían concebirse de ningún otra manera sino como una manifestación de la naturaleza. Del mismo modo, todas sus producciones culturales, desde las más nobles a las más atroces, serían comprendidas como parte de aquélla. De este modo, la expresión sociológica de "construcción social", aunque revela la verdad (una verdad parcial, como veremos) de que nuestras tradiciones y costumbres cambian con el tiempo, sigue cayendo en la falacia dualista. Al denominar "natural" todo aquello en donde no interviene la inteligencia humana, el construccionismo social establece una separación ilusoria entre la cultura y la naturaleza; así, en el intento de “desnaturalizar” hábitos y costumbres humanos, se está también desnaturalizando un aspecto de la naturaleza: el de expresarse o manifestarse en la forma de distintas culturas.

Richard Tarnas, filósofo e historiador cultural de la mentalidad occidental, lo expresa con luminosa elocuencia:

Me parece muy improbable que todo lo que identificamos en nosotros como específicamente humano -la imaginación, la espiritualidad, todo el espectro de emociones humanas, la aspiración moral, la inteligencia estética, el discernimiento y la creación de significado narrativo y coherencia significativa, la búsqueda de belleza, la verdad y el bien- apareciera súbitamente ex nihilo en el ser humano como una singularidad ontológica accidental y más o menos absurda en el cosmos. ¿No es este supuesto, que de una u otra forma sigue impregnando implícitamente la mayor parte del pensamiento moderno y posmoderno, tan solo el residuo no examinado del ego monoteísta cartesiano? ¿No es mucho más plausible que la naturaleza humana, en todas sus creativas profundidades y cumbres multidimensionales, surja de la verdadera esencia del cosmos, y que el espíritu humano sea el espíritu mismo del cosmos, tal como se modifica a través de nosotros y tal como lo representamos? ¿No es más probable que la inteligencia humana, en toda su brillantez creativa, sea en última instancia la inteligencia del cosmos, que expresa su brillantez creativa? ¿Y que la imaginación humana se base en última instancia en la imaginación cósmica? ¿Y por último, que este espíritu, inteligencia e imaginación más amplios vivan en nosotros y actúen a través del ser humano reflexivo, que haría las veces de recipiente único y encarnación del cosmos: creativo, impredecible, falible, autotrascendente, desarrollo del todo, integrante del todo y a la vez incluso esencial al todo?

(ibid.)

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Tarnas plantea una visión no-dual de lo real a la que denomina “epistemología participativa”, la cual implica que todo lo que percibimos y nuestra propia experiencia como seres que perciben, participan y crean, es parte de un proceso, de una manifestación cósmica de la que no podemos separarnos como entidades conscientes. Somos actores co-creativos y co-evolutivos de un todo que se encuentra en un continuo devenir y se conoce y realiza a través de nosotros, participando dentro de sí mismo, entre sí y para sí. La cualidad de este enfoque radica en que trasciende la falsa dualidad hombre/naturaleza al integrar nuestra consciencia en un todo inseparable del que forma parte de manera significativa y trascendental, volviendo a situarnos como seres humanos en el devenir de una consciencia cósmica de la que la revolución copernicana y darwiniana nos alejó, aparentemente de forma definitiva.

Claramente, una definición o una visión tan amplia e inclusiva de la "naturaleza" no podrá concebirla como algo estático, ni mucho menos como una suma indiferenciada de aspectos o procesos sin distinciones cualitativas. Si queremos alcanzar una visión integral de la naturaleza, sin perder en el proceso las valiosas diferenciaciones que nuestra consciencia occidental nos ha revelado sobre el mundo y sobre el funcionamiento de sí misma, hemos de ser capaces de reconocer estas diferenciaciones como parte integral de un todo, evitando todo tipo de falsos reduccionismos simplistas. Para ello, es nuestra definición de “naturaleza” la que debe dejar de ser el sinónimo de una realidad “pura” y estática, y abarcar la infinita gama de procesos que suceden en ella, incluidos aquellos que son contradictorios (o así nos lo parecen), distintos y que se niegan entre sí, incluidos el error y la superación de los errores. La suma, en fin, de todas las experiencias y puntos de vista posibles del mundo.

Desde la critica kantiana a la razón pura, el carácter de relatividad de nuestras concepciones del mundo ha ido volviéndose una realidad cada vez más evidente en prácticamente todos los campos de la experiencia y el conocimiento humanos, tanto desde la filosofía (Nietzsche, Heidegger), la psicología del inconsciente (Jung, Lacan, Hillman), la filosofía del lenguaje (Wittgenstein, Foucault, Derrida), la sociología (Marx, Bourdieu, Berger), la revolución psicodélica (Hoffman, Leary, R.A. Wilson) o como la investigación empírica de los fenómenos físicos (Einstein, Heisenberg,  Schrödinger).

Pero, también, el relativismo absolutista de nuestra posmodernidad ha de ser trascendido en una síntesis que lo integre y lo supere. Ya que, como señala el filósofo Ken Wilber, el relativismo cultural extremo, que sostiene la imposibilidad de sostener verdades universales (ya que toda verdad es relativa y depende de la cultura en la que está inmersa), termina negándose a sí mismo:

(...) lo cierto es que esa postura pretende ser universal. Es como si dijera que toda verdad es relativa exceptuando la mía, porque la mía es absoluta y universalmente cierta. Yo soy el único que tiene la verdad universal y todos ustedes, pobres necios, son relativos y dependen de la cultura. Esta es la gran contradicción que se esconde detrás de todos los movimientos radicales del multiculturalismo posmoderno. De hecho, el constructivismo radical que afirma que no hay verdad alguna en el Kosmos, sólo conceptos que unos hombres imponen sobre otros, no es más que una forma posmoderna de nihilismo.

(Breve historia de todas las cosas, 1996).

Al afirmar que el relativismo cultural es una perspectiva válida y verdadera (más válida y verdadera que aquellas que lo niegan) estamos implícitamente afirmando que existen perspectivas universalmente superiores a otras. De hecho, nos vemos forzados a reconocer que hemos llegado a dicha postura no por un azar arbitrario y caprichoso, sino a través de un proceso de desarrollo histórico específico que ha integrado su historia precedente. Al volvernos conscientes de ello, podemos reconocer nuevamente la realidad del proceso dialéctico que hemos atravesado para llegar hasta este punto.

Las últimas concepciones de la sociología y la antropología (de Gebser a Habermas), así como de la psicología evolutiva (de Piaget a Kollberg) no nos hablan de un relativismo cultural arbitrario sino que presentan un enfoque integral más profundo, al percibir pautas universales en el desarrollo evolutivo de las culturas humanas. Un desarrollo complejo, dinámico y a veces aparentemente contradictorio, que atraviesa estadios comunes que van de menor a mayor grado de profundidad, complejidad o consciencia. Cada nuevo estadio surge de la consciencia de la falsedad o la parcialidad del anterior, resultando ello en una síntesis reveladora y superadora y dando a luz, en el proceso, a un nuevo mundo.

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Es que nuestras perspectivas sobre el mundo ya no pueden considerarse como meras concepciones intelectuales que tenemos sobre una realidad independiente de ellas. Por el contrario, nuestras perspectivas sobre la realidad dan forma a nuestra percepción de la misma. Como concepciones profundas sobre las que se construye y sostiene nuestra percepción, nuestra perspectiva nos entrega y nos abre (o cierra) a determinadas experiencias y modos de ser-en-el-mundo. En palabras de Richard Tarnas: “las visiones del mundo crean mundos”.

Estamos descubriendo, poco a poco, en las últimas décadas de la historia de Occidente, que nuestro mundo no es sólo un mundo físico separado de nuestra percepción (como pretendiera el materialismo científico clásico), sino que parece surgir de la síntesis de dos aspectos, uno sensorial y otro psíquico (cognitivo), y que es en mundos surgidos de estas dimensiones en donde radica nuestro ser. Esta idea implica un universo que no se define como objeto “real” en oposición a un sujeto (o una mente) que lo percibe y lo piensa “desde afuera”, de forma esencialmente desvinculada y siempre distante de “lo real en sí”. Por el contrario, la propuesta consiste en un mundo esencialmente no-dual, participativo, un universo que emerge precisamente de la percepción que éste tiene de sí mismo:

Cada uno de los estadios de desarrollo de la consciencia nos ofrece una visión diferente del mundo. En cada uno de ellos el mundo parece -es, en realidad- diferente. A medida que emergen y se desarrollan nuevas capacidades cognitivas, el Kosmos se contempla a sí mismo con ojos diferentes y, en consecuencia, ve cosas completamente distintas (…) No es que exista un mundo concreto y predeterminado que pueda ser contemplado de maneras diferentes sino que, en la medida en que el Kosmos llega a conocerse a sí mismo más plenamente, emergen diferentes mundos (...). En cada uno de sus estadios el Kosmos se ve a sí mismo con nuevos ojos y se abre a nuevos mundos anteriormente inexistentes.

(Ken Wilber, ibid).

Pero, ¿qué es este Kosmos? ¿Qué es este Ser, que emerge de sí mismo y se mirá a sí mismo con ojos infinitos en paisajes infinitos? ¿Cómo conciliar un mundo auto-reflexivo con el universo de azar y sin sentido que nos ha entregado la ciencia? ¿Qué lugar ocupa el ser humano en este devenir, y por qué?

Si pudiéramos responder a estas preguntas, quizás podríamos hallar respuesta a la más desconcertante y misteriosa de todas: ¿Quién es este Yo que habla?

 

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Y la tercera aquí