¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?
Los ciclos celestiales en veinte siglos
Nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo.
-T. S. Eliot
Uno no puede recordar estos versos de T. S. Eliot sin que un escalofrío le recorra el espinazo. La reciente adquisición de WhatsApp por Facebook, el gigante de las redes sociales, y las cifras que se manejan en las estadísticas sobre mensajería instantánea y el envío de fotos y videos (600 millones de fotos “subidas” al día, 200 millones de mensajes de voz, 100 millones de videos…) nos hacen releer este “Primer coro de la roca” con renovado estupor. Todas estas nuevas formas de interconectividad y de sociabilidad virtual, así como la ingente cantidad de información disponible en la red ¿aumenta nuestro conocimiento?, ¿nos hace más sabios, más felices? “Los ciclos celestiales en veinte siglos/nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo”, uff…
En un reciente artículo, Rafael Argullol, con su agudeza habitual, relacionaba el accidente de los dos jóvenes ahogados en un río de Chicago por querer salvar sus Smartphones, con el sacrificio religioso que en otras épocas dedicaban al ídolo de turno. Según Argullol, estas nuevas formas de idolatría fast food eran algo más que una mera anécdota, y las resaltaba como un síntoma alarmante del estado actual de las sociedades tecnificadas.
La mayor conexión facilitada por las nuevas tecnologías parece estar arrinconando como nunca los valores que la intimidad, y por ende la soledad, siempre había ofrecido al ser humano. Saber estar solo siempre ha sido un síntoma de sabiduría, y cualquier pensador, filósofo o persona sensible o mínimamente espiritual, sabe que la soledad, bien entendida, reporta enormes gratificaciones al alma del que se muestra accesible a ella. Rilke aconsejaba a Kappus la soledad y Tarkovsky la recomendaba a todos los jóvenes que quisieran profundizar en su conciencia creativa. Algunas de las mayores ideas del mundo surgieron en total soledad, y un pensador como E. M. Cioran afirmaba amargarse con sólo saber que tenía un compromiso social.
Nadie puede negar que la conciencia, en soledad, se retroalimenta, la información cesa de ser un ruido para sedimentarse en el proceso contemplativo que la calma y el recogimiento facilitan, y que lo que parecía confuso en un principio se revierte estando con nosotros mismos, adquiriendo claridad lo que hasta entonces sólo era densa e impenetrable humareda.
Únicamente en soledad podemos reflexionar correctamente y escapar de la habitual alteración (alter=otro) que el ritmo obligado de nuestra industriosa sociedad capitalista nos impone. La soledad, en su justa medida, es un bálsamo para el alma que todos los sabios de la antigüedad recomendaron, llegando a afirmar Platón de los amigos que no eran más que “ladrones de nuestro tiempo” (a lo que después añadía, para equilibrar, que no debíamos dejar crecer la hierba en el camino a su casa).
Al parecer, todos los inventos destinados a la comunicación han venido adquiriendo con el uso ese significado de aparatos anti-soledad. Primero la radio, y después la televisión, suplantaron el bullicio hogareño y focalizaron la atención sobre sus ondas. La gente, poco a poco, se acostumbró a “la voz”; si no había nadie en casa, con conectar la radio uno ya se sentía acompañado. Más tarde, con la televisión, la ilusión de presencia física se hacía más poderosa. El teléfono también sirvió, en su momento, para hacernos sentir menos solos. Pero las nuevas forma de conectividad parecen haberse propuesto erradicar de una vez por todas el necesario espacio de confrontación con nosotros mismos.
Las fotos de lo que comemos son “subidas” en tiempo real a la red para que otros lo vean; la foto del viaje es compartida ipso facto con millones de “amigos”; en casa nunca estoy solo: si no es una conversación inarticulada a través del messenger, puedo llamar a cualquiera a través de Skype y valerme de su cara para sentirme en “comunión”. Nadie dice que éstos no sean grandes adelantos, ni tampoco que la televisión no haya mantenido y mantenga en un mínimo soportable la vida de muchas personas avocadas en contra de su voluntad a un total abandono; no, claro que no. Sólo apuntamos a que las supuestas bondades de estos sistemas de comunicación instantánea no son tales, y su uso —abuso— no conlleva ninguna mejora real de nuestro comportamiento y crecimiento personal si no son utilizadas desde la cordura y el buen juicio. Y como sabemos que estos últimos no son demasiado frecuentes en nuestra sociedad de consumo, entonces ya tenemos el porqué de este artículo.
Declaraba el flamante inventor de Facebook, Mark Zuckerberg, que gracias a su creación el mundo se volvería “más abierto y conectado”. Está por verse. Más conectado no quiere decir necesariamente más plural, ni tolerante, ni comprensivo, ni despierto. El individualismo sigue siendo la nota dominante de nuestras sociedades, a pesar de que pasemos más de la mitad de nuestro tiempo conectados a aparatos que, supuestamente, nos conectan con otras personas. Seguimos siendo igual de egoístas o incluso más que antes, y nuestra espiritualidad ha sido sustituida por una idolatría tecnológica que copa la mente de los más jóvenes y los obnubila para la realidad de su entorno.
“Los ciclos celestiales en veinte siglos/ nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo”. De nuevo T.S Eliot golpeándose la cabeza contra la dura roca de la presciencia. ¿Qué diría si estuviera hoy aquí?; quizás nada, apenas lo oiríamos entre la infinita vorágine de voces a las que (no) estamos acostumbrados. ¿Tendría Facebook? Quién sabe.
En el mismo artículo sobre la compra de WhatsApp se decía: “La batalla, insisten los analistas, está en capturar el tiempo y la atención del usuario”. Para echarse a temblar.