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Aparentemente sepultado en un mundo unipolar y hegemónico, el arte político y comprometido parece tomar nuevos bríos en estas primeras décadas del siglo XXI, con manifestaciones que invitan a cuestionar nuestras creencias personales y los postulados en que se apoyan las sociedades contemporáneas.

Errorista Internacional (porque "el error es la condición humana fundamental en el mundo capitalista")

Durante el siglo XX —y con menos notoriedad en otras épocas anteriores— una de las formas más recurrentes del arte fue el arte político, el llamado “arte comprometido” que unía la vocación y el talento artísticos con las convicciones políticas.

Para ejemplificar esta convergencia de arte y política es usual que se traiga a colación a los artistas cercanos a la ideología comunista, los poetas, pintores y músicos (las disciplinas más asequibles al público) que realizaron obras ensalzando a los regímenes soviético, chino o de cualquier otra nación donde imperó el socialismo de Estado.

Lo cierto, sin embargo, es que esto poco tiene que ver con el sistema político dominante. Sea en los Estados Unidos, en Cuba o en Japón, será posible encontrar expresiones artísticas de sustento político. En todo caso, un elemento que podrían compartir todas aquellas que se toman como muestra de lo que no debe hacerse, de por qué, desde entonces, el arte político carga con cierto estigma que supuestamente merma su calidad o su valor intrínseco, es la falta de crítica. Lo lamentable no es que el artista encuentre en la política sus motivos de creación, sino que lo haga a ciegas y con el sentido crítico prácticamente apagado, disimulando el juicio ante las atrocidades o los componentes cuestionables que tiene siempre todo movimiento político, sea el que detenta el poder o el que se resiste al poder.

Esto, que parecía cosa del pasado, enterrado con la Guerra Fría y la derrota de la bipolaridad, avasallado por el triunfo del sistema hegemónico, parece que ha renacido en estos últimos años. O al menos hay quien así lo cree, que en estas primeras décadas del siglo XXI asistimos a la revalorización del arte de compromiso, del arte político, el arte que denuncia, que se repliega hacia determinadas causas (preferentemente sociales) y que declara su franca simpatía por determinada ideología política.

Hay quienes señalan el 9/11 como el momento de quiebre, la desbandada después de la cual comenzaron a definirse estas nuevas posturas frente a, dicho románticamente, la creación artística. Pero incluso sin fijar una fecha en específico, es más o menos comprensible que ante la reciente ola de protestas, movimientos sociales y cierto ánimo generalizado de descontento hacia las condiciones económicas que el sistema propicia en la población u otros asuntos como la espectacularización de la sociedad, surjan expresiones artísticas que intenten decir todo esto por medio de otros lenguajes, que intenten dejar constancia —con recursos considerados creativos— de lo que sucede o de lo que se quiere que suceda, sumándose a su manera a esta corriente que parece refrescar el escenario político en varias partes del mundo.

 

Renzo Martens, still from Episode 3, 2008 [Hace unos años, Martens viajó a la República Democrática del Congo para exminar la explotación de una de las exportaciones más importantes de las naciones africanas: imágenes de la pobreza y el sufrimiento. Llevando consigo un letrero luminoso donde se leía la frase "Disfruta la pobreza", el artista frecuentó fotógrafos congoleños para enseñarles cómo producir y vender imágenes de sufrimiento a los medios occidentales y agencias de caridad].

 

Así las cosas, las nociones de arte puro, el arte esencialmente inútil, el arte hecho meramente para la contemplación y el regocijo de los sentidos y del espíritu, para la vitrina y la sala de museo, una vez más se ponen en duda, planteándose el dilema de si el artista debe ser también activista social, de si la intimidad del estudio debe apartarse para dar paso libre a las causas —las muchas, interminables causas— que requieren atención pública urgente (aunque quizá para algunos, posmodernamente, esta disyuntiva está más que superada y es ahora obsoleta y bizantina).

Algunos especialistas en el tema ven con buenos ojos esta irrupción de la política (en el sentido amplio del concepto) en el arte. Lieven de Cauter, Ruben de Roo y Karel Vanhaesebrouck —que editaron recientemente Art & Activism in the Age of Globalization: Reflect No. 8, un libro en el que exploran este tipo de expresiones— afirman, por ejemplo, que la “subversividad una actitud disruptiva que intenta crear aberturas, posibilidades en la ‘cerrazón’ de un sistema”. Así, el ánimo subversivo en el arte contribuye también, por otras vías, a romper esa hegemonía que se ha colado en práctica cualquier ámbito del quehacer humano, no solo en lo político o en lo económico sino en aquello que habitualmente pensamos que no tiene nada de político ni de económico —cuando, evidentemente, no es así.

Por otro lado, vale la pena precisar que este arte político empieza a considerarse no solo desde las disciplinas más tradicionales —artes visuales, teatro, arquitectura, música, literatura— sino también desde otras que si bien no son de invención reciente —como el performance— esa fugacidad que las caracteriza ha complicado su categorización según las normas artísticas canónicas. Asimismo, otras expresiones como el hacktivismo, ese sí innegablemente contemporáneo, se contemplan también dentro de esta ola combinatoria de arte y compromiso político.

 

Christoph Schlingensief, Bitte liebt Österreich / Please Love Austria, 2000 [En una especie de reality político, Christoph Schlingensief puso a competir a 12 inmigrantes por el asilo en Austria, transmitiendo su vida por Internet y dejando que la audiencia decidiera cuál inmigrante merecía la deportación; el proyecto, que enarbolaba el lema "¡Fuera, extranjeros!", puso a debate al menos dos asuntos: la nacionalidad austriaca y el racismo de su población. Los inmigrantes en realidad eran actores que al final resultaron liberados por un grupo antifascista].

 

Alfredo Jaar, Lights in the City, 1999 [Un circuito conectaba la emblemática Cúpula del Marche Bonsecours de la ciudad de Montreal con un refugio para indigentes, de tal manera que cualquiera de estos podía encender una de las luces rojas cuando entrara al albergue. Eventualmente todas las luces se encendían y con ellas una perpetua llamada de atención a la población de Montreal sobre todas las personas que no tienen un lugar seguro donde pasar la noche].

 

Tal vez sea difícil hacerse una opinión o un juicio más acabado sobre este arte político del siglo XXI. O quizá no, quizá situarse a favor o en contra del arte comprometido sea, como dijimos antes, un dilema rancio y anacrónico. En cualquier caso queda claro que si una de las funciones elementales del arte, una de las características que lo distinguen de otras actividades humanas, es su capacidad de asombrar, de irrumpir y perturbar la conciencia y las creencias personales, de provocar una reacción, entonces, al menos solo por eso, un poco de razón asiste a estos artistas.

El libro antes citado, por cierto, termina con una petición singular: quemarlo, destruirlo, olvidarlo de inmediato, porque la subversión (o la subversividad) puede minarse con ensayos, libros, jerga intelectual y teorías "radicales".

 Vía We Make Money not Art.