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El mundo es infinitamente más complejo de como lo quieren mostrar entidades que hacen de su simplificación un mecanismo elemental —pero sofisticado y sutil— del control social.

El control social no es una idea: es una realidad. El control social es también una de las estrategias elementales de quienes ejercen el poder, básica aunque al mismo tiempo sumamente sofisticada y sutil —porque para ser eficaz, no puede ser de otro modo.

Aunque no es reciente, el control social ha encontrado en los últimos años un fuerte apoyo en la noción de “trivialización”. Paradójicamente, a la complejidad de nuestra realidad contemporánea se opone sistemáticamente una voluntad de reducirla la realidad misma a un inmenso aunque desdeñable incidente sin importancia. Conflictos sociales que se multiplican en diversas partes del mundo, aumento en las tasas de crímenes, pérdida de derechos que antes se creían impermutables, situaciones que, en general, podrían considerarse algún tipo de síntoma, la señal de que las cosas no van tan bien como algunos aseguran, y sin embargo son asimiladas en el discurso dominante como anomalías simples pero esperadas, o limitadas a ideas que, como el concepto de “depresión”, se repiten en incontables ocasiones hasta volverlas huecas y carentes de sentido.

Es cierto que, en cierto nivel, la vida cotidiana requiere de la simpleza para desarrollarse. Para vivir necesitamos ser parcialmente simples. Pero, como propone Colin Todhuntern en el sitio del Centro para la Investigación de la Globalización, cuando dicha necesidad vital por lo simple es tomada por los medios de comunicación y los políticos, por personas y grupos que tienen poder y lo ejercen para su beneficio o el de sus intereses personales o de clase, entonces la simpleza se convierte en una de las formas de la manipulación.

La banalización, la simplificación, la trivialización: métodos que se ponen en marcha, iterados, para hacer parecer que una situación determinada, si no es parte de la norma, tampoco merece más atención que la que se le da a cualquier hecho nimio de la vida cotidiana.

Tómese como ejemplo la conversión a veces disimulada, a veces evidente, que los propagandistas del statu quo —en la vida económica, la social, la cultural, la política — hacen de palabras o consignas históricamente identificadas con grupos subversivos o disidentes. Canciones pop que toman como motivo la rebeldía de generaciones pasadas; programas de televisión que, so pretexto de la parodia, transforman la vida política de un país es una gracejada; eslóganes políticos que vuelven cliché o lugar común lo que alguna vez fue exigencia novedosa y radical; productos que al comercializarse transforman en objeto de todos los días —para consumirse y desecharse— la irrupción de la disidencia en el orden social.

Así, los asistentes a una protesta pública son personas sin ocupación fija, rijosos, inconformes que no tienen razón para estarlo, vándalos que al recibir esta u otras denominaciones pierden toda oportunidad de exponer sus motivos, sus intenciones, los fines que persiguen.

Así, realidades complejas como la inmigración, asuntos de salud pública como el aborto o el suicidio, la precaria situación laboral de los países subdesarrollados, la pobreza creciente de los supuestamente desarrollados, el asesinato por parte de las autoridades de personajes juzgados previamente como “malvados” por la opinión pública dominante, en última instancia son “cosa de todos los días” o, si extraordinarios, sepultados en el olvido del siguiente canal sintonizado, de la siguiente página pasada, del siguiente hecho que la lógica de la sociedad del espectáculo eleva a los nuevos titulares. Por poner un ejemplo, ¿cuánto tiempo se le ha dedicado en los noticieros con más auditorio, cuánto espacio en las revistas o los periódicos de más tiraje, a la pesadilla diaria que viven miles de migrantes que buscan llegar a los Estados Unidos pasando por Centroamérica y México? ¿Cuánto en comparación con un hecho más o menos aislado, pero infinitamente más comprensible y asequible intelectualmente, que un hecho más propio de la nota roja o de las páginas del corazón?

¿Qué mejor manera de controlar una población —escribe Todhuntern— que induciendo la apatía y la banalidad y promoviendo la trivialización de las causas, ideas o situaciones difíciles de algunos? ¿Qué mejor manera de controlar a los disidentes que ridiculizándolos o, si esto no funciona, en el caso del gobierno indio, levantando cargos de sedición contra 7 mil legítimos manifestantes antinucleares en Kudankulam —simples aldeanos y pescadores?

Es cierto, parcialmente cierto, que en la vida diaria no podemos vivir angustiados por la descomunal miseria que el mundo lleva consigo —y, de alguna manera, tampoco podemos hacernos responsables de ella. Pero quizá este sea un enfoque equivocado (que, además, incluso incurre en esa misma trivialización: quejarnos como hábito y modo de vida, ¿no es también una manera de reducirlo todo a un vasto problema sin solución ante el cual solo queda resignarse?).

Quizá la salida de este callejón sea dar la vuelta y comenzar no a angustiarnos ni preocuparnos, sino a actuar: en la medida de nuestras posibilidades y en el horizonte a nuestro alcance. Y parte de esto es entender que el mundo no es tan simple como otras entidades con sus intereses propios intentan presentarlo.