Aunque ciertas teorías, de Hobbes a Philip Zimbardo y quizá otros más antes y después, hablan de una inclinación al mal innata en el ser humano, atávica, casi instintiva, que emerge apenas tiene oportunidad, un estudio psicológico reciente asegura que nuestra especie es menos violenta de lo que suponemos, no solo desde un aspecto moral o de comportamiento sino incluso a nivel fisiológico.
Fiery Cushman, Allison Gaffey, Kurt Gray y Wendy Mendes (de las universidades de Brown, Notre Dame, Harvard y California en San Francisco, respectivamente), realizaron un experimento en que pidieron a varios voluntarios que realizaran tres acciones distintas: simular daño directo en otra persona (e. g. tirando del gatillo de un arma descargada al tiempo que apuntaban al rostro del uno de los científicos); mirar a otro simular este mismo daño y, por último, efectuar una operación neutra (e. g. rebanar una hogaza de pan). Simultáneamente los investigadores midieron la respuesta corporal de los individuos en cada uno de los escenarios, en especial la presión sanguínea y el ritmo cardiaco, para conocer la relación entre las sensaciones de disgusto, aversión y estrés y el cuerpo mismo.
Como se preveía, tanto el sistema circulatorio se vio afectado mientras se realizaba la simulación de daño y también unos minutos después, incrementándose la vasoconstricción periférica, lo cual no sucedió en las otras dos opciones (atestiguando un daño o la operación neutra). Según los científicos, “esto sugiere que la aversión a acción dañinas se extiende más allá del interés empático por la víctima del daño”.
Esta proposición resulta interesante porque abre la puerta a otras preguntas sobre el desarrollo de la moralidad en el ser humano. Como dice Sam Mcdougle en Motherboard, el proceso evolutivo de nuestra especie fue más de cooperación que de violencia, por lo cual parece comprensible que la posibilidad de hacer daño a otros despierte cierta sensación de malestar físico que con el tiempo se convirtió también en cultural.
Pero, por otro lado, las transformaciones mismas de la violencia a lo largo de la historia tienen sentido en el marco de esta investigación. El daño cuerpo a cuerpo, cara a cara, ha sido paulatinamente sustituido por accesorios y dispositivos que diluyen dicho vínculo, remitiéndolo a una operación maquinal que, como en los campos de concentración o el lanzamiento de la bomba atómica, parece ser solo el accionar de una palanca más, ese oprimir un botón en el que las consecuencias fatales parecen desaparecer por la trivialidad de la acción.
Estas primeras conclusiones son, por supuesto, cuestionables, y de entrada será interesante confrontar este experimento con los ya clásicos de Stanley Milgram o el susodicho Zimbardo, para definir con precisión los límites de la maldad en el ser humano.
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