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¿Qué hacemos con los tristes? ¿Respetamos su silencio o forzamos su confesión? ¿Los dejamos hacer o los marginamos? ¿Escuchamos su silencio o forzamos su confesión? "Bartleby", el famoso cuento de Melville, puede leerse como una fábula del conflicto que la tristeza representa para el mundo moderno.

Hace un par de días leí “Bartleby, el escribiente”, el famoso cuento de Herman Melville, y apenas voy comprendiendo por qué ha sido tan elogiado, por qué ha ejercido tan profunda fascinación en algunos de los pensadores más importantes del último siglo.

Por mi parte (y quizá, en buena medida, por circunstancias personales), leo el cuento como una fábula de la confrontación entre dos maneras de incorporar la tristeza en un mundo moderno que sistemáticamente busca marginarla, minimizarla, empujarla a un rincón donde deje de incomodar e interrumpir la normalidad.

Bartleby, “el hombre más triste del mundo”, representa un conflicto para su jefe porque, de alguna manera, el mundo en el que ambos viven acarrea una contradicción que en ellos y por ellos se condensa en un drama cotidiano. Se trata, propongo, del enfrentamiento entre un mundo premoderno en el que la comunidad hace suya la tristeza de uno de sus integrantes y, por otro lado, un mundo moderno, ufano de su objetividad burocrática, en el que se han consolidado instituciones específicas para “tratar” la tristeza del individuo.

El jefe del escribiente es heredero parcial de esa actitud caritativa, mesiánica, superyoica o narcisista (según se le quiera ver) que, casi involuntariamente, casi como un imperativo a un tiempo psíquico y social, aunque absurdo para la época, obliga a hacer suya la tristeza de otro, a pesar de que vive en un mundo en el que dicho gesto no solo no es recomendable, sino en ciertas condiciones incluso punible. La “buena obra” se convierte pronto en pesadilla cuando no existe ya el soporte simbólico, gratificante y de valores que reconoce dicha acción.

Entonces el camino es, a la manera de Foucault, el encierro. Paradójicamente, aunque toda esa estructura positiva de la compasión pierde sentido en el edén igualitario prometido por el capitalismo y la modernidad, queda sin embargo su residuo negativo, ese rescoldo de raíz judeocristiana que llamamos culpa.

La pregunta en torno a la cual parece girar el cuento es qué hacer con la tristeza. Un poco como si nuestro mundo hubiera perdido la capacidad de lidiar con “la tristeza sin causa” o, en su defecto, como si esta nunca le hubiera importado en realidad (aun cuando sea una de sus invenciones, una de las menos deseadas).

¿Qué hacemos con Bartleby?, se preguntan por lo bajo y en secreto todos quienes entran en contacto con el taciturno escribiente, debatiéndose entre acatar su desafiante negativa a participar en el mundo ("Preferiría no hacerlo") o echarlo a empellones y puñetazos, respetar su silencio o forzar su confesión, dejarlo tranquilo o adaptarlo a una forma más convencional de tranquilidad.

No es sencillo, especialmente porque, para pesar de los tristes, el aislamiento casi nunca es una opción, por más que su fantaseo les haga creer lo contrario. La vida en sociedad, el trato con los semejantes, la cotidianidad “entre las mudas soledades” son obligatorios.

Y por supuesto no hay respuesta. En el cuento, el jefe de Bartleby busca un punto de precario equilibrio entre el respeto a la subjetividad ajena, sus convicciones y los mandatos y mecanismos de la sociedad a la que pertenece; pero fracasa.

Y no sé y yo no puedo decir si con los tristes podría ser de otro modo.

Para los interesados, en Internet hay varias versiones de Bartleby, en español y en su original inglés. Borges, Giorgo Agamben, Deleuze, Derrida y Camus, por citar a los más conocidos, tienen ensayos sobre el cuento.

Twitter del autor: @saturnesco